“Los
judíos polacos modelan, después de recitar ciertas oraciones y guardar unos
días de ayuno, la figura de un hombre de arcilla y cola, y una vez pronunciado
el maravilloso nombre divino sobre
él, éste ha de cobrar vida. Cierto que no puede hablar, pero entiende bastante
lo que se habla o se le ordena. Le dan el nombre de Golem, y lo emplean como
una especie de doméstico para ejecutar toda clase de trabajos caseros. Sin
embargo, no debe salir nunca de casa. En su frente se encuentra escrito emet (verdad), va engordando de día en
día y se hace enseguida más grande y fuerte que todos los demás habitantes de
la casa, a pesar de lo pequeño que era al principio. De ahí que, por miedo de
él, éstos borren la primera letra, de forma que queda sólo met (está muerto), y entonces el muñeco se deshace y se convierte
en arcilla. Pero hubo una vez uno que, por descuido, dejó crecer tanto a su
Golem que ya no podía llegarle a la frente. Movido por un gran miedo, ordenó a
su criado que le quitase las botas, pensando que, al doblarse, le podría llegar
a la frente. Ocurrió tal como pensaba el dueño, y éste pudo felizmente borrar
la primera letra, pero toda la carga de arcilla cayó sobre el judío y lo
aplastó.”
(Jakob Grimm, 1808, en “El periódico para eremitas”)
Cuando las nieblas se disipan en
la soledad de aquel desierto y el sol, muy lentamente, triunfa sobre ellas y
las deshace en jirones y las deshilacha, haciéndolas ascender y perderse, entonces, aún
entre la confusión de la bruma ascendente, pueden verse las ruinas fantasmales
de la Casa Zarrúa.
La sensación provoca
desorientación y extrañeza. Y, quien ve aquello por primera vez, no sabe si,
curioso, caminar en dirección a los edificios o, temeroso, dar la vuelta y
desaparecer cuanto antes de aquel lugar.
Resulta sorprendente encontrar
una villa de recreo en ese lugar aislado y nemoroso. Y, más aún, topar con ella
al amanecer. Y da la sensación de que ha aparecido de repente y alguien la ha
levantado en una noche y, en la misma, ha envejecido y ha sido abandonada. Su
vista causa desazón.
Pero, más cerca, se aprecia un
edificio vertical, mucho más alto, que desentona. Es una torre antigua, de
apariencia agarena, de base cuadrada y con tres plantas, coronada por una
azotea para la almenara. Es evidente que la atalaya llevaba varios siglos en
ese lugar cuando se construyó la villa. Y, pese a su antigüedad, es su
estructura la que parece más firme, más intemporal.
Todos los jardines y parterres aparecen
desdibujados y, sus bancos de mampostería, desmoronados. La pista de tenis aún
conserva los pivotes de hierro, torcidos y oxidados, que sujetaban la red. El
piso de cemento está cuarteado y hecho migajas arenosas en toda su superficie.
La piscina está vacía y con las paredes agrietadas y su escalera niquelada está
desvencijada, torcida y colgada en un sólo punto del muro.
El edificio principal tiene dos
plantas y está coronado por una gran terraza bordeada por almenas enanas. La
primera planta es un semisótano con ventanas rectangulares y alargadas un palmo
por encima del jardín reseco y alberga grandes cocinas y almacenes y las
habitaciones, retretes y aseos que, un día, fueron del servicio. La planta
principal tiene un recibidor y dos grandes salones muy iluminados. El suelo es
de tarima de maderas preciosas que hoy aparecen podridas y levantadas. Un
pasillo amplio conduce a ocho habitaciones espaciosas, con sus cuartos de baño
con suelos y paredes de mármol, y finaliza en la escalera de caracol que baja a
las cocinas y sube a la terraza.
Tras el edificio principal yacen
desmoronadas las cuadras y el gallinero, el pósito y los garajes, el tanque del
agua y los chamizos donde se guardaban los aperos. La noria está partida y
tirada, hecha ya trizas, junto al pozo.
En el arenal, que usaban para la
equitación y el picadero de los potros, apenas quedan en pie algunos pivotes
carcomidos que aún recuerdan el contorno, hoy plagado de cardos.
La pequeña capilla tiene hundido
el techo y los bancos tronchados bajo los cascotes, de la campana y la cruz
solo queda el espacio vacío que ocuparon y los restos de algunas ropas
litúrgicas están medio quemados, esparcidos por el suelo.
Delante de la fachada principal,
ante la larga escalinata de la entrada, hay una gran superficie de obra,
levantada dos cuartas sobre el suelo, de cincuenta metros por cincuenta, en la
que se organizaban los saraos al caer las tardes del estío.
A ambos lados, adosadas a la
fachada principal, dos garitas amplias, casi torretas, con puertas y ventanas
con arco de herradura, le dan al conjunto un aire arábigo. La fachada
principal, entre las garitas, está rematada en el centro por una espadaña con
motivos simétricos, neoclásicos y neobarrocos, que encierran una hornacina
vacía bajo el remate superior de un frontón partido, con un pedestal central,
en el que se yergue una estatua hierática de Apolo. Sobre el dintel de la
puerta principal, ornado de filigranas que trepan la espadaña, aparece el
nombre de la casa y un año: Quinta Zarrúa 1928. Y, bajo el nombre, hay un
pequeño torreón en relieve: el emblema militar del cuerpo de ingenieros.
Todo el que contempla la finca en
su conjunto se siente embargado por una extraña nostalgia intemporal. Y nadie
se explica la razón de su abandono. Pero cuando el ocaso empieza a poblar de
sombras aquellos restos suntuosos, hoy decrépitos, todos abandonan con premura
aquellos pagos, temerosos de lo que las tinieblas pudieran atraer a ellos.
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