La media veda había terminado. El
cazador tenía por costumbre hacer balance, pues era un permanente anotador de
recuerdos y detalles. Así supo que había cobrado veintiocho codornices y dos
torcaces. Ningún motivo de orgullo, porque esa percha, hace unos cuantos años,
se solía colgar en la primera mañana de la media veda. Y, aún menos
satisfacción, porque, para tan exiguo balance, había empleado quince jornadas
que, a una media de seis horas, daban un tiempo aproximado de noventa horas de
búsquedas y caminatas zurciendo el
campo.
Sin embargo, creía que ese tiempo
campeando había producido un gran cambio en el Tango. Al menos, eso le había
parecido el último día. Pero tal suposición, sólo cuando la general se abriera,
podría constatarse.
El último domingo de octubre se
abrió la general en el pueblo. Los cazadores ese día estaban nerviosos y muchos
salían al campo con desasosiego. Eso hacía que, los más, cazaran
desordenadamente, poseídos por una vehemencia que les hacía, a veces, vagar sin
mucho tino. Las cuadrillas se cruzaban unas con otras estorbándose, en su afán
por buscar la caza en los parajes más querenciosos, especialmente, para las
perdices. En resumen, aquel primer día de caza fue, como lo eran todos los de los
desvedes, un día anárquico, desordenado, con tiros por doquier, los más, sin
fundamento, carreras e incluso imprudencias de todo tipo.
El viejo, al verse a solas con el
Tango, decidió eludir aquel maremágnum. Y, en lugar de meterse en las zonas
mejores, donde reinaba aquella confusión de cazadores, perros, prisas, voces y
escopetazos, buscó tranquilidad para intentar que el perro continuara con su
aprendizaje. Así que abandonó las zonas más querenciosas y propicias y buscó un
paraje que no estuviera concurrido.
Sabía que, para la caza, sobraban
las prisas y, aún más, la competencia. Era para él, por el contrario, un
ejercicio personal, concentrado, lento y de estrategia y, solamente, cuando
tenía las perdices delante, con total seguridad, solía dar un apretón. La
anarquía que reinaba en el campo, aquellos primeros días de los desvedes, le
descomponía y, su primer objetivo, consistía siempre en eludirla.
Quería que el perro anduviera
concentrado y no se despistara. Y, si era posible, cobrara alguna perdiz. Así
que se alejó de aquel tumulto buscando la suerte en lugares que la mayoría de
los cazadores descartaban.
Tomó el antiguo camino de Cardeñosa,
dejó el coche junto a las Cerradas del Abogado y, congraciándose de que la zona
estuviera desierta, se encaminó hacia la Viñuela.
Entre la Viñuela y el Barranco de
la Franciscona había una amplia zona que, por la parte baja, estaba poblada de
aliagas y espinos y, por la alta, abigarrada de macizos de biércoles y estepas
con algún que otro pino intercalado. Se formaba así una ladera, no muy
inclinada, en la que la erosión había trazado pronunciados surcos en la tierra
roja. Esas torrenteras, de vegetación rala y no demasiado profundas, se
intercalaban sucesivamente entre las espesuras de biércoles y estepas y, tras
atravesarlas, se terminaba dando en el barranco, más profundo, de la
Franciscona, cuya ladera, mucho más grande y empinada, daba sobre las viejas
huertas, perdidas y llenas de maleza.
Apenas cruzadas un par de
torrenteras y metidos cazador y perro de lleno entre los biércoles, saltó de
entre la fusca, a unos cien metros por delante, un pequeño bando de perdices.
El cazador notó que las seis o siete que salieron no estaban fogueadas, porque
dieron un vuelo corto. Apretó el paso y sintió latir su corazón como si fuera
joven. Mientras avanzaba a buen paso, iba rogando que la Naturaleza y el ojo le
permitieran hacerse con alguna. Y, más que en su ilusión de veterano, pensaba
en el aprendizaje del perro que, esta vez, podría finalmente cobrar alguno de
aquellos animales cuyos efluvios tanto le excitaban.
El Tango las barruntó, pues,
inmediatamente, bajó el hocico al suelo y empezó a caracolear entre los espesos
biércoles. Enseguida volaron de nuevo y el viejo tiró a una un poco larga, pero
la marró. El Tango iba muy picado y el cazador gozaba viéndole con aquella
especie de desasosegado nerviosismo.
No tuvo dudas, el segundo vuelo
había llevado a las perdices a la más inclinada y profunda ladera del barranco de
la Franciscona. Dio un pequeño rodeo por arriba para anticiparse a la huida de
las perdices y, además, aparecer por donde éstas no le esperaban. En cuanto
asomó empezaron a salir desperdigadas. Pero esta vez no quiso arriesgar y sólo
tiró a una rezagada que se quiso cruzar barranco abajo. La perdigonada alcanzó
a la perdiz cuando rebasaba como un cohete la copa de unos pinos y el viejo,
aunque no vio el punto de caída, supo que, muerta o herida, la tenía en el
fondo del barranco. Quizás, por la inercia alcanzada en su vuelo, a más de
treinta metros por debajo de donde la vio desplomarse en el aire.
Llamó al perro a la voz de “Muerta
está” y sin dejar de animarle bajaron los dos la empinada ladera. El perro,
excitado, descendía como loco y el cazador, atento, con cuidado de no perder
pie y romperse la crisma. Al trasponer los pinos, una maraña de maleza le hizo
comprender que el debut del Tango no iba a ser precisamente pan comido.
Siguió animándole a la voz de “Muerta
está”, en un tono que al perro debía darle certeza para que en adelante, cuando
lo oyera, supiera con seguridad que había pieza que cobrar.
Para su sorpresa el Tango
localizó enseguida el pelotazo de plumas donde la perdiz dio contra el suelo y,
describiendo olas en zigzag, siguió el rastro entre la maleza y, al cabo de
medio minuto, dio con ella. La cogió palpitante de entre las zarzas para satisfacción
del cazador que, entonces, cambió el tono de voz y, sin ir hacia el perro, sino
sesgando sin perderle de vista, comenzó sus alabanzas “Bien, bonito”, “Bien,
Tango”. A medida que el viejo sesgaba alejándose en diagonal, el perro
emprendió otra diagonal convergente con la suya, con la perdiz en la boca,
hasta que coincidieron y delicadamente, mientras le acariciaba la cabeza, se
agachó, le sopló en el hocico y el Tango dejó caer la perdiz en su mano. Las
caricias y los halagos al perro siguieron a tan sorprendente primer cobro. Y el
viejo no cabía de satisfacción en el chaleco.
Las demás perdices habían volado hacia
la parte más alta del Barranco de la Franciscona, casi hasta los Picachuelos.
El viejo se pegó una jupa tras de ellas sin obtener, pese a su esfuerzo, ningún
resultado. Pero notó cómo el Tango seguía con mucha más seguridad sus rastros
antes de que aquéllas saltaran, fuera de tiro, a más de cien metros.
Como las perdices, tras subir a
lo más alto, habían vuelto a descolgarse hacia los bajos, terminó el viejo
regresando casi al mismo punto donde las sacó. No había más remedio que
seguirlas, “el que no cazurrea, no coscurrea”.
Iba por un macizo de biércoles
que le llegaba hasta los muslos cuando, al llegar a una de las escorrentías, saltó
la liebre. No le dio tiempo a tirarle, como no hubiera sido a tenazón, pues la
rabona se metió a lo profundo del surco y sólo se dio a ver cuando traspuso por
el otro lado. Pero el veterano, que la estaba esperando aparecer, la alcanzó, pese
a todo, de chiripa. Y no sólo por lo distante del tiro, sino por la velocidad
con que entró en la fusca la rabona al dejar la escorrentía. Pero, como tenía
casi la certeza de que el tiro la había pillado, entonó de nuevo el “Muerta
está”, cruzó el barranquillo y el Tango, apenas llegó a la trayectoria seguida
por la liebre, se picó de inmediato con el rastro. No se equivocó, herida, la
liebre se había amagado pero, ante la presencia del Tango, saltó de nuevo. En
diez metros el Tango la agarró y, ya cantaba el cazador victoria, cuando la
liebre se puso a chillar, con tal fuerza, que parecía un gato furioso y el
perro la soltó, pues en su vida se había visto el can en semejante trance ni
sabía lo que era una liebre. Pero, apenas corrió otros pocos metros, la volvió
a agarrar y la soltó de nuevo entre sus chillidos y así jugó con ella tres o
cuatro veces. Cuando se acercó el cazador ya estaba muerta y con el perro
encima, ciego con ella, sin dejarla.
Recapituló que, para ser el
primer día, no podía haber pedido más: el Tango mordió perdiz y liebre y cobró
su primera perdiz y la trajo a la mano como es debido. Eso sí, de las siete de
la mañana a las cuatro de la tarde, ambos habían pasado nueve horas zarceando
por el campo.
El lunes, cuando cazador se
despertó, se levantó de la cama en varios tiempos.
2 comentarios:
Bueno, parece que el perrito aprende rápido y va aprobando los exámenes. Y su maestro, claro, tan contento y orgulloso.
Pero cómo cansa la enseñanza, ¿eh?
Sí, el perro iba aprendiendo. Pero, lo del cansancio de la caza, es cosa que sólo sabe quien lo experimenta.
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