El ingeniero conoció a Abdel
Jabbâr a las dos semanas de llegar a Melilla. Sus contactos con las autoridades
civiles y militares los tenía programados y preparados por las empresas a las
que representaba, pero su contacto con Abdel fue una casualidad que, sin
embargo, marcaría inesperadamente sus años en el Protectorado y, en cierto
modo, su destino.
Abdel era un chaval de edad indefinida.
Talludo y flaco, como una espiga agostada, aparentaba doce o trece años pero
quizás tuviera dieciséis o diecisiete.
Al salir de la Capitanía,
ultimada la burocracia de un pedido del arma de Ingenieros, topó el señor
Zarrúa con uno de los centinelas que, tras abofetear salvajemente a un muchacho,
lo llevaba al Cuerpo de Guardia asido brutalmente de una oreja mientras el
chico sangraba por la nariz.
-¿Qué ha hecho?-inquirió
Zarrúa, impresionado por aquella crueldad.
-Intentaba
robar un fusil. Pero se va a enterar -repuso el soldado.
El ingeniero, en un arrebato de
piedad que aún no había aprendido a reprimir, se llevó la mano a la cartera y,
sacando un billete de veinticinco pesetas, se lo tendió con disimulo al soldado
al tiempo que decía con gesto severo:
-El chico me
estaba esperando. Déjelo marchar. Yo me encargaré de que esto no vuelva a
suceder.
El soldado cogió el billete, se
encogió de hombros y dando un puntapié al muchacho dijo:
-¡Que no te
vuelva a ver por aquí, gaznápiro!
El chico, del empellón, fue a
caer a un cenagal de lodo y estiércol de caballo. El ingeniero lo levantó del
barro. Luego emprendió el camino a su hotel seguido por el muchacho a un par de
metros.
En el camino, Zarrúa se detuvo
frente a un cafetín. Se dio la vuelta y miró al arrapiezo que mansamente le
seguía.
-¿Hablas
español?
-Sí.
-¿Cómo te
llamas?
-Abdel Jabbâr.
El ingeniero, en broma, quiso
congraciarse con el muchacho y le dijo:
-¿Quieres
trabajar para mí?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque
conviene servir al poderoso, mi nombre significa eso.
Zarrúa se quedó perplejo ante la
respuesta del muchacho. Pensó que, al hablar del poderoso, se refería a Alá y supuso
que era un devoto musulmán. Pero, notando como el morito miraba al escaparate
del cafetín, dijo Zarrúa:
-¿Tienes
hambre?
-Sí.
-Entra y come
lo que quieras.
-Si trabajo
para ti, como contigo.
De nuevo se sorprendió el
ingeniero. Parecía un chico poco hablador y muy desconfiado. Pese a sus pocos
años mostraba una frialdad que no hubiera sabido decir si ocultaba timidez u
orgullo. Aunque, su última frase, parecía denotar más lo segundo.
Entraron en el cafetín, se
sentaron a una mesa. El ingeniero tomó café y el chico té, aunque el muchacho
no lo bebió hasta haber devorado media docena de pastelillos. Tras apurar el
vaso, el muchacho, mirándole a los ojos, preguntó:
-¿Cuánto
pagas?
El ingeniero se quedó pasmado
ante la pregunta directa e inesperada. Al parecer aquel ingenuo se había tomado
en serio su ofrecimiento. Pero, con un poco de guasa, le contestó:
-Depende de
para lo que sirvas. Yo no me dedico a robar fusiles.
-Todos roban.
Para mí, un fusil es mucho. ¿Qué quieres robar tú?
-Yo hago
negocios, no robo -dijo secamente el ingeniero, molesto por la obtusa lógica
que parecía regir la mente del muchacho.
-Entonces, ¿a
qué has venido aquí?
La pregunta, así formulada,
parecía cándida, pero, ciertamente, era sagaz, aunque sonara a impertinencia.
-Ya te lo he
dicho: a hacer negocios.
-Negocios son
robos grandes con poco riesgo. Tú negocias con españoles. Si negocias también
con moros, igual tiempo, doble negocio.
El ingeniero, mitad incrédulo
mitad curioso, decidió seguirle la corriente:
-¿Qué negocios
podría hacer yo con los moros?
-Tú no sabes, yo
sí. Tú no conoces cabilas, tú no conoces idiomas, tú no sabes nada de moros. No
conoces país. Yo sí.
-¿Y por qué no
haces tú esos negocios?
-Porque yo no poderoso,
tú sí.
-Está bien,
Abdel. Veremos si me eres útil. ¿Cuánto habrías sacado por el fusil que ibas a
robar?
-Doscientas
pesetas.
-Bien, si eso
es mucho para ti, te las pagaré de aquí a un mes. Siempre que me proporciones
negocios. Luego, ya hablaremos –dijo el ingeniero tratando de zafarse del
muchacho.
-No. Tú paga
ahora. Si no confianza, no negocio.
Se admiró el ingeniero tanto de
la determinación del chico, como de sus observaciones y, haciendo oídos sordos
a su prudencia, hizo lo contrario de lo que ésta le recomendaba y le dio las
doscientas pesetas a Abdel.
Al despedirse le dijo:
-¿Qué haré
para localizarte?
-Nada. Yo
localizo siempre a ti. Yo sirvo, tú poderoso.
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