Era el último día de la media
veda. Y, aunque el viejo no tenía esperanzas de disparar siquiera, seguía con
su afán por enseñar al Tango. No había conseguido que hiciera botar una codorniz
en toda la media veda. El viejo sabía que era improbable que sacara una en el
último día. No las había habido en abundancia ni al comienzo y si, ni para
perros viejos, es la codorniz tarea fácil, cuánto más para aquel cachorro que
ni las barruntaba.
Salió con él al Hontanar de
amanecida. Pero, apenas comenzó a cazar, escuchó unas voces inconfundibles:
- ¡Rita,
rita-rita-rita-rita! ¡Rita, rita-rita-rita-rita!
Y, enseguida, supo que se
acercaba el Juan Pedro con su hatajo de ovejas y que, de aparecer a aquella
hora temprana, iba a dejarlas a su careo entre los rispiones del trigo, cerca
del manantial, para que no les faltara de nada y se amorraran a la sombra
cuando el hartazgo y el calor les acuciaran.
Como, cuando aparece ganado, éste
tiene prioridad y la zona se convierte en zona de seguridad, el viejo se marchó
del paraje. Al Juan Pedro le dio con la mano desde lejos. El de las ovejas entendió
y el viejo quedó bien, tanto con el pastor, como con el severo reglamento de la
caza.
Cruzó hacia las laderas del Cerro
de la Horca y se entretuvo obligando al perro a pisar las malezas de aquellos
ribazos que hacían de cabecera de rastrojos. Pero, como el perro era bisoño y
apenas había codornices, el Tango desfogó sus fuerzas en carreras inútiles,
vueltas y más vueltas sin conocimiento, pero, como era de esperar, no sacó
nada. Sus despistadas idas y venidas y sus alocados saltos sin bajar la nariz
no servían. La codorniz, aún abundando, requiere perros constantes, cachazudos
y perseverantes, cosas que a los perros y a los hombres, solamente, y no
siempre, proporciona la edad.
Se fue luego al paraje de las
Cuevas, donde hay un abrevadero para el ganado, para que el perro bebiese, pues
tenía por una crueldad grande mantener a los perros de caza largo rato sedientos.
Por las Cuevas, aparte de agua,
tampoco vio nada. El perro sació su sed y se revolcó feliz en el charcón. Así que
cruzó a los rastrojos de las Lagunillas y los Azules donde continuó sin que su
suerte mejorara. De allí enfiló hacia el Bacho Guadiña, por ver si había algún
prado sembrado de cereal, pero ese año no los había. Parece que tocaba dejarlos
de barbecho.
Eran las doce de la mañana. El
cazador, más que cansado, estaba aburrido por el discurrir tedioso del día e
iba ya a volverse. Fue entonces cuando, por pura casualidad, vio un lejano
bando de perdices que voló, arrancando de un baldío, y, sobrevolando dos
cerradas de piedra, planeó en dirección a las tierras de labor. Como no tenía
mejor desempeño ni otra proporción más atrayente, se le ocurrió ir tras de ellas.
No las siguió por tirarles, que
no era su tiempo ni la orden de vedas lo permitía, sino por ver qué hacía el
perro. El Tango aún no había visto una perdiz en su corta vida canina. Así que
el viejo tenía mucha curiosidad por ver la reacción del animal.
Había pasado la mañana corriendo
tras cualquier pajarito, pero obedeciéndole siempre cuando le llamaba. Pero,
¿qué pasaría con las perdices?
Al llegar al baldío de donde
saltaron las patirrojas, ocurrió lo inesperado. El Tango pegó el hocico al
suelo. Ya era hora de que este perro empezase a bajar la nariz, se dijo el
viejo. El Tango comenzó a mover nervioso el corto rabo y caracoleó excitado de
una mata a otra. Una vez más el cazador se admiró del maravilloso influjo que
el rastro de la perdiz produce en los perros. Sin haber visto nunca una de
ellas, el Tango sucumbía a esos efluvios que, para los perros de caza menor,
deben ser como los de Chanel o Dior para algunas señoras.
Llevó al perro en dirección al
lugar donde voló el bando. Tras las cerradas, en mitad de los ocres de una
terronera, junto a unos cenizos que habían arraigado en su centro, estaba el manojo
de perdices. Saltó el bando entero, junto y a distancia, en cuanto las aves les
divisaron. Pero el perro no las vio y el viejo, nuevamente, le condujo hasta
los cenizos desde los que saltaron. El Tango no parecía el mismo. Con la nariz
pegada al suelo parecía que quería beberse los terrones. Al cazador le estaba
encantando la actitud del Tango, sus horas de rodaje en el campo empezaban a
dar resultados.
Las perdices, en su vuelo, habían
sesgado hacia los herbazales de encima de las Cuevas. Se encaminó hacia allá
sujetando al perro con la voz y controlando con llamadas secas su tendencia a
irse más lejos de la cuenta.
Al llegar a los herbazales el
Tango iba loco de nervios, cerca del cazador, pero verdaderamente entusiasmado
con el aroma que las aves dejaban al apeonar. El viejo le bajó a contraviento
para que usara mejor la nariz y, de este modo, comenzó a caminar muy lentamente
por el herbazal de abajo a arriba. El perro iba a su izquierda y subiendo,
picado y requetepicado por un rastro que no sabía a qué animal correspondía pero
que, sin duda, le atraía como un imán gaseoso. Repentinamente hizo una muestra,
la mirada fija varios metros delante, una mano en el aire y el rabo tieso. La
perdiz aguantó tres segundos y saltó con el brusco estrépito de su aleteo a
cinco metros del perro. El viejo ni siquiera levantó la escopeta pues, de
haberlo hecho, la costumbre le habría traicionado y, tras tomar los puntos,
habría venido la perdigonada. Y los pecados contra la Naturaleza no los puede
perdonar nadie, porque le insultan a uno desde dentro y se arrastran hasta el
fin de los días en la mala conciencia. Aunque de pecadores estaba el mundo
lleno, y más, el cinegético. Y el viejo conocía a algunos que, en el campo,
tenían perdido, y aún olvidado, ese concepto de pecado que a él tanto le abrumaba.
El perro dio cuatro saltos tras
la perdiz volada y miró al viejo, cómo diciendo: “¿Y a esta maravilla por qué
no le tiras, tío vaina?”
Pero el viejo sabía que el perro
acababa de hacerle el mejor regalo: una muestra. Y no a los pajaritos, como solía,
sino a toda una perdiz. Una muestra majestuosa, la postura por excelencia. Y al
viejo esas cosas le emocionaban.
Subió el cazador un poco más y
enseguida voló el perro otra.
Y ya los dos, como un perfecto
tándem, comenzaron a mirar el resto del herbazal. El Tango con la nariz en el
suelo y el cazador con los ojos atentos. Y el perro comenzó a parecer un perro
de caza y el cazador, seguramente, un alma cándida que no tiraba a las perdices
fuera de temporada. Y, mirando al Tango, se preguntó el viejo cuál de los dos actuaba
de un modo natural y, sin dudarlo, supo que no era él, sino el perro.
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