Aquel primer jueves de noviembre se
sintió recuperado. Antes de decidirse lo pensó. Hacía muchos años, demasiados
años, que había cazado allí. Eran otros tiempos. Por entonces tenía un
compañero de caza de su mismo temple, con la misma afición.
El viejo no lo era entonces, todo
lo contrario. Acababa de terminar la mili. En su trabajo le destinaron a
Sigüenza. Aún era soltero y estaba por cumplir los veintitrés. Así que, de
aquello, hacía más de cuarenta años.
El amigo se llamaba Rafa. Era
otro apasionado de la caza. Coincidieron en Sigüenza y, enseguida, la afición
les juntó y, en el campo, les hizo inseparables. La misma pujanza, la misma
juventud, la misma devoción por la caza y el campo. En cierto modo, la misma
locura.
Fue Rafa quien le habló de la
cuesta de Paredes. Por entonces era terreno libre. Rafa sabía que había
perdices, pero el terreno tenía uñas.
Con Rafa cazó aquella cuesta
varias veces. Alguna de ellas en no muy buenas condiciones. Después de
trasnochar y haber dormido apenas unas horas. Todavía bajo los últimos efluvios
de las copas. Pero, pese a todo y en el peor de los casos, cada vez que iban,
salían, al menos, a dos o tres perdices por cabeza.
Sí, todo eso era verdad, pero
habían pasado los años. Rafa había muerto hacía veinticuatro. Y, aquella
pujanza de ambos que recordaba, era sólo eso: un recuerdo.
El viejo, aquel jueves, ante la
perspectiva de poder cazar aquella cuesta nuevamente, se imaginó que la
cazaría, como siempre, con el Rafa. Pero la realidad le dijo que ya no era
posible y que, en todo caso, y si se atrevía a desafiar a los recuerdos, la
cazaría solo. Que ya no podría derrochar las fuerzas como entonces, que, en
todo caso, le bastaría con aguantar la mañana despacio, con cabeza y sin
rajarse.
Se sentía incapaz a sus años de
enfrentarse con aquella mole. Pero, aquel jueves, aunque nada más fuera por
recordar, se decidió a hacerlo. No importaba que no diera pique a las perdices,
si es que aún las había. Quería recordar de nuevo aquellos tiempos, pisando con
su paralela en las manos los parajes por los que tantos años antes trotó con el
Rafa, ambos con aquella juventud que despreciaba el cansancio. Y, tras vencer el
miedo a la nostalgia, decidió cazar la cuesta de Paredes.
Por lo que recordaba de entonces,
dejó el coche arriba, en lo más alto. Subió con él la cuesta de la carretera que
lleva a Baraona y lo dejó en el páramo. El término de Paredes ocupa una parte
de la planicie que, en la llanura, linda con Alpanseque, primer pueblo de Soria
por ese lado. Las perdices solían quedarse en lo más alto y, si las acosabas
entrándoles por la linde soriana, se tiraban a la cuesta de Paredes. Entonces
ya se podía meter uno en la pendiente e intentar sorprenderlas. De no entrar de
esa manera, se internarían en los llanos, rehuyendo la cuesta, y era mejor
abandonar, porque en los llanos de Alpanseque el viejo no tenía autorización
para cazar.
Dejó el coche en la misma senda
Galiana, testigo secular de trashumancias procedentes de los Cameros sorianos y
logroñeses. Se internó con el Tango en el llano. Y, de la carretera de Baraona
a la derecha, siguió las tablillas de Alpanseque.
Habían pasado muchos años pero no
se equivocó. El Tango seguía con él la linde pero, al cuarto de hora, cogió
rastro. El perro se desplazó a la derecha por el llano, llegó a unas cerradas y
el cazador vio apeonar al bando de perdices. No sujetó al perro porque las
perdices, de ningún modo, se hubieran
dejado acercar en aquel llano. El Tango las voló a la cuesta de Paredes, según lo
previsto. La primera fase estaba conseguida. Ahora tenía sentido meterse por la
gran cuesta.
Desde el alto Conchá, donde el
Tango había volado las perdices, siguió el cazador la linde hasta el barranco
Valhondo. Allí giró a la derecha y comenzó, sin bajarse demasiado, a coger la
cuesta.
Ni diez minutos habían pasado
cuando le salieron tres. Marró el primer tiro pero, al segundo, descolgó una
que, a causa de la pronunciada pendiente, cayó cien metros abajo. El Tango no
la vio y el viejo bajó con cuidado sin perder la referencia del punto de caída.
El Tango cogió rastro, dio con el pelotazo y al medio minuto tenía la perdiz en
la boca. Definitivamente el perro estaba saliendo con muy buenas trazas.
Siguió por la parte alta pero,
aunque volaron más perdices, no dio pique a ninguna y, por más que tiró a un
par de ellas fiándose del plomeo largo de la paralela del veinte, las marró. No
sabía si las tiraba tan lejos por la eficacia del veinte en la distancia o porque
su vista, engolosinada por los tiros largos, le engañaba en el cálculo.
Poco a poco fue bajando casi
hasta la carretera que discurre frente a Paredes y Rienda. Las perdices que
vio, avisadas ya, salían siempre largas.
Siguiendo por la parte de abajo,
casi por las labores, recordó, de cuando sus correrías con el Rafa, que había
dos oteros, dos pequeños cerretes, dos tesos casi cónicos, donde tenían las
patirrojas querencia por quedarse.
Llegó al primero y lo subió
despacio, cruzándolo en diagonal, con el perro delante. Y, al dar cara a la
salida del teso, cuatro o cinco saltaron de la parte de abajo, pero nuevamente
marró. Y, esa vez, estaba seguro de que salieron a tiro. De nada le valió
mosquearse consigo mismo.
Ahora sólo quedaba llegar hasta
el otro otero, ya pegando a la linde con lo de Valdelcubo.
Al cruzar un conjunto de tainas
abandonadas y diseminadas entre los dos cerros, varias perdices se le volvieron
por arriba. Y volvió a acordarse del Rafa que, cuando entonces, solía
apretarles por la parte alta y chistarle las que bajaban. Estaba bien recordar
al Rafa pero, ese día, sólo quedaba echarle de menos.
El Tango comenzó a adelantarse,
pero el viejo se dio cuenta de que el animal buscaba en las junqueras. Buscaba
agua porque en toda la ladera no había gota de ella. El manantial de siempre,
entre las tainas, estaba también seco.
Llegaron, a pesar de todo, al
otro otero, al de la linde de Valdelcubo. Y, de acuerdo, es cierto que el Tango
se adelantó un poco pero, las perdices, salieron por detrás de una ancha encina
que hay en su ladera y el viejo no pudo tirarles, porque no acostumbraba a
disparar a los sonidos. Mala suerte.
Subió a lo alto del teso.
Agotado, se sentó en una piedra. Miró al Tango jadear, con un palmo de lengua fuera,
tan largo como una gran loncha de jamón. Y el cazador se apiadó del perro y
vertió en una oquedad de la roca el medio litro de agua que llevaba y dejó que
el Tango, ansioso, la apurara.
Eran más de la una. Sabía que sus
fuerzas estaban ya semiacabadas. Sabía también que las perdices voladas, a esas
alturas, habrían subido ya nuevamente ladera arriba.
Fatigosamente subió la cuesta
describiendo ángulos para que se le hiciera llevadera la ascensión. Una vez
arriba emprendió el regreso hacia el coche intentando sorprender a los pájaros
en cada asomada que le pareció propicia.
En muy pocas botó alguna perdiz,
pero, cuando botó, siempre lo hizo por abajo a gran distancia. No tiró. No
tenía sentido.
En una de las últimas asomadas,
estando ya relativamente cerca del coche y dando vista nuevamente a la senda
Galiana, el Tango marcó antes de asomarse. Miró al viejo y le esperó, como con
deferencia. Y, cuando éste se asomó, saltaron dos perdices a unos cuarenta
metros. Afinó el veterano y cayó una.
Inmediatamente llevó al perro al
sitio de caída. Pero el Tango parecía loco por alejarse de aquel punto. Hubo de
llamarle varias veces y obligarle a rastrear. Pero la perdiz no aparecía. El
viejo tuvo al perro de aquí para allá un cuarto de hora por la zona, pero nada
lograron. ¡Qué decepción más grande, con las patadas que costaba abatir una!
Bajaron más abajo en la ladera.
Pero sin éxito. Sólo entonces reparó el cazador en que el Tango miraba
continuamente hacia abajo y emitía una especie de gemidos muy quedos. Animó al
perro. El Tango enfiló entonces cuesta abajo cada vez más picado. Su velocidad
era creciente y el viejo se quedó observándole, sin voluntad por seguirle, sin
fuerzas. Desapareció el Tango ladera abajo perdiéndose por las hondonadas. El
cazador no sabía dónde estaba, lo había perdido de vista, pero tampoco lo
llamó. Le esperaría y, cuando el perro se cansara, ya regresaría en su busca al
punto de partida.
Habían pasado más de cinco
minutos. El cazador ya estaba nervioso por la ausencia del perro. Temía que se
hubiese bajado hasta la carretera. Fue entonces cuando lo vio emerger de una
hondonada medio kilómetro cuesta abajo. El viejo afinó su vista y, a medida que
el perro trepaba por la cuesta y se acercaba, no se podía creer lo que veía. El
Tango subía con la perdiz en la boca.
No daba crédito a sus ojos.
Cuando el Tango le dio la perdiz no sabía qué halagos hacerle. Pero también
comprendió que contar esas cosas, a quien no fuera un gran aficionado o un
amigo, sería acrecentar la fama que de mentirosos tienen los cazadores.
Y el día, para el viejo, no pudo
acabar con más felicidad. Y se dio cuenta que esas alegrías eran, en él, una
amnesia para el cansancio. Al menos momentáneamente.
2 comentarios:
Tú sigue contando, que yo te voy acompañar por esa ladedas de Dios, mudo, observando cada lance, y me da igual que te vayas hacia Paredes o a Madrigal.
¿Qué te voy a enseñar a ti, Isidro, de la geografía de la provincia?
Sé que llevas en tu cabeza un mapa de ella mucho más fidedigno que las breves descripciones que yo me permito.
Así que te agradezco mucho que sigas estos relatos. Sobre todo por la gran consideración que te tengo (no sólo en el campo cinegético) y por conocer muchas de tus andanzas por esos campos y sierras. Aunque ya sé que no todas, porque eres una persona discreta.
Gracias y un abrazo.
Publicar un comentario