Fue en agosto cuando el Tango
mudó de residencia desde una perrera aislada, de la parte de Berlanga, al
corral de una vieja casa en Atienza.
A los ocho meses el drahthaar
tenía un aspecto desmañado: la cabeza grande, negra y barbuda era
desproporcionada con respecto al cuerpo jaspeado de gris, delgado y esbelto, de
hirsutos pelos y aún poco musculado. Su falta de relación con los humanos a
quienes sólo vio, de vez en cuando, alimentar de pienso la tolva de la que se
alimentaban él y sus hermanos, le había hecho asustadizo, tímido y huraño. Sólo
la buena acogida de sus dos compañeras de corral, la Fary y la Tiqui, parecían
hacerle feliz. Del viejo no se dejaba ni tocar. Pero, al menos, no le gruñía ni
hacía intención de morderle.
Su cuñado le dijo:
-El
veterinario ha dicho que la Fary tiene los días contados, así que me he hecho
con este elemento. A ti te toca enseñarle.
El viejo miró al perro, pero no dijo
nada. Sopesó, por un lado, la dedicación que conllevaría el enseñar a un perro
nuevo y vigoroso y, por otro, las fuerzas menguantes de un hombre bien metido
en los sesenta. Y tuvo una extraña sensación de interés, por el reto, y de desgana,
por las horas de campo y las agotadoras caminatas que habría de afrontar en el
empeño. Quien sabe de esfuerzos, es perito en imaginar perezas.
La media veda se abrió el 21 de
agosto. El viejo salió de madrugada con los tres, las dos perras y el nuevo
cachorro. Acompañado por el alborozo de las perras entró en el coche el Tango,
no sin desconfianza. Una vez dentro de él quedó inmóvil, asustado y, aplastado
contra el suelo, sin moverse un centímetro en el corto trayecto.
El viejo sabía que aquel año,
como los últimos, sería un pésimo año de codorniz. Pero, si había de enseñar al
perro, nada mejor que sacarle con las veteranas: La Fary, la segura braca, y la
Tiqui, la juguetona y pequeña garabita. De algún modo tenía que ganar la
confianza de aquel tímido desconocido.
En el campo apenas había agua,
así que buscó un regato escondido que raramente se secaba y cuyo hilillo de
agua discurría por una juncosa zanja entre los pedazos. Y, siguiendo la húmeda acequia,
bajó lentamente por ella, desde los bajos de la huerta del Juan Ramón a los
rastrojos de la linde con Cinco Villas.
El Tango, al verse suelto en
campo abierto por primera vez, se quedó un instante sorprendido pero,
enseguida, siguió a las perras y no hizo por escaparse. Las perras, que sabían
muy bien a lo que iban, trabajaban a
conciencia rastrojos y brozas mientras el Tango, sorprendido por aquella
libertad desconocida, intentaba jugar con ellas que, ajenas a los saltos y
cucamonas del cachorro, le soltaban algún bufido de vez en cuando. Parecían
decirle: “No molestes, estamos trabajando”. Pero el perro no cejaba en su
empeño juguetón.
A la media hora, en un rispión de
trigo, se quedó de muestra la Fary. La Tiqui también se percató, pero el Tango
acosaba a ambas con brincos y cabriolas mientras la pequeña le gruñía y la
segura braca permanecía de muestra, imperturbable como una piedra bajo la
tormenta. Saltó la codorniz y enseguida la cobró la perra vieja. La Tiqui fue a
olerla a su hocico mientras el Tango seguía en sus carreras y saltos sin
haberse percatado de nada. Al viejo, la actitud del perro, lejos de disgustarle,
le animó. La razón era muy simple: no se había asustado del tiro. Era el
primero de los muchos que oiría y, el no espantarse, era buena señal.
A lo largo de la mañana se
repetiría la escena, hasta acabar con cinco codornices colgadas y los perros
exhaustos. Aunque el cansancio del Tango sólo procedía de correr tras los
pájaros y las mariposas, de jugar con las perras y de curiosear cuanto veía. Al
final de la mañana el viejo hizo recuento de los objetivos: el Tango entraba en
el coche, no se asustaba de los tiros y, por primera vez, se dejó tocar. Para
ser el primer día de campo, el aprendizaje no iba mal. Las codornices eran lo
de menos. Añorar aquellos años de perchas abundantes no tenía sentido. El
declive de la caza menor estaba fuera de discusión.
2 comentarios:
Pues está hecho un valiente el Tango éste, además de un juguetón. Da alegría imaginarlo correteando y saltando por el campo, disfrutando sin miedo, el animalillo.
Y el dueño, cada vez más contento y olvidando la pereza del principio, me parece.
Ángeles, la caza, y lo que la rodea, para los que la practicamos de ese modo personal, no da nunca pereza, sino ilusión. Lo que sí da es cansancio porque son caminatas interminables a las que sólo la emoción, la ilusión y los recuerdos pueden llevarte. A veces, en forma de perro.
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