El muchacho pasó varios días
revisando, hambriento de curiosidad, las escrituras y los recortes de
periódicos que guardó el abuelo Rafafá. Muchos eran artículos fantasiosos sobre
supuestos hechos mágicos o sobre todos esos países que el enano, el Maestro
Corporín, metió al abuelo en la cabeza.
Y mucha mella debieron hacer en
Rafafá las palabras del pequeño comediante pues, a tenor del número de
recortes, se pasó buscando hasta el fin de sus días noticias de aquellos países
fantásticos que Corporín le había mencionado.
Los papeluchos que guardó el
abuelo atestaban la maleta. Al principio, el muchacho, los revisó con avidez. Después
se serenó y, a lo largo de varios días, los leyó y los releyó en una búsqueda
tan angustiosa como vana. Hubiera sido su ilusión encontrar alguna explicación
o, al menos, alguna relación o indicio que le llevara a fraguarse una conjetura
razonable sobre aquella desaparición.
Sin embargo, tras dejarse los
ojos en la lectura de aquellas letras casi siempre diminutas, medio borrosas a
veces y, en general, todas desvaídas por
la humedad y por el tiempo, nada sacó en limpio. Y solamente le impresionó la
manía que algunos tenían de escribir sobre cualquier cosa y cómo muchos eran
capaces de reunir, de leer y aún, seguramente, de creer las ficciones más
extravagantes.
Pero, tras leer todo aquello,
también se percató de que entre la certeza y la falsedad hay un terreno medio,
una tierra de nadie, un ángulo muerto de la realidad, que se conoce con el
nombre de incertidumbre. Y muchos de aquellos recortes invitaban a navegar por
esas aguas inciertas.
Pero, al tiempo de aventurarse
entre esas zonas sombrías, intuyó que las personas, por lo general, no quedaban
tranquilas en tales zonas de nadie, que se desasosegaban en esas parcelas en
penumbra, en esos parajes sin nombre.
Y así la desaparición de sus
bisabuelos, ubicada en ese segmento de la realidad tan poco diáfano, era
atribuida por la ciencia médica a lo que de un modo general se llamaban
desequilibrios psicológicos, caritativo eufemismo de locura; el poder, que
anida en la boca de las autoridades, simplificaba más, y concluía que aquello
fue un suicidio en el que los cadáveres no habían sido encontrados; y la
religión consideraba aquella ausencia como un reto impío, un acto altanero de
soberbia, un sacrílego desafío. Y ciencia, poder y religión aseguraban, para tranquilidad
de los hombres, lo que no podían probar.
Valiente método científico, pensó
el muchacho.
Para él, aquella desaparición,
sólo cabía en el terreno, maravilloso o tétrico, de la incertidumbre. Estaba
situada en un espacio vacío de personas pero lleno de tentaciones y espejismos,
de suposiciones, acordes con la realidad habitual, que podían ser tan engañosas
como la misma fantasía. Un conjunto de hechos y teorías entre los que los
humanos nos perdemos. Entre los que no sabemos escoger el camino a seguir
porque no estamos preparados para ello. Porque ni nuestro saber ni nuestro
aprendizaje nos entrenan para dilucidar ciertos hechos.
Pero comprendió también que atreverse
a negar el orden predeterminado fue siempre una forma muy grave de delinquir.
Pretender descubrir lo que está oculto es una osadía, un atrevimiento en el que
sólo son capaces de emboscarse los que se guían por la brújula loca de lo
inseguro, los que cuestionan los cimientos del saber conocido, y se atreven a
dudar de lo rotundo de las falsedades y las certezas aprendidas.
Y se quedó perplejo, pensando si
no estaría, ahora él, influido por aquellas palabras de Breixo a Rafafá: “Para
aprender ciertas cosas, las personas han de estar en disposición de olvidar lo
que saben, pues hay conocimientos que no se rigen por la lógica habitual sino
por otra oculta.”
Y siguió recapacitando el
muchacho sobre las enigmáticas palabras que Breixo utilizó de despedida. Y
quiso imaginar que, seguramente, había sido tónica común en las personas más
inteligentes el hecho de militar, secretamente, contra el tiempo en el que
vivían. Pero aquellas cosas sobre las que indagaron, y tal vez descubrieran,
hubieron de dejarlas entre líneas, pues no se acoplaban en absoluto a lo que la
ciencia y la cultura de su tiempo estaba dispuesta a asimilar. Y que, por
tanto, el silencio era la base del desierto, de ése en el que sólo los
aventureros de lo incierto, los verdaderos viajeros, se adentran y aventuran.
Pero, fatigado por sus propias
elucubraciones, regresó a los recortes del abuelo. Y, lo cierto, es que no
encontró en todos aquellos vetustos papelotes ninguna referencia a Breixo ni a su
esposa Ludi, ni nada que pudiera avisar, ni remotamente, de lo que hubiera sido
de ellos.
El muchacho estaba exhausto de
revisar aquellos trozos amarillentos de periódicos que olían a papel viejo y a
polvo. Le dolía el cuello y tenía los ojos rojizos y cansados.
Aburrido, ordenó con paciencia
todos los papeles y los guardó de nuevo en la ajada maleta, desengañado ya de
encontrar en ellos alguna clave que le sacara de aquella encrucijada.
Se subió a una silla e intentó
acoplar aquel gran cabás sobre el armario. Empujó para encajarlo en el altillo
pero, errando en el impulso, cayó del alto la maleta al suelo y se arpó por una
cantonera. Al bajar de la silla a recogerla vislumbró el muchacho que el
fondillo de tela se había abierto por un lado, separándose del cartón. Y
asomaba por la ranura el pico de un papel. Abrió más la grieta que se había
hecho con el golpe y, con sumo cuidado, extrajo, tirando muy suavemente, el
frágil papel que aquel forro ocultaba.
Poco a poco apareció un sobre
amarillento y algo sucio. En él, escrito a lápiz, con letra infantil, tosca y
desigual, se leían estas palabras: “Encontrado en una colmena de mi padre”.
Lo puso sobre la mesa sin
atreverse a abrirlo y ver su contenido. Al parecer eran papeles que Breixo poseyó
y ocultó entre la inopinada seguridad de unos panales. ¿Serían la clave de la
historia?
No imaginaba el motivo que tuvo
Rafafá para guardar aquel sobre tan bien disimulado bajo el fondillo de la
rústica maleta. ¿Por qué lo ocultó a todos? ¿Por miedo, por vergüenza, por
precaución o, tal vez, por una mezcla extraña de presentimientos?
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