Doña Dulce Agua de Niebla era una
flor anónima, y por tanto inaccesible, en el pensil de la casa ducal. Y, al
tiempo, usaba el adorno de su discreción para que, siendo mujer inusual en todo
y de un talento mayor que su belleza, todas
aquellas cosas pasaran desapercibidas o, mejor, ni siquiera pudiera nadie
sospechar su confluencia en ella.
Tal era su arte que, enseguida,
llegó a ser una de las damas de la princesa de Éboli. Y sabía muy bien que su
permanencia al servicio de la tal señora pasaba por vivir replegada en sí misma,
sin un atisbo de brillo personal que pudiera desviar, ni por un instante, ojo
alguno del resplandor de tan altiva y absorbente princesa. No olvidó jamás que
tales premisas eran indispensables para permanecer en aquella suerte de corte provinciana.
Y así, Doña Dulce se difuminaba
permanentemente a sí misma en un segundo o tercer plano en el estar, y en una
apariencia tan liviana que pasaba desapercibida en el ser. Y tan bien logró
desenvolverse en todo ello que, el mismísimo capitán Cunmeigas, llegó a dudar de su existencia, y pensaba que
aparecía y desaparecía, silenciosa como un fantasma, a conveniencia.
Quiso indagar el capitán, tan
concienzudo siempre en su trabajo protector, sobre la dama, y un día, que se
acercaba al despacho del intendente de palacio con la intención de pedirle información
sobre ella, se abrió inopinadamente una puerta de los aposentos de la princesa.
Inmediatamente se dispuso el soldado a saludar respetuosamente a su señora.
Pero fue doña Dulce la que salió silenciosamente de aquellas estancias, le miró
a los ojos un instante, y se cruzó con él sin decirle palabra, pero con el dedo
índice cruzado, como por azar, sobre sus labios. Quedó Cunmeigas tan
desconcertado y aturdido, que se quedó clavado en el sitio y tardó un par de
minutos en recordar el modo de moverse. Impresionado, olvidó al instante su
visita al intendente.
Fue entonces cuando recordó lo
acontecido algunos años atrás. Fue la primera vez que vio a doña Dulce, aunque
sería más propio decir que la sintió. Iba a dar unas órdenes Cunmeigas,
recibidas de su señor don Ruy que se hallaba en la corte del rey, y que sabía
que contrariarían los deseos de su esposa, la princesa de Eboli. El capitán era
ciego servidor del duque, su señor, y, aunque sabía de las reacciones que
aquellas disposiciones generarían en la soberbia y temperamental dama, él se
disponía inexorablemente a cumplir lo ordenado. La lealtad no conocía brechas
en su pecho.
Luego supo que era doña Dulce la
que se cruzó por su espalda y, además del susurro de sus ropas al caminar
ligera, escuchó el capitán unas palabras quedas, como de alguien que hablara
para sí:
-
No tengas prisas en contrariar a quien has de servir de
aquí a tres días.
Cunmeigas vio como se alejaba una
nuca rubia, apenas percibida entre el tocado discreto de una mujer esbelta, más
alta que baja, que ni siquiera se volvió a mirarle. Sorprendido por la voz e
impresionado por su propia decisión, que le pareció dictada por una voluntad
protectora y ajena, calló las órdenes que se disponía a dar, carraspeó, fingió
meditar y, enseguida, disolvió a los presentes hasta nuevo aviso.
Tres días después llegó la triste
noticia de la muerte inesperada del señor duque don Ruy en Madrid. Pero
Cunmeigas, como buen soldado, nada comentó a nadie, y ninguna palabra dirigió a
la dama y, únicamente, cuando se cruzaba con ella, se miraban ambos un segundo
a los ojos y, sin palabras, seguían su camino.
Y entonces reparó Cunmeigas en que
ninguna descripción podría hacer de ella pues, al intentarlo, descubrió que
sólo conocía sus ojos y su pelo rubio y ninguna composición podía hacerse de
aquella mujer. ¿De dónde le venía ese respeto hacia quien no conocía? ¿Cómo supo
con antelación aquella dama la prematura desaparición de su señor? ¿Ocultaba,
tal vez, el conocimiento de un asesinato bajo la apariencia de una muerte
repentina?
El capitán se propuso observar su
físico la siguiente vez que topara con ella. Mirar siquiera el corte de sus
manos, observar su porte, mirar sus labios, su mentón, su nariz y su frente.
Pero no tuvo ocasión tal cual él
imaginaba. Una de aquellas noches, mientras daba vueltas en su cama, sintió su
nombre viniendo de las sombras en su estancia:
-
Yago Cunmeigas, Yago Cunmeigas…
-
¿Pero qué hacéis aquí señora, cómo habéis entrado? –se
incorporó alarmado en la cama.
-
No hagáis preguntas a las que no deseo contestar.
-
¿Quién sois?
-
Tú ya lo sabes. O, si no, sólo tienes que buscar en tu
memoria para encontrarme. Las de mi clase, somos todas una.
-
¿Soliña?
-
Vas bien, Cunmeigas. Andas cerca. Veo que no te pusieron
mal el nombre.
-
¿Qué queréis?
-
Decirte que has de cambiar de camino. Tu vida es
insegura en el que llevas.
-
¿Cómo os atrevéis a cuestionar mi lealtad y mi oficio
de armas, pidiéndome eso?
-
Porque tu lealtad de nada vale, habiendo muerto quien
la recibía y la apreciaba. Los asuntos de la corte no quieren lealtades, al
contrario, quieren domésticos adaptados sólo a obedecer la circunstancia.
Educados en ello, son capaces de mudar las veces que haga falta. Tú no, y por
eso peligras. Tú fuiste un soldado leal a tu señor, pero tu señor murió y
ahora, independientemente de lo que él pensara, hay dos facciones que se
disputan el poder y el favor del rey de las Españas. Los unos son los
partidarios de tu antiguo señor, los ebolistas, y, los otros, los del Duque de
Alba. Los primeros tienen talento pero no tienen ya fuerza, los otros tienen
fuerza sobrada, pero les falta la visión certera de los hechos, que en vida
poseyó tu señor. Ni que decir tiene que se impondrá la fuerza, como siempre. Sé
que la princesa se verá encerrada entre los muros de su palacio en breve y que,
si alguna fuerza aún visible le queda, esa fuerza eres tú. Y, por ello, serás quebrado. Márchate,
cuanto antes, si quieres conservar la vida. Pide licencia de soldado, y vete a
algún lugar remoto, a alguno donde el agua y el aire, y no el acontecer de los
hechos, sea la medida, el reloj de la vida. Allí encontrarás refugio. Piénsalo
y hazme caso. Que un militar es necesario en las batallas pero, en la política
de conveniencia, sólo estorba las más de las veces.
-
No os conozco, señora. ¿Cómo podría hacer caso de lo
que decís?
-
Porque
vas a conocerme, Cunmeigas. Sé que ansías hacerlo y que me tienes en tu
mente, y no soy yo nada remilgada para eso. Al contrario. Porque mujeres y
hombres tienen su mayor comunicación cuando yacen y, a falta de otras garantías,
tienen en el hecho gran confianza y descanso. Así que, amigo Yago, he venido a
entregarme a ti. No sólo como garantía de cuanto te digo, sino porque también es
mi deseo de mujer. Será un modo de sellar mi confidencia. Pero, después de esta noche, jamás has de buscarme que, si
yo lo quisiera, ya te encontraría por mi misma.
Cunmeigas, según la dama se iba
despojando de sus prendas, quedaba cada vez más extasiado y aturdido. El cuerpo
de la hermosa mujer iba surgiendo lentamente de entre sus ropas discretas y apreciábale Yago
más resplandeciente por momentos, tal vez, más adornado por su imaginación y
por su intriga y, más que nada, por la fuerza del poderoso deseo que sentía.
Y mucho tiempo después quería
recordar, sin conseguirlo, la sinuosa figura desnuda de doña Dulce, sus senos
altivos, sus gruesos pezones, la redondez de sus caderas, el poder de sus
muslos, la ligereza de sus brazos y sus pantorrillas, la esbeltez de su cuello,
la suavidad del pelo, el olor desconocido de su cuerpo y la unidad voluptuosa
de todo ello junto… pero jamás supo si la respuesta apasionada de su cuerpo
excitado fue contra un fantasma o contra las hechuras de carne y hueso de
aquella mujer. Al despertar sólo tuvo un recuerdo que no podía abarcar, que
como arena se escurría entre sus dedos, y que le era imposible de discernir con
certeza de la realidad. Y, sobre todo, lo que no olvidó fue el pronóstico
certero de una premonición que se acercaba. Curiosamente, de eso jamás dudó.
-
Yago, Yago, la mayoría de la gente cree que conoce su
pasado, se engaña muchas veces al hacerlo, pero yo, que creo conocer el futuro,
rara vez me engaño. Hazme caso y vete.
Aquello fue lo último que
recordaba del encuentro, que, a ratos, estaba seguro de haber tenido y, a ratos,
dudaba de haber vivido, con la señora de Niebla.
4 comentarios:
Estoy alucinada. De verdad que escribes genial. No encuentro nada que me sobre o que me falte. Todo congruente, creíble.
Genial.
Me encanta el nombre la atrevida y resuelta dama. Así me gustan a mí las mujeres, con las cosas claras.
biquiños.
Es una placer, para cualquiera que escribe, que quien lea disfrute.
De manera que tus palabras son mi salario.
Gracias, Aldabra.
El nombre le va muy bien a la nueva meiga de la historia.
Y coincido con aldabra. No sólo está bien escrito, si no que hay sabiduría en las cosas que dicen los personajes y, además, alimentas la intriga muy inteligentemente.
Estoy segura de que, cuando haya que resolver, estarás también acertado.
Un placer pasar a leer esta historia que ya me tiene enganchada.
No estés tan segura, Zeltia. Haré lo que pueda. Bueno, intentaré disfrutar mientras la escribo que, por otro lado, es lo único que sé hacer.
Gracias.
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