Durante los siguientes días
hábiles de la media veda, el viejo fue de caza. No lo hizo por las codornices,
que eran muy escasas, sino porque el Tango no perdiera jornadas lectivas.
Sabía que las horas de campo eran
para los perros como las horas de vuelo para los pilotos. Y no le importó
volver apenas con dos o tres codornices cada día, y alguno con ninguna, con tal
de que el nuevo perro se fuera fogueando. Y, amadrinado como estaba con las
perras, comenzase a imitarlas buscando y, sobre todo, obedeciendo cuando se le
llamaba.
Durante aquellas jornadas
deambularon por muchos parajes: El Hontanar, la Bragadera, los Alcobanes, los
Azules, la Mimbrera, Cerro Pozo y otros lugares en los que el perro se fue
endureciendo con horas de caminata, sed, sol, rastrojos, junqueras y aliagas.
Aunque, como todos los cachorros, tuviera la tendencia innata a correr tras
cualquier cosa y no sacase codorniz alguna.
Fue un domingo de septiembre. El
viejo sacó sólo al Tango. Al principio el perro, como solía, iba buscando sin
parar a las perras que, hasta entonces, habían sido su guía. Como andaba
despistado en ello, el viejo se escondió. Cuando el perro se sintió perdido,
hubo de buscarle y, a partir de ese momento, el perro entendió que su nueva
brújula era el viejo. Durante las seis horas de campo le fue inculcando la
costumbre de no perderle de vista porque, si no se convertía en su referencia,
el perro, en lugar de cazar para el cazador, cazaría a su aire y eso no era lo
buscado. Naturalmente, para que esta costumbre se asentara era necesario que el
perro empezase a cobrar alguna pieza. Pero esto era difícil por la escasez de
codornices, tórtolas y torcaces, únicas especies a cazar.
Así que, aquella mañana del debut
del cachorro en solitario, llevó al perro a la zona del Hontanar, sitio con
visibilidad y donde era fácil que perro y cazador no se perdieran de vista.
A primera hora le metió por unas junqueras
aledañas a unos rastrojos de trigo donde, si quedaba alguna codorniz, era
posible que estuviera refugiada. Naturalmente, el viejo hubo de meterse por mitad
de las brozas pues, al ser nuevo el perro, si no le veía meterse por lo espeso,
también él tendería a ir por lo limpio. Esto a muchos les daba grima por temor
a las culebras pero el viejo carecía de esa aversión, aunque tenía cuidado con
las víboras tanto por él como por los perros.
Pero, volviendo al caso, en las
junqueras no saltó ninguna codorniz. Para compensar, le salió al Tango, de los
mismos hocicos, una liebre. Al viejo le hubiera gustado revolcarla por encelar
al perro, pero se reportó porque no era tiempo de liebres y no le gustaba ir por
el campo haciendo malatines. Así que el
Tango la persiguió cuarenta metros, desconcertado, como diciendo: ¿Qué demonios
es eso? Pero, en cuanto la perdió de vista entre la maleza, se paró y miró al
viejo. Éste le llamó y le felicitó por la carrera, pero dudó mucho que el Tango
comprendiera su afán, tal vez exagerado, por respetar escrupulosamente los
tiempos de las vedas.
A fuerza de caminar, el perro se
fijó repentinamente e hizo postura, esto alegró al cazador porque era la
primera vez que el perro se quedaba de muestra. Pero, en lugar de la ansiada codorniz,
saltó un triguero del rastrojo. Así que tampoco hubo disparo y sí nuevos ánimos
para el novel cachorro.
Al cabo de tres horas, subían por
un arroyo que llevaba a un manantial. Andando el curso del frondoso regato, que
el nacedero proporcionaba, llegaron a la zona más espesa y arbolada.
Repentinamente el perro receló al sentir algo. De la sombra de los árboles
saltó una hermosa corza que, ante la proximidad del perro, salió de su encame
tan nerviosa y azorada, que tropezó y cayó aparatosamente y, en su frenética
arrancada desde el suelo, casi se llevó al viejo por delante. Tampoco disparó a
la corza, pues la caza mayor no era lo suyo y, además, nunca se le debe
disparar con perdigones. Aunque, si hubiese apretado el gatillo a esa distancia,
el tiro habría sido tan mortal como el de una lupara siciliana. El viejo se
alegró, con una media sonrisa, de no haber adoptado maneras de la mafia. Pero,
eso sí, el Tango, al haberle salido la corza de los mismos morros, emprendió
una rápida carrera tras de ella y, tan veloz quiso ser y tanta codicia puso en
el empeño, que perdió las patas por la empinada cuesta y se dio una costalada
que le hizo rodar una decena de metros varga abajo.
Solamente al llegar a lo más alto
de la misma cuesta, siguiendo el regato y cuando casi estaban llegando al
manantial, el viejo sintió entre la arboleda el estrépito de la brusca arrancada
de torcaces. Lógicamente, salían por el lado opuesto de la fronda. Las oía,
pero estaban fuera de su vista. Pero, como el miedo se contagia de la primera
que arranca a las demás que, sin haber percibido al cazador, imitan a las que
huyen, el viejo se previno. Sabía que solía haber alguna despistada que podía
volar en la dirección equivocada.
Así fue, una torcaz cruzó los
árboles por su lado, a unos cuarenta metros por debajo. El viejo se esmeró en
el tiro porque la escopeta del 20 abre poco, aunque concentra mucho el plomo, y
eso hizo que, pese a llevar perdigón fino, la torcaz cayera.
Se alegró por el perro que hubo
de buscarla entre la espesura de los árboles. Cuando la localizó, la cobró de
un gran salto y se cebó en ella porque era la primera vez que cobraba una
presa. Tanto le gustó que casi la despluma entera. Poco a poco consiguió el
viejo que se la cediera, soplándole en el morro (un truco que nunca le fallaba). Pero aún así se las vio y se las
deseó para que le permitiera meterla en el morral, pues el Tango saltaba continuamente
queriendo recobrarla e, incluso, hacía amagos de meter la cabeza en el macuto
para recuperarla. Dejó al perro recrearse en la faena para estimular su codicia
y su ambición por cobrar nuevas piezas.
Tuvo halagos y felicitaciones el
Tango y, su codicia al cobrar, le gustó. Así que ese día regresó contento por
la cercanía que le mostró el perro (cazaron los dos juntos a no más de 40 metros ) y su ansia al cobrar.
Ahora tenía que rodar muchas horas por el campo y morder caza, se dijo el
viejo, pero pensó que el cachorro podía llegar a ser bueno.
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