El cazador, si quiere, tiene
ocasión de cazar en Rienda. Pero ha de ir el sábado. Si no, la perderá.
Sopesa lo cansado que está.
Recuerda que, de joven, cuando le sobraban ansias y energías, solían faltarle
oportunidades, medios o lugares de caza. Ahora, con las fuerzas mermadas, le
sobran posibilidades. Quizás sea por aquello de que Dios da dientes al que no
tiene pan y pan al que no tiene dientes. Que también son ganas de tocar las
narices.
Y pasa el viernes descansando del
jueves y, sin embargo, no deja de pensar en el sábado. Y sabe que tiene que
decidir. Y recuerda los consejos del Quijote: “Quien bien tiene y mal escoge,
por mal que le venga, no se enoje.”
Pero como, en el fondo, la
ilusión del cazador suele vencer a su prudencia, se sorprende dándose consejos
a sí mismo. Se dice que irá muy despacio, que buscará la liebre, que andará
paseando, que evitará las cuestas, que lo hace porque el perro no pierda… Pero
el viejo sabe que se engaña, que la caza es caprichosa, que nunca sabes a qué
paso te llevará ni a qué lugares. Ni tampoco sabes la distancia que, al final,
terminarás recorriendo.
Pero, al amanecer del sábado, la
ilusión ha triunfado una vez más. Por eso, al tiempo que amanece, las primeras
luces del alba le sorprenden dejando el coche junto a las antiguas salinas de
Rienda.
Se da cuenta de que comienza a
cazar cansado. Pero confía en que el cuerpo se le caliente y que el ejercicio
le disipe la vagancia muscular del mismo modo que el calor del sol desvanece las
neblinas matinales. Y, en cualquier caso, apenca con la nueva caminata: “A
pecado nuevo, penitencia nueva”.
Comienzan cazador y perro
rodeando el Morro de las Rivillas y la zona aledaña. El morro es un altozano
que domina la secular laguna salinera que, entre su maraña de espadañas,
conserva humedad pero no agua. El terreno es bonito y prometedor pero, luego de
un rato, resulta engañoso. Al cazador le llama la atención la resecura. La
tierra parece haberse vuelto arenosa y la vegetación está encogida, polvorienta
y, casi tan enteca, como los restos amojamados de una momia.
Cruzan los Pradejones y el camino
de Valdelcubo. La fuente de las praderas está seca y su estrecho cauce es polvo
o barro seco y cuarteado. Y nada ven por más que el Tango se mueva con soltura
y el viejo, que se prometió un paseo, comience a acelerar el paso.
Casi por la cima de las Lomas de
la Sierra va la linde con Valdelcubo y las consiguientes tablillas. Es la
ladera más empinada de Rienda, dejando aparte la quebrada que da al monte. Y
espera ver en ella el cazador algún bando de perdices. Pero sólo ve un zorro
lejano y los omnipresentes corzos.
Arriba, a más de mil metros de
cota, está el paso del Portillo. A él llegan sin ver nada. Empieza allí una
zona de monte espeso y quebrado que hace una hoya cuyo fondo es La Riba de
Santiuste. El cazador decide tirar a la derecha y bordear por la cota más alta,
que le lleva a tener a su diestra la ladera suave de las Lastras y, a su
izquierda, el gran barranco donde se abre el monte. Un monte que, desde arriba,
parece un edén para los amantes de la caza mayor. Así lo atestiguan algunos
árboles que los jabalíes usan de restregaderos tras frecuentar algunas bañas.
Desde la altura, se recrea en el paisaje:
abajo, el castillo de La Riba de Santiuste,
a lo largo, el monte con la buitrera de La Muela en su punto más alto y
los abruptos roquedales desde los que, de vez en cuando, vuela algún bando
lejano de palomas zuritas.
Hizo, sin poderlo remediar, algún
vano intento por sorprender a las palomas, pero el movimiento del perro le
delató y las zuritas se tiraron el barranco abajo, siempre fuera de tiro.
Decidió el viejo bajarse por la
suave ladera de las Lastras y, cruzándolas, descender muy lentamente, en
diagonal, hacía las lejanas tierras de labor de Rienda. Tenía la esperanza de
que en zona tan propicia, o eso le parecía a él, saltara la liebre. Pero no fueron
liebres, sino corzos, los que no pararon de llamar la atención del perro.
Llegaron a la ermita de San
Marcos, en un pequeño promontorio sobre las labores, y, desde ella, continuaron
por una pequeña ladera, que va sobre las hazas, en dirección a Tordelrábano.
Pero aquello parecía un desierto donde sólo habitaban corzos y más corzos.
Descorazonado el cazador, decide
regresar por las labores a las antiguas salinas, donde ha dejado el coche. Se
dice que en alguna parte tienen que parar las perdices o que, quizás, le salte
alguna liebre de la espuenda de alguna de las acequias. Pero el aspecto de las
labores no le inspira confianza.
El Tango, por lo despejado de las
terroneras, barbechos y rastrojos, se impacienta, se aburre y va deprisa. A
veces, sediento, busca un agua, que no encuentra, en cualquier asomo o conato
de junquera. El cazador comprende al perro, pero le tiene que llamar
constantemente.
Cruzan los campos de labor dejando
Paredes a la izquierda y Rienda a la derecha. Pero las esperadas perdices no
aparecen y ninguna liebre se desencama en el trayecto.
Sortean como pueden la zona del
Calzaízo, poblada de maleza de espadañas, que rodea las salinas abandonadas.
Cruzan a machote las pobladas junqueras y las caceras secas que daban agua a
las albercas. Pero ni en las viejas salinas hay agua ese día. Los cocederos y
calentadores en ruinas y las dos norias hundidas son los únicos testigos de su
paso.
Son más de las dos de la tarde y
han zurcido pacientemente el término durante seis horas largas. Otro día echado
a perros. Nunca mejor dicho. Y el viejo se pregunta si, en esos días tediosos,
se aprende alguna cosa que no tenga que ver con la resignación, la paciencia y
el cansancio. Y, finalmente, se dice que, las tres cosas, son inherentes a la
caza. Sobre todo a esa caza que él se empeña en practicar en solitario. Bueno,
con el Tango.
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