El muchacho tras esperar, sin
quitar ojo a su padre, le urgió de nuevo a continuar con la historia del
bisabuelo:
-¿Continuarás o no?
El padre, que parecía haberse
sumido en una ausencia, asintió:
-A la edad de
veinte y algunos años Rafafá casó con una muchacha sencilla de Titencia. Se
llamaba Fe y era la hija menor de un modesto labrador llamado Pancracio Luengo,
al que todos conocían por el tío Pichasanta.
-¿El tío Pichasanta?
¿A qué venía eso? –pregunto el muchacho con extrañeza.
-Venía a que
Pancracio tuvo tres hijos y cuatro hijas y todos los hijos terminaron en el
seminario y llegaron a curas y, de las hijas, las tres primeras se hicieron
monjas y sólo la menor, mi madre, se casó. Así que a Pancracio Luengo le llamaban
“Pichasanta” y a tu abuela Fe, única que no abrazó la vida religiosa, apenas se
casó con Rafafá y a pesar de su nombre,
le pusieron de mote “La Pagana”. Ya sabes, hijo, el ingenio rural.
El matrimonio
se afincó en la venta y, de este modo, quedó ésta mucho mejor atendida por los
brazos de padre e hijo, suegra y nuera.
Todo discurría
con la normalidad habitual hasta que un día un viejo caballero llegó por el
camino real y, echándosele la noche
encima, paró en la venta. Había hecho una larga jornada y, según dijo, iba
camino de Burgos.
Mientras le
preparaban la cena, el distinguido señor quedó absorto mirando alguno de los
pocos libros que en el comedor había. De ordinario nadie los tocaba. Las
razones eran varias: una, porque la mayoría de los clientes eran iletrados,
como ya te he dicho; otra, porque los libros no estaban escritos en castellano
y, la tercera, porque los grabados que tenían eran demasiado truculentos y
tétricos. Bueno, en realidad yo no los vi, pero mi padre decía que a él le
aterraban y que, ya desde niño, le asustaba mirarlos.
Pero aquel caballero
observó los viejos tomos con mucha atención, como si le recordasen algo o los
hubiese visto antes. Luego, quedó un rato pensativo. Mientras oscurecía se
levantó de su mesa y oteó por la ventana el horizonte enrojecido por el
crepúsculo, hasta que reparó en el tío Carrasco trasteando frente a la fachada
de la venta. Algo le llamó la atención porque, desde ese momento, no le quitó
la vista de encima. Le siguió con los ojos cuando entraba y salía de las
cuadras y mientras se afanaba fuera. Al principio observaba rutinariamente,
casi con indiferencia, como una persona habituada a esa actividad. Pero, luego
de un rato, aumentó su interés hasta tal punto que, poco a poco, se fue
centrando tanto en la figura del ventero que parecía obsesionado con ella y se
diría que la escudriñaba en todos sus detalles y ademanes.
El caballero que,
según observaba a Breixo, parecía alterarse paulatinamente, se apartó de la
ventana y retrocedió con paso titubeante hasta la mesa para tomar un sorbo de
vino. Pero el hombre estaba tan nervioso que tiró el vaso al intentar cogerlo
y, en lugar de hacer intención de recogerlo del suelo, se dejó caer abatido
sobre una banqueta, como si todo le fuera ajeno a excepción de sus pensamientos.
Los demás clientes repararon en su anómalo comportamiento y le miraron
extrañados pues parecía víctima de un mal repentino. Pero antes de que alguno
pudiera preguntarle lo que le pasaba, entró en la sala el tío Carrasco.
Cuando el
viejo caballero lo vio a la luz, quedó como petrificado al distinguir con
nitidez su rostro. Durante unos segundos miró a Breixo Rafá y, decía mi padre,
que primeramente quedó atónito, como pasmado, y que, después, una especie de
terror se apoderó de él hasta hacerle castañetear los dientes. El pánico hizo
que las pupilas se le agrandaran, un sudor repentino le perló la frente y, sin
recoger el gabán ni el parco equipaje, ni siguiera el sombrero, salió de
estampida de la estancia. Lo hizo llevándose un par de sillas por delante y
apartándose ostentosamente de la figura del tío Carrasco, rodeándola en un
exagerado semicírculo, a la que con él se cruzó. Y sólo se le oyó decir en su
apresurada salida:
-O Carrasco! Non é posible! Non o é!
El ventero, mi
padre y la demás concurrencia salieron tras de él, suponiéndole repentinamente
enfermo o súbitamente enloquecido, pero sólo le vieron saltar sobre su caballo,
con una agilidad más propia del miedo cerval que de su edad, y perderse a todo
galope en la maciza oscuridad que acaba de cernirse sobre el campo.
-Parece un
loco, ¿dónde va sin claridad a galope tendido? –dijeron unos.
-Seguramente
habrá reparado de improviso en algún olvido importante –supusieron otros.
Cuando todos
entraron, sólo el tío Carrasco quedó en la puerta y, con los ojos fijos en el
lugar en que la noche se tragó al caballero, parecía aún más serio y pensativo
que de costumbre.
Sólo Rafafá le
observó por una ventana. Le vio taparse los oídos con las manos, cerrar los
ojos y, estirando su cuerpo y arqueándolo fuertemente hacia atrás, hacer el
gesto de lanzar un grito al cielo. Notó como la cara de Breixo se crispó por el
gran esfuerzo de su gesto. Pero no abrió la boca por lo que, si hubo tal grito,
nadie pudo oírlo.
2 comentarios:
Esto empieza a dar bastante miedo, o sea, me encanta :)
Breixo es un protagonista sin serlo. Poco se sabe de él. Pero, por eso, da miedo. Todo lo que se desconoce lo da.
Saludos, Ángeles.
Publicar un comentario