Al viejo aún le chirriaban las
articulaciones por causa de la soba del domingo. Pero aquel jueves podía cazar
en lo de Imón. Y, como solía ocurrirle, la vana ilusión le inundó el ánimo
igual que la niebla abraza los cerros. Y la imaginación se impuso, una vez más,
al realismo del cansancio con que el cuerpo pretendía disuadirle.
A las seis de la mañana estaba
desayunando en una churrería y, más o menos al amanecer, tras hora y cuarto de viaje, estaba en el
pueblo recogiendo al Tango.
En Imón, por un camino que deja a
su izquierda las viejas salinas que un día abastecieron a Madrid, se sube a las
Miruacas, un val entre dos cerros: La Viña Redonda a la derecha y, a la
izquierda, Castilviejo. Ambos con cotas que superan los mil metros.
En el val dejó el coche y, enseguida, comenzó a subir, en diagonal y
lentamente, la ladera de Castilviejo llevando al Tango, gozoso de impaciencia,
en vanguardia.
Se ilusionó porque a los diez
minutos volaron tres perdices y, tirando tras ellas, subió arriba del cerro,
hasta donde éste linda con lo de La Olmeda. Esto le calentó el cuerpo, aunque
no consiguiera dar pique a las perdices.
Pero su impresión inicial fue
engañosa. Las pocas patirrojas, en aquel cerro de vegetación baja, salían siempre
en los demonios, aunque a él le daba gusto ver al Tango volviéndose loco con
los rastros.
El cerro de Castilviejo tiene más
de un kilómetro de largo y sus laderas son pronunciados cotarros con una
vegetación rala, plantas espinosas y escasos majuelos, donde las perdices
aguantaban difícilmente la caza al salto y el cazador se veía permanentemente
mecido por la difidencia y el desánimo, por más sigiloso que fuese su rececho.
En su extremo norte, Castilviejo,
linda con otro cerro de parecidas dimensiones y altura, que se llama el
Montecillo y que está a la derecha de Castilviejo comunicado por una vaguada
que llaman el Portillo. En ambos cerros se cansó el cazador de subir y bajar,
de escudriñar macizos de aliagas y de mirar con atención todas las asomadas que
el irregular y pedregoso terreno le proporcionaba. Los dos cerros resultaron
dos moles rocosas muy fatigosas de andar, donde las cuestas no daban reposo y la
escopeta era un adorno, pues las perdices no se dejaban acercar y la
probabilidad de sorprenderlas era muy remota.
Rodeó las lindes con Bujalcayado
y La Olmeda, pero no hubo manera. Dio con los restos de una liebre, apenas cuatro
pellejos, que el zorro había devorado. Pero, por más patadas que dio, ni vio liebre
alguna ni perdiz que le saliera a tiro. Todas, las pocas que volaron, salían,
como poco, a cien metros, zumbando como obuses.
El terreno era un pedregal y los
pocos eriales estaban secos y duros y por ninguna parte había gota de agua.
Solamente en el oquedal de una roca pudo beber el Tango algo de agua de lluvia.
No tiró un tiro y a las dos de la
tarde estaba derrengado y se sentía incapaz de salvar el gran cerro que le
separaba del coche. Cerró los ojos e imaginó que un par de ángeles le
trasportaban en volandas y le dejaban junto al vehículo, pero no aparecieron
los seres celestiales. Y es que el descreimiento, algunas veces, no está reñido
con la ilusión que nace de haber tenido una educación cristiana, amenizada en
la infancia por los bonitos relatos de la Historia Sagrada.
Así que, con toda la humildad que
da el estar extenuado y derrotado, comenzó el viejo a subir la tremenda y
accidentada ladera. Lo hizo en zigzag salvando como pudo las masas de rocas y
pedruscos y temiendo, por las pocas fuerzas que le restaban, dar de bruces
entre los guijarrales.
El Tango iba mohíno y casi tan
cansado como él, y se miraron, y no supo decidir el veterano cuál de los dos
sentía más pena del otro.
Al final llegaron al alto. Ya en
la larga ladera de bajada al coche, aún tuvo fuerzas para acercarse a un gran
macizo de aliagas, aquél donde en la mañana salieron las tres perdices tempraneras.
Tenía la nimia esperanza de que, si allí habían dormido las perdices, bien
pudiera haberlo hecho la liebre y quedar encamada, sin saltar, por su paso
presuroso de horas atrás. Y es que al viejo siempre se le iban ocurriendo
posibilidades, por más remotas que éstas fueran.
Apenas iniciada la entrada en las
aliagas, el Tango fue y se puso de muestra. El cazador se sobresaltó por la
emoción, por vez primera, en aquella monótona mañana. Ya está: la liebre. Lo
pensó al tiempo que se preparaba y alargaba el pescuezo, mirando con codicia
cualquiera de las posibles salidas de las matas. Pero quia, contra lo que esperaba, saltó una perdiz que,
esa vez, en lugar de tirar hacia adelante, voló en semicircunferencia a su
izquierda y bastante por debajo. Fue un tiro velocísimo, pero la vio caer allá
abajo tras unos pirliteros y el perro también se percató. El Tango bajó en
menos que se persigna un cura loco e, inmediatamente, se volvió a quedar de
muestra frente a los zarzales. Pero esta vez se lanzó al segundo y a los pocos
instantes venía ya hacia el viejo con la perdiz en la boca.
¡Qué halagos le hizo al Tango,
sólo le faltó besarle!
Y ese pequeño éxito fue el que le
salvó el día pues, la postura y el cobro, fueron más propios de un perro viejo
y resabiado que de un cachorro de once meses.
El cansancio, ante aquella
descarga de emoción, se le pasó al cazador de repente, como por milagro. Al
final, fueron siete horas de cuestas y más cuestas jugando al “que te cojo” con
la decena de perdices que le burlaron de continuo a lo largo de la mañana. Y,
la escopeta, fue un peso inoperante que sólo le sirvió en aquel último instante
de fortuna. Pero así es la caza.
La emoción fue efímera, el
cansancio fue más duradero. El cuerpo, que no olvida, le mostró al viejo sus
rencores los días siguientes.
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