Al abrir el sobre, con la mayor
delicadeza, descubrió dos recortes con sendos artículos de periódico. Cansado
ya de tanto recorte, el muchacho se desanimó pensando que nada nuevo
aportarían. Pero, al mirarlos con atención, descubrió que estaban firmados por aquel
don Diosdado Pexegueiro Teimoy. Parecían de algún periódico gallego pero, al
estar recortados, sólo supo las fechas, ambas de finales de 1894, pues la
tijera había hurtado el nombre del periódico.
El artículo primero, que era el
más largo, se titulaba:
UN PAIS DE JAUJA: Ni Dios ni amo,
ni juez ni verdugo.
Leyó con ansiedad su contenido:
Estimados conciudadanos, la modernidad nos
acerca a los albores del siglo XX. Quedan muy lejos, incluso en nuestra amada
Galicia, aquellas ideas ancestrales que sobre los ejecutores se tuvieron. Hoy
sabemos que eran un cúmulo de supercherías no sólo propias del Antiguo Régimen
sino del mismo Medioevo.
Durante años de atraso y oscuridad los
ejecutores últimos de la justicia fueron llamados verdugos. Esa palabra, que
aún hoy pocos pronuncian sin un escalofrío, designaba a unos hombres tenidos
por profesionales de la muerte. De ellos se decía que tenían oscuras relaciones
con el Más Allá. Algunos sostenían que esos hombres eran poseedores de toda
suerte de facultades extraordinarias, arcanas, sobrehumanas y portentosas que
les permitían deambular entre la sutil línea que separa la vida de la muerte.
Se hablaba incluso de que de que los
instrumentos de ejecución poseían, una vez usados para administrar la muerte,
un sinfín de propiedades mágicas. Contaban, por ejemplo, que los corbatines del
garrote vil, tras varias ejecuciones, eran capaces de emitir sonidos, de flotar
en el aire, de buscar a los enemigos personales del verdugo y ejecutarlos por
el sólo deseo de éste. Y no digamos nada de las sogas, de las espadas, de los
puñales o de las hachas, instrumentos rodeados de superchería.
Eso, por no hablar de los restos mortales,
nunca mejor dicho, de los ajusticiados que muchos conservaban con tanta unción
como si fueran reliquias del Señor o de los Santos Mártires y otros gloriosos
ejecutados. Con su sebo se podían hacer velas milagrosas, con bebedizos
elaborados con su sangre, remedios para la tuberculosis e iguales o superiores
cualidades tenían el semen de los reos, sus dedos o manos momificadas y, en
general, cualquiera de sus restos. Todo bañado en una santería negra que
confería, a los macabros relicarios, poderes sobrehumanos, curativos o
hechizadores.
Y todas estas cosas, indudables en el
pasado, daban del verdugo una visión demoníaca, le concedían un halo legendario
que, al exceder los poderes de este mundo, le convertían en un mago ajeno a las
leyes del espacio y el tiempo.
De todo esto los avispados se lucraron
aprovechándose de la candidez de la gente buena, pero iletrada, que creía en
estos atavismos.
Así, repito, estos ejecutores de la ley
pasaron a ser una clase social de categoría ínfima y la palabra verdugo era una
palabra de desprecio sólo equiparable a la de criminal. O, si cabe, peor aún,
pues incluso habían de tener oculto su oficio ante los propios hijos y vecinos
para evitar su rechazo y su espanto, amén de su desprecio. Así de abominable
era el cargo de verdugo.
Pero, señores míos, hoy presenciamos
consternados el rebrote vertiginoso de las actividades anarquistas en este fin
de siglo y, cuando ya nos vemos en los albores del siglo XX, volvemos a
espantarnos con la barbarie ciega que se desata. Recuerden ustedes el atentado
anarquista del Liceo de Barcelona el año pasado, aquellos veinte muertos y más
de cien heridos, todos inocentes. Pero no sólo es arbitrario el crimen, cuando
de propagar el anarquismo se trata, sino que también éste busca objetivos más
precisos, objetivos que atentan contra el mismísimo corazón de la nación que es
el ejército. El pasado año también atentaron contra el General Martínez Campos.
Y cuando ese siglo XX, ese siglo que soñamos
estable, ese siglo en el que todos depositamos nuestras ilusiones de paz, prosperidad
y entendimiento universal, se acerca, nos sentimos de nuevo anonadados ante el
brutal coletazo de la bestia.
Y para constatar esta abominación, por
desgracia, no necesitamos salir de nuestra tierra. En ella ya ha arraigado la
sierpe, ya se mueve impunemente por La Coruña la organización anarquista “Ni
Dios ni amo”, ya circula su perverso panfleto entre nosotros disfrazado de
periódico pirata: “El Corsario”. Ya eclosionan las ovas del basilisco en el
propio lar de nuestros ancestros, en el corazón de nuestra querida Galicia.
¡Dios y El Santo la guarden!
Pero, señores, esta sociedad está
reaccionando, esta sociedad resucita y, aunque tardíamente, comprende hoy mejor
que nunca que la pena de muerte es la única salvaguardia para su seguridad, que
la pena capital es la garantía de su bienestar y de su orden, que las
ejecuciones son un acto de valentía numantina ante las fuerzas sin escrúpulos
que la amenazan sin respeto a principios ni vidas. Esta sociedad está aún a
tiempo, y lo está haciendo, de vencer su propia hipocresía. No podemos querer
la paz y no arrancar de cuajo a quienes la perturban, no podemos aborrecer el
crimen y espantarnos del castigo al criminal, no podemos aspirar al escarmiento
de los culpables y abominar de quienes lo ejecutan.
Los ejecutores de la ley, sus últimos
ministros, en suma, no pueden ser considerados fieras, ni indeseables, porque
son, en definitiva, los que avalan todas nuestras garantías sociales. Son los
defensores de nuestra civilización, los adalides que defienden en vanguardia
todos esos ideales a los que aspiramos las personas de bien: orden y libertad.
Y ninguno de nosotros puede, sin avergonzarse, romper la sana vocación de
aquéllos que, en nombre de los tribunales, ejecutan sin titubear sus sentencias
justas y ejemplares.
Admito los escrúpulos de quienes se espantan
ante las ejecuciones. Sería insensible si no les comprendiera. Pero, señores
míos, el cadalso es un circo moral en el que se representa, para ejemplo de
todos, la victoria del bien sobre el mal, la de la virtud sobre el vicio, la de
la honradez sobre la corrupción. Las ejecuciones capitales son una proyección
del brazo de Dios entre nosotros para preservar las más elementales leyes
naturales. Y la principal de ellas es: “No matarás”.
Pero sí, estoy de acuerdo con los
escrupulosos. Verbigracia, un ahorcamiento, como Dios manda, obliga al verdugo
a trepar por el cadalso y ponerse a horcajadas sobre los hombros del ejecutado
y, además, cabalgarlo reciamente para que el reo tenga una muerte rápida y digna.
O, al menos, se ha de tener la caridad de colgarse de sus piernas para ayudarle
a un rápido tránsito. Esto, siendo altruista y generoso, no es agradable, lo
reconozco. Aunque la horca, es de justicia reconocerlo, mejoró mucho con el
escotillón, aunque la obra de carpintería encareciese el coste del patíbulo a
costa de mermar el monte del erario público.
La decapitación con espada o con hacha
requería una especial delicadeza, habilidad y fuerza, para que la testa del
penado rodara limpiamente de un solo golpe y aquello no se convirtiese en un espectáculo
carnicero de un sañudo aizcolari sacando virutas sanguinolentas de los cuellos.
Y del desmembramiento, para no ser escatológico, prefiero no hablar, pues me
hago cargo de que hay algunas señoras que, hoy en día, ya leen los periódicos.
Por otro lado, un ejecutor sin verdadera
vocación, incapaz, descuidado, poco profesional o en malas condiciones físicas
podría deslucir con su mala praxis el verdadero objetivo ejemplarizante del
castigo, malograr el necesario ambiente de seria sobriedad y convertir aquello
en un espectáculo bochornoso propio de cosos de tercera, donde algunos toreros,
más siniestros que diestros, necesitan una veintena de intentos para
descabellar.
Así que comprendo bien a los que contra
todas estas cosas se rebelan. A nuestra humanidad, a la de todos, repugna el
verlas.
Sin embargo, a quienes así piensan, quiero
hacerles ver que la pena capital se ha humanizado. Se ha vuelto más limpia, rápida
y aséptica. Y, sin llegar al extremo de proclamar con nuestro gran Quevedo: “Verdugo
era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio; vérsele hacer daba
gana a uno de dejarse ahorcar”, la ejecución moderna ha derivado a ser casi
independiente de la maestría del ejecutor.
Primeramente, la tecnología sustituye hoy a
la antigua maña y destreza y se tiene la tendencia a que sea un instrumento, y
no un hombre, el que acabe con la vida del reo. Y, en segundo lugar, hoy se
seleccionan hombres con más preparación: militares, médicos, maestros e,
incluso, hasta abogados, gentes que, al no carecer de oficio, se presentan al
de ejecutor por verdadera vocación e íntimo convencimiento, comprendiendo bien
la trascendencia del cargo. Yo diría que, incluso, van a él guiados por una
verdadera filantropía.
Ya esta devoción por la perfección técnica y
la profesionalidad, por la rapidez y la
seguridad, amén de por el ejercicio de la clemencia y del cristiano amor al
prójimo, hizo que nuestro piadoso rey Don Fernando VII sustituyera la horca, o
los otros medios, por la moderna y limpia tecnología del garrote vil. Así don
Fernando afrontó el problema acertadamente y lo ordenó, mediante decreto, el 24
de abril de 1832 con motivo del cumpleaños de la reina, adelantándose así, como
tenía por costumbre, a los anhelos del pueblo justiciero pero, a la par,
compasivo y humano.
Aún así, quedan aún acérrimos partidarios de
su abolición. ¡Qué difícil es, empero, aceptar las decisiones de quienes nos
gobiernan, por justas y acertadas que éstas sean!
Por otro lado, las ejecuciones se ofician ya
intramuros de las prisiones y no en las plazas públicas, como ocurría hace poco.
Otro detalle más que contribuye a que el reo entregue su vida en un ambiente recoleto
y agradable, sin tener que escuchar en sus últimos minutos la inevitable algarabía
que disipa la necesaria concentración en trance tan supremo. Y la ejecución
cobra así una intimidad más propia de la callada oración que del jaranero
espectáculo.
Así que, señores, reivindiquemos la figura
del verdugo pero démosle el nombre que hoy merece por su profesionalidad, su
vocación y su nivel técnico: Ministro Ejecutor, Brazo del Altísimo, Ángel
Justiciero.
Pero, sobre todo, exhorto a los escrupulosos
a que espanten sus reparos recordando que no vivimos en el País de Jauja que
todos anhelamos.
D. Diosdado Pexegueiro Teimoy
Director de la Prisión Provincial.
2 comentarios:
Impresionante el articulito. Impresiona la redacción, que es mérito del señor Soros, e impresiona la mentalidad que refleja. Y la mentalidad no, pero el reflejo también es mérito del señor Soros.
Y qué acertado el señor Pexegueiro en su visión del siglo XX. Acierta tanto en eso como en todo lo demás.
Todos somos expertos en equivocarnos al vaticinar lo que va a pasar. Pero, al mismo tiempo, vivimos asustados por la remota posibilidad de acertar.
Bueno, todos no, algunos, como los niños, idean cuentos que dejan siempre una salida oculta y milagrosa a todos los peligros.
Muchas gracias, Ángeles, por comentar estas historietas.
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