17 de Diciembre.- (El pobre Lázaro) "...y hasta los perros, acercándose, lamían sus úlceras..." (Ev. de San Lucas, 16, 21)
Aquel jueves, tras pensarlo,
eligió otro lugar poblado de recuerdos. Su memoria quiso pasearse por aquel año
de 1973. Un amigo con coche le llevó a Sigüenza con sus pocos trastos y su
pequeña maleta. Se alojó, como único pupilo, en una vieja casa de la Calle de
la Cruz Dorada. Su patrona era una anciana enferma, la señora Alejandra.
Enseguida se enteró de que
Peregrina estaba libre. Una isla entre un mar creciente de cotos. Era cierto
que había otros términos libres, aún bastantes, pero no estaban cerca y él no
tenía coche ni, por entonces, posibilidad de tenerlo.
Enseguida se hizo con un mapa de
la zona. Se levantaba un par de horas antes de que amaneciera. Tenía por
entonces una vieja escopeta de perrillos del calibre 16 que le había costado
950 pesetas. En aquellas madrugadas, los jueves que trabajaba por la tarde,
salía de Sigüenza con el macuto a la espalda y en la mano la escopeta
enfundada. Entre las escarchas, cortaba por la senda que lleva al Rebollar y,
siguiendo la carretera, se presentaba en las ruinas de la mina de Peregrina con
las primeras luces. Cazaba las horas que podía y regresaba de nuevo a Sigüenza,
a tiempo de llegar por la tarde a su trabajo.
Un buen amigo, Pepe Izquierdo,
que por entonces hizo en Sigüenza, se enteró de sus andanzas para poder cazar.
No supo con certeza si le hicieron gracia, le causaron admiración o, en el
fondo, le dieron pena. Pepe era pescadero y, desde entonces, algunos domingos,
con el modesto 4L de Pepe, se iban los dos a cazar a lo de Peregrina y La
Cabrera. Y, el viejo, recordaba que su amigo Pepe, cada vez que sacaban, a
primera hora, un bando de perdices, le decía siempre: “Vamos donde han salido que, donde duerme la perdiz, suele encamar la liebre”. Y mientras conducía iba
recordando a Pepe por ese dicho y por otras muchas cosas. Todas agradables.
Aquella mañana, con el Tango,
dejó el coche un poco más arriba del viejo puente romano, en un recodo de la
Cañada Real Soriana que recorre el alto entre el Rebollar y el barranco del río
Dulce. Eran los mismos parajes que cazó en aquellos años con el desaparecido
Pepe Izquierdo y, también, los mismos a los que accedía, en aquellos
madrugones, caminando desde Sigüenza por la parte contraria: las ruinas de la
mina “El Acierto”.
Estaba muy cambiada la zona tras
tantos años. Las encinas, sabinas, pinos y robles habían crecido y los marojos
se habían espesado. Y algunas laderas estaban tan tupidas, que le parecían casi
impenetrables. La ausencia de ganados, que mermaran el auge de la vegetación,
había poblado de maleza aquellas alturas pedregosas.
Entre la abundante leña y los
lejanos recuerdos, caminaba el viejo con el Tango. Hacían grandes eses y
quiebros por aquellos parajes desiertos, buscando los supuestos bandos de
perdices que, cuando entonces, merodeaban con seguridad por aquellos altos.
Tras una hora, entre el alto del
Sabinazo y los Llanos, sintió el vuelo de unas. Eran cinco o seis. Volaron
hacia abajo, hacia el Navazuelo, una zona bajera que linda con el bosque del Rebollar.
El cazador dejó que el Tango
llegara al lugar donde saltaron las perdices sin seguirle, mientras giraba y se
aprestaba a enfilar hacia donde habían volado, pensando en la manera de
envolverlas.
Al punto sintió ladrar al Tango
mientras le vio correr a unos ochenta metros tras de la rabona. El espíritu de
su amigo Pepe le mandó un aviso. Y se arrepintió de no haberse anticipado. Y se
dijo que, algo del buen Pepe, aún quedaba vagando entre aquellas soledades. Y,
os juro, que el viejo se conmovió. Y, en aquellos momentos, habría jurado que
aquello fue un último guiño de su añorado amigo.
De nada sirvieron las vueltas que
cazador y perro dieron por los bajos. Y aunque, en cada asomada, le latiera con
fuerza el corazón al veterano, las perdices no saltaron en ninguna.
Así que volvieron a los altos y
se desplazaron a la derecha para dar vista al barranco sobre el río Dulce.
En los llanos más pelados habían
cercado un buen trozo de terreno para hacer un cebadero de buitres. Y allí
pudieron ver a los torpes abantos corriendo por el llano, como un pequeño
hatajo de ovejas verticales, antes de saltar y tomar altura con el aire caldeado
que ascendía del valle.
Deambularon entre las numerosas
cerradas, vestigios de riquezas ganaderas de otros tiempos, pero no vieron
caza. Y sólo en las inmediaciones del Rebollar saltó con estrépito una torcaz
que, dejando plumón en el aire tras la perdigonada, se resistió a caer y se
perdió monte adentro.
Tal vez por añoranza, el viejo
quiso ir de carretera a carretera. Y atravesó las altas tierras que aún se
labran frente a Peregrina. Y recorrió las lindes, repletas de aliagas, de estas
hazas en la esperanza de dar con las perdices. Pero no hubo nada.
Cuando dio vista a las ruinas de
la mina “El Acierto”, junto a la carretera de Peregrina, se acercó a ellas.
Desde el viejo horno, que parece un torreón medieval algo agrietado, bajó, buscando
entre las ruinas, una balsa de agua, que solía haber, para que bebiera el
perro. Pero hasta la balsa había desaparecido.
Subieron de nuevo a la linde con
el Rebollar. El cazador, sentado en un mojón, rajó longitudinalmente una
botella de plástico vacía y vertió en ella el agua que le quedaba. El Tango la
bebió ansioso, en un suspiro.
Emprendieron el camino de vuelta.
Y no les fue difícil pisar por donde no habían pisado, pues aquella cimera,
accidentada y pedregosa, es demasiado ancha para un solo cazador.
Tras una hora, el Tango comenzó a
picarse en los altibajos del engañoso llano poblado de vegetación. El viejo le
seguía sin perder detalle. Y el perro, de vez en cuando, paraba y oteaba muy
atento. Pasaron unos diez minutos en esa tensión, que el Tango provocaba y
luego deshacía, mientras seguían avanzando.
Finalmente, hizo muestra el
Tango. Salieron dos perdices a más de cuarenta metros. Aunque al tirar se le
hizo larga la distancia, vio que una de las perdices, pese a volar, se colgaba
de riñones y a unos doscientos metros aterrizó entre la broza tras perder
lentamente altura y capacidad para el vuelo.
El Tango no la vio y andaba
corriendo presuroso por donde arrancaron las perdices. Mientras, el veterano,
llegó a la carrera donde la perdiz aterrizó y se plantó en el punto de
referencia llamando al perro.
Apenas llegó el Tango cogió
rastro. Pero se internó tanto y tan rápido en la vegetación, que el cazador no
quiso moverse de la referencia, dudando de que el perro acertara esta vez. Más aún
desconfió cuando le vio, cuatrocientos metros delante, atravesar un claro y
seguir internándose a buen paso entre las espesuras. Y es que al cazador, por
más que lo viera, no le cabía en la cabeza que perdices heridas pudieran
recorrer, tan rápidamente, semejantes distancias.
No se movió del sitio, pero
aquellos minutos se le hicieron interminables. A punto estaba de ponerse a
vocear llamando al Tango, cuando le pareció verle asomar muy lejos entre la
abundante vegetación del accidentado llano. Le observó sin llamarle. Notó que
el perro se había desorientado y le buscaba desconcertado y ansioso. La
distancia no le permitía distinguir si traía algo en la boca o era el palmo de
lengua que le asomaba.
El Tango no le localizaba y
miraba azorado a todas partes corriendo en zigzag nerviosamente. A unos
doscientos metros supo con certeza que traía la perdiz. La emoción se apoderó
del viejo. Y, entonces, llamó a voces al Tango.
Mucha debía ser también la
desazón del perro al no encontrarle, pues hizo algo que al cazador le pareció
insólito. Al oírle y localizarle, dejó la perdiz en el suelo y, fue tanta su
alegría, que se vino por derecho a él, feliz de haberle encontrado.
Traía la boca embozada de plumas
por lo que el cazador no tuvo dudas de haber visto visiones. Y tras acariciar
al alborozado Tango, le dijo:
-
Pero, Tango, ¿qué has hecho con la perdiz? ¿Dónde la
has dejado?
Y el perro, seguido por el viejo,
volvió sobre sus pasos, entró sin dudar entre las brozas, recobró la perdiz y
se la dio.
Poco antes de las tres llegaron
al coche y dio el cazador por finalizada aquella jornada poblada de recuerdos.
Lo hizo ilusionado y, casi convencido, de que el Tango era un animal
sorprendente.
En jornadas sucesivas, el perro
siguió realizando hazañas similares que el cazador, acostumbrado, dio por
normales o, sin querer darme más explicaciones, dejó simplemente de contarme.
El viejo decidió que el
aprendizaje del perro había terminado o, si no lo decidió, al menos cesó,
voluntariamente, de narrar más jornadas.
Me dijo, en mi última conversación
con él, que rogaba a la fortuna poder seguir disfrutando de la compañía del
Tango y, también, que pedía al destino que le diera algunos años más para poder
seguir cazando de aquel modo, única manera de cazar que le gustaba. Pero,
añadió, que el destino de los hombres y los perros es siempre incierto como lo
es la caza.
Finalmente, ante mi insistencia
por nuevos relatos, me espetó, de modo algo cortante, que no quería aburrirme
con nuevas narraciones, seguramente reiterativas, y que, con lo ya descrito,
tendría suficiente para escribir, si esa era mi voluntad, una secuencia de
aquel aprendizaje.
Terminó su conversación añadiendo
que de nada en la vida es bueno presumir, que las cosas mejores se disfrutaban
en su momento y que el pasado puede acompañarte, pero nunca regresa. Me aseguró
que los cazadores y, en general, los solitarios que vagan por los campos
abandonados, ven cosas portentosas en tales desiertos pero que, lo mejor para
ellos, es callarlas.
Finalizó diciendo que, algunos
perros, terminan mandando en ti más que tú en ellos y que, cuando te sientes
mayor, mermado de fuerzas y, acaso, desdichado, son ellos quienes te sacan al
campo y te devuelven a la vida. Nunca al revés. Como si el azar los mandase, de
no se sabe dónde, para prolongarte la existencia.
-FIN-
2 comentarios:
Muy emotivas, Soros, tus Crónicas de Tango. Naturalmente en mi caso, que he sido un cazador solitario, lo son mucho más. Cuando el viejo repartía el agua con el perro me venía a la memoria como yo le daba al mio a beber del litro de leche que llevaba para los dos.
Ya me imaginaba que nadie mejor que tú para entender estás cosas.
Un abrazo.
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