Abén Adnán, de cuyo nombre
morisco, el ventero, en un alarde de reflejos, sacó el cristiano de Abel Adán,
recuperó sin proponérselo los aires moros en su nombre, por la inclinación del
lenguaje castellano a las palabras llanas y la del pueblo a pronunciar seguido:
Abeladan.
La familia de la moza que acogió
a Abeládan en Sayatón le trató bien al principio. Pero, cuando vieron pasar los
años y que el ventero mandaba las ayudas y no visitaba al muchacho ni
fiscalizaba su cuidado, se relajaron tanto que por casi olvidaron darle de
comer.
Pero Abeladan era, para entonces,
un arrapiezo inquieto, arisco y asilvestrado, que no respetaba huerto, ni
huevos de nido, ni toperas, ni cangrejos de río, ni cosa alguna animada o
inanimada y al que la necesidad espabiló tanto, que algunos decían que llegó a
descubrir más cosas de comer de las que ninguno conocía.
Como, por sus acciones, vivía
medio proscrito por ser mermador habitual de las alacenas de los vecinos
descuidados, Abeladan aprendió pronto a moverse con más sigilo que los peces,
más silenciosamente que una sombra y con más vista que las aves de la noche. Y
algunos llegaron a decir que su olfato era mayor que el del cura que, por poco anunciadas que fueran las matanzas,
aparecía siempre como atraído por la sangre.
También se convirtió en un
merodeador que, en sus salidas por el campo, cada vez abarcaba más terreno y,
con los años, iba aumentando su avidez por los parajes nuevos y lejanos.
Así fue como, a los doce años,
dio un día, que seguía la ribera del Tajo, con el Molino del tío Mosquete.
Abeladan no sabía lo que era
aquello, así que exploró el caz desde donde éste tomaba el agua del Tajo, llegó
a la represa y encontró la casa y vio que, bajo ella, pasaba el agua para salir
después por el otro lado por unos arcos de piedra y volver de nuevo al río. Y
le pareció un capricho que alguien se hubiera construído una casa junto al río
e hiciera después que el agua pasara bajo ella. Mucho debía de gustarle el agua
al que la hizo, para no contentarse sólo con tenerla al lado.
Como vio que la puerta del molino
tenía la hoja superior abierta, asomó el hocico con curiosidad y luego puso las
manos sobre la hoja baja de la puerta. Y así estaba, curioseando los extraños
instrumentos que en el zaguán veía, cuando la voz sonó a sus espaldas.
-
¿Quién mira dentro de mi casa?
El muchacho se volvió de un
brinco pues no estaba habituado a que le pillaran por sorpresa. Vio al hombre
más grande que nunca hubiera visto, que le miraba con una tranquilidad que
contrastaba con las dos fieras cicatrices que tenía en la cara. La una le
cruzaba la mejilla izquierda desde la oreja a la barbilla y, la otra, desde la
frente hasta partirle la ceja derecha.
-
¿Qué te ha pasado en la cara?
Al hombre le hizo sonreír la
contestación curiosa del muchacho. Y sentándose en una banqueta que tenía
fuera, le señaló otra al chico y, sacando un trozo de queso de un bolsillo y
una navaja del otro, le dijo:
-
Anda, siéntate. ¿Quieres queso?
El muchacho, atrapado por la
curiosidad y también porque ya hacía mucho que alguien le tratara sin mostrarle
amenaza en el ceño, se sentó y engulló el queso en un santiamén.
-
¿Qué te ha pasado en la cara?
-
Son unos recuerdos que me traje de Francia.
-
Y eso, ¿dónde está?
-
Muy lejos. Es otro país donde hay otro rey distinto del
nuestro, pero donde las personas son igual que nosotros aunque hablan otra
lengua.
-
¿Y tú qué hacías allí?
-
Era soldado.
-
¡Soldado! –exclamó admirado el chico- Del rey de
Francia, claro.
-
No, hijo, del rey de España.
-
¿Del rey de España? ¿Y por qué el rey de España tiene soldados
en Francia?
-
Porque los reyes quieren mandar en todo y no les gusta
que les lleven la contraria ni siquiera otros reyes.
-
¿Y eso te lo hicieron los franceses en alguna batalla?
-
Sí. Así fue, pero salí con vida.
-
¿Y tú mataste a muchos franceses?
-
Anda toma más queso. Y dime, de una vez, cómo te
llamas.
-
Abeladan –dijo el chico tomando con avidez el trozo de
queso.
-
¿Abeladan? ¿De quién eres hijo?
-
Vivo en Sayatón, con los Sendines. Pero dicen que no
soy hijo del tío Sendín y que nadie sabe quien es mi padre. Y los chicos, que
soy un hijo de puta.
-
¿Y cómo es que te has alejado tanto de tu pueblo?
-
No es mi pueblo. Y he venido porque me gusta explorar.
A lo mejor podría hacerme soldado cuando crezca.
-
Yo fui soldado y ahora soy molinero.
-
¿Qué es mejor ser soldado o ser molinero?
-
Depende de la persona. Pero los molineros puede ser
soldados y casi ningún soldado puede ser molinero.
-
Entonces, ¿sería mejor que, antes de hacerme soldado,
me hiciera molinero?
-
Sería un buen principio.
Tras esta conversación y otras
que tuvieron, Juan Escribano, mal conocido como el tío Mosquete, se presentó un
buen día donde los Sendines. La gente de Sayatón se alarmó al verle pues,
aparte de que nunca abandonaba su molino, le tenían por hombre peligroso, extravagante y no muy en sus cabales. Le dio al tío Sendín una moneda de oro y un costal de harina y se llevó
al chico para aprendiz de molinero. El tío Sendín quedó muy complacido pues de
balde le hubiera largado al muchacho. Y Abeladan, muy contento, se marchó como
aprendiz del soldado.
2 comentarios:
ya tengo preparada la lectura y leídos los comentarios ya sé dónde es Bolarque (no tenía ni idea),ya sé que no habrá revolcón(de momento) y ya sé que escribiste una novela anterior (mi querida Zeltia la atesora), y ya sé que tendré que usar muchas veces el dicionario... uf, cuanto trabajo me va a dar usted, caballero.
biquiños,
Bolarque no es un sitio famoso pero, es cierto, que allí establecieron los carmelitas a finales del siglo XVI su primer Desierto.
El paraje se presta a la fantasía, y como a mí ésta no me falta y en los libros de historia aparecen los datos, pues escribo historias que me invento en este entorno no demasiado lejano de mi casa.
Mi idea es la de dar placer al leer y no trabajo, así que, Aldabra, puedes preguntarme las palabras o cosas que no entiendas.
Bicos.
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