El vigoroso Tango salió brioso
del corral, bufando por la emoción, jadeando por las ansias, brincando en torno
al cazador, como si quisiera abrazarle. Pero al viejo le pesaban las piernas,
le dolían los riñones y los tendones le tiraban como cuerdas resecas. Las
caminatas del jueves y de la víspera le tenían agarrotado.
Los cazadores locales sabían que,
para ese domingo, estaría cosechada la gran zona de girasoles donde todos creían
que anduvieron refugiadas las perdices el domingo anterior, el del desvede.
Así que el veterano, enemigo de
las aglomeraciones, buscó un paraje solitario. Dejó el coche junto a las
paredes de un prado grande y perdido. Se dijo que quizás no viera una pieza
pero, al menos, cazaría con la calma y la concentración que le gustaba y que, a
su juicio, era la idónea para continuar con la enseñanza de un perro nuevo.
Por otro lado, estaba tan cansado
de las caminatas de los días anteriores, que deseaba una caza lenta, casi de
paseo, de un vagar barzoneando por el campo, sin tener otra esperanza que
disfrutar de la lasitud de su propia desgana. El cuerpo le imponía lentitud. Se
daba cuenta de que su físico ya no daba, al menos ese día, para la rápida
persecución de las perdices y, en el fondo, casi agradecía lo remota que era la
posibilidad de que éstas aparecieran por aquellos solitarios páramos.
Además, no se veía a nadie en
kilómetro y medio a la redonda. Eso le encantó. Y, con todos los razonamientos
anteriores, comenzó a cazar.
Pero quiso el azar que todos sus
pensamientos se trastocaran y que aquella jornada, que se prometía a sí mismo
tranquila, no lo fuera.
Cuando bordeaba perezosamente el largo
prado, con la lentitud y la distracción propia del que nada espera encontrar,
todo empezó. De la esquina más alejada, voló inopinadamente el bando de
perdices. Iban aproximadamente una docena. Le salieron por la espalda, detrás
de una pared de piedra envuelta en zarzamoras, cuando ya las había rebasado. Se
volvió sobresaltado por el aleteo brusco e inesperado. Tiró mecánicamente,
atontolinado, sin recuperarse de la sorpresa, como en un sueño, y así marró
ambos tiros y, decepcionado por haber perdido la ocasión, las vio desaparecer planeando
con el viento a favor. ¿Dónde habrán ido a parar?, se dijo.
Tan cansado estaba que estuvo en
un tris de no seguirlas, de ignorar su repentina irrupción y de buscar muy
despacio la liebre, como si aquello de las perdices hubiera sido un espejismo
que nada tuviera que ver con él.
Pero, al pronto, reaccionó y se
dijo: “¿Tú que pintas aquí? ¿No querías cazar? Pues ahí las tienes. Te jodes y
tiras como puedas tras de ellas.” Y así se impuso en él ese sentido, algo
espartano, que la caza tiene.
Dio la vuelta y las siguió. Lo
hizo con harto dolor de su cuerpo, muy remiso a plegarse a su voluntad, pues
sabía que, de momento, había de caminar ligero, coger un ritmo rápido y, a la
vez, estar atento y listo para dar pronto con ellas y no perderlas.
Impuesta la diligencia, llegó en
pos del bando a la primera ladera y pensó, por la dirección del viento, que las
perdices, al echarse, se habrían escorado a la derecha donde había un roquedo
muy propicio para que, desde él, los pájaros le otearan y, saltando desde su alto,
le burlaran en cuanto se diera a ver.
Para evitar eso, en lo posible,
entró al roquedo por su parte baja, tapándose con el propio terreno todo cuanto
pudo. Pese a sus esfuerzos por ocultarse, enseguida saltaron algunas, pero no
todas. No pudo tirar a las primeras. Al dar la vuelta por completo al roquedo,
en el último instante, le saltaron tres por encima de la cabeza y aunque puso
su mejor intención en echar dos al suelo, sólo una cayó en lo limpio y quedó
inmóvil a unos cuarenta metros.
Ya no volvía de bolo, se dijo. Y
la idea le alegró. Y aquella perdiz le encandiló el rescoldo de la caza, el
mismo que el cansancio tenía casi sofocado. El Tango no la vio caer y andaba
como loco con el rastro de las otras por el roquedal. Pero el cazador, lejos de
cobrarla, le llamó con el tono y las palabras de pieza abatida: “Tango, muerta
está, muerta está”. Rápidamente vino el perro y buscó la perdiz de nariz,
localizó el pelotazo y enseguida la cobró y se la trajo. Buena nota para el
perro.
Las perdices se habían
desperdigado, que para eso se inventó este verbo partiendo de su nombre. La
mayor parte de ellas a favor del viento. Eso no era bueno para el viejo. Así
que dio un gran rodeo para, después de subir por el páramo un kilómetro, bajar luego
con el aire dándole en la cara.
Siempre que hacía esta maniobra,
de cogerles el aire en contra, se acordaba de su amigo Vicente: “Únicamente los
gilipollas cogen las perdices con el viento en la espalda y voceando al perro,
sólo les falta ir cantando.”
Apenas inició la maniobra de
bajada, el perro recibió los efluvios de cara y comenzó a picarse fuertemente
pasando de unos estepares a otros y cazando, no por derecho, sino en zigzag,
como mandan los cánones y tanto le gustaba al cazador. Era un placer ver al
Tango tan encelado, tan centrado. Y eso hizo que el veterano, disfrutando de
ver cazar al perro, se olvidara del cansancio con que empezó la mañana.
Muy concentrado y atento, bajaba
tras el perro. Enseguida, de uno de los estepares que el perro movía, saltó una
perdiz. La perdigonada la alcanzó a unos cincuenta pasos y aunque, tras caer,
intentó correr, el Tango la cobró a treinta metros de donde dio en el suelo.
Esta vez la vio y no hubo que avisarle de que la cobrara. Se la trajo y recibió
las felicitaciones de rigor.
Con dos perdices estaba feliz.
Pero teniendo más pájaros sueltos por allí no podía irse a casa y perder la
oportunidad de que el perro siguiera aprendiendo o, según se mire, enseñándose.
Así que pudo de nuevo más su ilusión que el plomo de sus piernas.
Siguiendo con el derrotero que
llevaba, vio saltar otra. No le tiró pero notó que llevaba una pata colgando. Al
ver lo de la pata, siguió la dirección de la perdiz. Pensó que quizás la
hubiera herido cuando salió el bando o que también podía estar así de otra
jornada. Pero, en cualquier caso, no apeonaría mucho y, si daba con ella, tenía
posibilidades de cobrarla.
Fue con mucha paciencia batiendo
todos los macizos de broza donde podría haberse quedado la coja. Anduvo muy
concentrado en su búsqueda. Miró cada grupo de aligas, cada puñado de estepas,
cada mancha de biércoles. Pero la coja no apareció. Y, cuando más concentrado
estaba en su tarea, fue una media liebre, una farnaca, la que le saltó, cuando
menos lo imaginaba, del borde de unos biércoles. La sintió muerta antes del
tiro. Un error que se comete algunas veces. Apuntó sin precipitarse pero, justo
al disparar, quebró la liebre junto a un matojón, como si hubiera intuido el roce
de su dedo en el gatillo. La tapó la broza y, cuando ya la daba por muerta, la
vio aparecer lejos. De nada sirvió ya el segundo tiro, de nada la carrera del
Tango tras de ella. El exceso de confianza le privó al viejo de una pieza que
sintió colgada antes de disparar. Sólo le consoló de su torpeza el pensar que
llevaba dos perdices y eso ni lo había imaginado al salir aquella mañana.
También lo sintió por el perro, que comenzaba a acostumbrase a cobrar después
de oír un tiro. Y pensó que esos fallos clamorosos debían desanimar también a
los canes.
Pero volvió sobre sus pasos y recorrió
otro kilómetro hacia arriba en su búsqueda con el viento de cara y en silencio,
según los cánones del recordado Vicente.
Gozó viendo cómo las perdices, ya
avisadas, saltaban a distancia. El terreno, excesivamente llano, no era
propicio para que se aguantaran. Pero no cejaba el perro, pese a todo, y se
esmeraba y seguía los rastros sin parar. Esto hacía que el corazón del cazador
palpitara de continuo al ritmo de la emoción. Y, sobre todo, que no dejara de
admirarse de las buenas maneras del Tango. Sus horas de trabajo con él estaban
dando fruto y notaba que se entendía con el perro. Y, lo bueno de los perros, tan
distintos a los humanos, era que lo que aprendían ya jamás lo olvidaban.
En línea recta estaba a unos dos
kilómetros del coche. Entre aquellas idas y venidas, vueltas, búsquedas, desviaciones
para mirar rincones y registrar todas las pequeñas asomadas del terreno, el
tiempo había volado y eran casi las dos de la tarde. Sin duda tenía que tomar
el camino de vuelta. Sus fuerzas estaban al límite. Se preguntaba por dónde
regresar para que, en la vuelta, tuviera, ya que tenía que volver de todos
modos, alguna posibilidad de dar con caza.
Un lejano canto orientó su
brújula mental. Emprendió el camino sorteando pequeñas vaguadas con manchas,
aquí y allá, de estepas. El perro iba siempre animado por algún rastro, de modo
que no le dejaba relajarse.
Hizo un extraño el Tango en un
apretado grupo de estepas que al cazador le llegaban a los hombros. Pero era
tan tupido, que si alguna caza había allí sólo saldría pisándola.
Hizo un esfuerzo y se metió a
machote entre las matas. Al poco sintió algo a sus pies. Al pronto pensó que,
en semejante espesura, tenía que ser el desencame de un corcino. Sentía su
mota, sin distinguirla, correr apresuradamente bajo la maleza.
El viejo no recuerda si lo dijo o
sólo lo pensó: “¡Qué coño el corcino. Es una liebre como un perro!”
Pero no podía disparar a algo que
no veía y cuyo bulto, a gran velocidad, apenas vislumbraba bajo la espesa
fusca. Dudó mucho de que se hiciera con aquella liebre. Era de las que ves que
se van sin remisión. No podía disparar a ciegas. Pero, por fortuna, se reportó
y siguió su sonido entre la espesura con los cañones de la escopeta. Al fin
salió por un extremo. En apenas dos metros con visibilidad la revolcó y a los
pocos segundos el Tango se lanzó a por ella y la levantó orgulloso en la boca,
caminó con ella ocho o diez metros y la dejó en el suelo. Entonces reparó en
que el Tango estaba tan cansado como él. Aquel liebrasco pesaba lo suyo.
Llegó a casa reventado, pero
contento por el día que, sin esperarlo, había pasado. Y sobre todo, cada vez
más ilusionado por la actitud del nuevo perro.
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