Ese domingo cazó un rato en mano
con los dos compañeros de siempre. Dieron una mano por los Alcobanes,
principalmente por lo del Altillo Redondo y la Muela.
Hicieron lo difícil, que fue
desalojar a las perdices de los altos. El veterano sabía que, tras más de dos
horas de persecución, las tenían cansadas y desparramadas por los bajos. Había
que vencer el cansancio proporcionado por las cuestas. Sería bueno recobrar los
pulsos y recuperarse de los sudores. Pero, también, era el momento de
perseverar, de recorrer las irregularidades onduladas de los sotos tupidas de
maleza, de registrar arroyos y chorreras y de mirar, en general, los
escondrijos que se encierran entre las zonas de labor y sus aledaños. Pero sus
compañeros de mano se conformaron con haber tirado cuatro tiros al recorrer las
laderas y finalizaron la caza precipitadamente, con la clara intención de irse
a almorzar al bar El Pesebre.
Sin poderlo remediar, en la
vuelta al coche, recorrió despacio una vaguadilla poblada longitudinalmente de
aliagas que pillaba de camino. El Tango, que no se separaba de él, se picó de
inmediato. Y daba gusto verle cazar entre aquella espesura, zigzagueando y, de
vez en cuando, sacando la cabeza entre las brozas para localizar al cazador. El
veterano sabía que no era vano el interés del perro. Y, entre dos arroyuelos,
en lo más espeso del macizo de aliagas, fue a saltar la perdiz sin dar lugar al
perro a ponerse de muestra. Salió hacia arriba, pero no lejos, y el viejo no
tiró hasta cubrirla bien, pues la precipitación hubiera dejado bajo el tiro. La
perdigonada elevó un punto más al pájaro en su impulso y la perdiz cayó
desmadejada. En cuatro brincos el Tango la cobró.
-Lo estáis
viendo. Ahora es el momento de hacerse con ellas- voceó a sus compañeros,
esperando que el hecho tuviera alguna influencia sobre ellos.
Pero no la tuvo, porque le
contestaron:
-Quita, quita.
Que tú tiene mucho vicio. Nos vamos a almorzar, que ya hemos andado bastante.
Regresaron al pueblo y el
veterano, sin entrar en la casa, metió al Tango en su coche y volvió, en
solitario, a continuar la jornada de caza. Cada día de campo era para él un don
precioso que nunca quería malrotar.
Como solía, buscó un paraje
tranquilo. Dejó el coche en la orilla de un camino y comenzó a cazar,
deambulando despacio, fijándose en el perro.
Apenas traspuso unas cerradas
recién labradas, con el viento de cara, el Tango pilló rastro en lo más limpio.
Pero esa vez las llamadas y las voces no hicieron que se detuviera. El cazador,
por vez primera, se mosqueó seriamente con el Tango. Pero viendo que el perro
avanzaba, cada vez con más seguridad, siguiendo un rastro reciente que el
viento le servía de cara, decidió hacer de la necesidad virtud y, sin dejar de
observar al perro en la lejanía, se escondió tras un tupido espino. Detrás, a
veinte metros, quedaban las cerradas recién labradas mostrando los terrones de
tierra roja.
Efectivamente, era lo que había
imaginado: la perdiz. La sacó a unos cuatrocientos metros de entre unas retamas.
Y, como supuso, tomó el pájaro el viento de cola y voló en dirección a él. La
perdiz no podía verle, amagado como estaba tras el ancho espino.
Venía la perdiz volada a veinte
metros de altura sobre el suelo y, a su velocidad, había que añadirle el empuje
del viento. Se le iba a cruzar a unos cuarenta metros a su derecha, pero, a
aquel cisco endiablado que el pájaro traía, casi seguro que se le escaparía. El
cazador, que nunca había sido tirador de ojeo, sabía que tenía muy pocas
probabilidades de acertarla. No obstante, se concentró en la trayectoria y
velocidad del pájaro y, sin dejar de mover el brazo, adelantó el tiro lo que su
cabeza, guiada por el ojo, le mandó.
Notó que la había tocado. Pero en
su descenso, por la gran inercia que traía, pasó las bardas de la cerrada y fue
a pegar un impresionante pelotazo, a cincuenta metros, en el centro de los
terrones. Pero, inmediatamente, se enderezó y apeonó velozmente hacia la barda
opuesta, cubierta de espinos y maleza. El viejo no podía acortar los casi cien
metros que le separaban de ella pues, al correr, se clavaba en la tierra blanda
recién roturada. Al tiro, enseguida vino el Tango. Fueron a la barda donde vio
desaparecer a la perdiz. A los pocos segundos el Tango estaba de muestra. Pero
los espinos de la barda eran impenetrables. El perro sabía que allí estaba pero,
entre los recios troncos de espino, ni la cabeza le cabía. Cazador y perro
saltaban de un lado a otro de la barda, ambos nerviosos, pero sin resultados.
Hay veces en que una pieza es
incobrable, se dijo el cazador. Pero, pasando otra vez al otro lado de aquella
barda, de piedra envuelta en maleza, el Tango cogió rastro. Tal vez,
despavorida, la perdiz se hubiera salido de aquella fronda cuando no la veían y
trataba de huir por el otro lado.
El Tango avanzaba despacio, con
la nariz pegada al suelo pero cada vez más seguro y más picado. Habían bajado
unos cien metros siguiendo las paredes de aquellas cerradas. El Tango se quedó
de muestra. Como quiera que el perro no se lanzaba, se fue aproximando
lentamente el viejo. En un tramo roto de la pared había una gran losa de
arenisca de dos metros de larga, casi uno de ancha y con un grosor de un palmo.
El cazador animó al perro y éste se lanzó hacia la roca y metió la cabeza por
un agujero bajo ella. De allí no había quien le quitara. El cazador se tumbó en el suelo y empujó a un
lado al Tango. Conseguía vislumbrar a la perdiz. Tumbado, metió el brazo
lentamente y consiguió agarrarla de la cola pero el pájaro se zafó y quedó el
cazador con las plumas caudales en la mano. A tentón, y con un gran esfuerzo,
profundizó cuanto pudo con la mano y sintió que la tenía asida de una pata.
Cuando la sacó, comprobó que el tiró solamente le había roto la punta de un
ala. Y, en lugar de regañar al Tango, tuvo que felicitarle pues, la faena de la
cobranza, bien le valía el perdón a su terca desobediencia.
Al viejo le encantó la faena del
perro. Pero apenas tuvo tiempo de disfrutar pues vio que dos cazadores venían
en la línea que el llevaba. Pero, ¿es que no le habían visto? ¿Es que tampoco
habían visto el coche? ¿Qué coño hacían metiéndose encima?
Pero como cazar de mala leche le
parecía aún peor que discutir, cambió de dirección y cruzó unos prados, en dirección al monte,
tras los que había una maleza tan tupida que solía disuadir a perdiceros
impacientes como aquéllos.
Con tal de cazar en paz, dejó que
aquellos dos siguieran su camino, y comenzó a registrar aquella maleza con el
Tango. Eran estepas grandes y tupidas que apenas le dejaban avanzar y, a veces,
le superaban en altura. A la salida de las estepas dio con un tremendo macizo
de biércoles, tan espesos que hacían que el Tango tuviera que cazar tan
lentamente que perro y cazador, trabados por la maleza, parecían moverse a
cámara lenta.
El viejo no solía cazar en zonas
tan espesas pero le daba la impresión de que al Tango le gustaban. El perro
parecía serenarse en ellas y registrarlas con más lentitud de la habitual.
Y pisando aquellas brozas, casi
debió pisar a la rabona porque ésta le salió de los pies quebrando entre las
matas. Con el sobresalto fue incapaz de reportarse y se le fue el primer tiro y,
naturalmente, lo marró. Pero se serenó y afinó con el segundo cuando la rabona
salía de los biércoles y entraba en las estepas. Tenía fe en haberle pegado
pero enseguida se la confirmó el Tango cuando, al medio minuto, salió de las
zarzas con la liebre en la boca.
Dos perdices y una liebre. Casi
le dieron ganas de volverse a casa.
En lugar de eso decidió irse al
coche y aligerar el peso. En su camino hacia el vehículo, cortó por un prado y,
al saltar su tapia, notó que el perro se lanzaba. Tenía un zarzón delante.
Eligió la parte izquierda, ganándola de un salto, para tener visibilidad. Se
equivocó. La liebre salió tapada por la parte derecha y sólo la vio trasponer a
cien metros seguida por el perro con codicia. Mala suerte. A veces las
oportunidades son a cara o cruz.
Dejó la caza en el coche y,
sabiendo que aún tenía la tarde por delante, se animó a subir hasta una vieja
taina en cuyas inmediaciones, a esas horas, solía refugiarse alguna perdiz
volada, acosada por la zona baja durante la mañana.
Para llegar a la taina tuvo que
recorrer espacios limpios y notó que al Tango, en tales zonas, le daba por
adelantarse demasiado.
Pero, cuando llegó a la zona
deseada, se puso a la cola del perro y decidió seguirle simplemente, sin
mandarle. El paraje no era muy grande pero sí alargado. Estaba rodeado de
aliagas y algunas estepas aunque, en su centro, pugnaban los biércoles por
cubrir el suelo entre cuatro o cinco encinas salteadas.
Al entrar en la maleza, el Tango
se picó de inmediato. Al llegar a la zona central se quedó de muestra. Y, aunque
el viejo se metió casi encima, no la deshacía. Por el extremo inferior de
aquella matojera alargada arrancó una perdiz fuera de tiro. Supuso que había
sido su rastro lo que tenía tan fijo al Tango. Pero el perro no rompía la
muestra. El cazador se metía encima. Pero nada. El Tango dio un gran brinco y
otra vez se puso de muestra. Estaba tan espeso de matas que el cazador pensó que
podría ser un perdiz alicortada. Animó al perro. Éste cambió de posición con
otro brinco poderoso pero volvió a quedarse de muestra.
¡Saltó! Y claro que tuvo que
saltar. Pero literalmente, porque, para poder salir de allí, la liebre dio tal
par de saltos que, en uno de ellos, el cazador no se contuvo y la tiró en el
aire. Pero la marró y sólo cuando salió de la maleza y cogió carrera la apuntó
con serenidad y la revolcó. El Tango la cobró enseguida y el cazador celebró
que no se le hubiera escapado una pieza en la que el perro puso tanto empeño.
Con otra liebre pensó en volver
al coche. Sin embargo decidió bajar antes a un pilón de las ovejas para que el
Tango bebiera y se refrescara. Ambos bebieron y descansaron unos minutos,
porque el cansancio ya había empezado a comerle al viejo las fuerzas.
Cuando salían del la zona del
aguazal donde refrescaron, iba el cazador tan cansado que la mínima cuesta le
pesaba. Pero tenían que salir de aquella hoya para volver al coche por el
camino más corto.
No sé en qué iría pensando el
viejo, pero fue visto y no visto. Una liebre se le cruzó un instante entre dos
zarzas y, saltando a un camino, giró y se perdió de vista. El tenazón que soltó
se lo tragó la tierra del camino. De nada sirvió el carrerón del Tango. La
había marrado. Y se dijo que, sobre lo inesperado de su aparición, a ésta la
había fallado por cansancio. La fatiga, a veces, interfiere en la rapidez y en
los reflejos. Pero así fueron las cosas.
Luego pensó el veterano en su
gran fortuna en aquella jornada pero, al tiempo, se dijo que si fuera contando
por ahí que había visto cuatro liebres, le llamarían embustero. Para qué dar
tres cuartos al pregonero.
Comenzaba a caer la tarde. Tomó
la línea más recta para volver al coche, acuciado por las ganas de llegar a él
y dar fin a la larga jornada.
Al acercarse a la zona de donde
salió la liebre de los saltos, el Tango se picó de nuevo. Supuso el cazador que
aún eran los efluvios en el aire del pelo de la liebre saltarina. Pero el Tango,
terco como un mureco, no paraba de picarse y brincar ansioso entre las brozas.
Estaban unos cien metros más arriba de donde salió la liebre de los brincos. El
viejo, tirando del cuerpo y a desgana, se metió por los biércoles de arriba por
contentar al perro, que parecía que quería tirar de él a toda costa. En mitad
de las matas se paró y, como si el Tango hubiera llegado al punto de
entenderle, le habló en voz alta:
-Ves como no
hay nada, cabezón. Lo estás viendo, pedazo de mastuerz…
Y la liebre le sorprendió
arrancando casi de sus pies hacia atrás. Salió como una exhalación a campo
abierto y el viejo, limpiamente, le dio la trompiquilla al primer tiro.
Regresó a casa con las tres
liebres y las dos perdices y, sobre todo, con la convicción de que no volvería
a dudar del Tango. El perro no sólo había culminado su aprendizaje, sino que
empezaba a enseñarle a él. Y eso, a los ojos del veterano, era lo mejor que
podía decirse de un perro.
Por otro lado, pensó que, o bien
el año era bueno de liebres o era que el Tango era un especialista en
espesuras. Y es que otros años, con otros perros, y por los mismos lugares,
jamás vio cinco liebres en un día.
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