Tras unas horas de cabalgar
tranquilamente por los campos espaciosos y serenos que dejaban atrás la fragosa
sierra, rodeó Sayatón, pueblo que no le interesaba, y siguió el camino hacia
Pastrana.
Se iniciaba la tarde cuando se
presentó en el cruce donde la Venta Miñosa se encontraba. Entró despacio en el
corral y, aparte de algunas mulas y un par de carros, vio dos caballos enteros
y bien enjaezados. Por las trazas, el uno debía pertenecer a un hombre de la
Iglesia y, el otro, a un militar, por ir preparado a la moda de los Tercios.
Ninguno de los dos pareció
agradarle a Juan Escribano. Pues, si ya por separado era de temer cualquier
autoridad, era combinación muy peligrosa la de aquellas dos juntas. Así que se
entretuvo un rato curioseando fuera y gastando el tiempo. Al cabo, vio salir a un
clérigo de sotana raída que ayudó a subir a su briosa montura a un fraile
dominico que ceñía espada y se tocaba con un sombrero parasol. Luego el clérigo
montó en una mula y los dos salieron, tan desiguales en vestimenta como en
montura, camino de Pastrana. Cuando les vio alejarse, entró despacio en la
venta. Y, muy discretamente, se sentó en un rincón en el que había una mesa sin
recoger aún.
Un caballero de su edad y aún más
corpulento que él, con el inconfundible aire de la milicia, parecía dormitar
con los ojos entornados y apoyado en la espada en un rincón opuesto al suyo. La
penumbra no le permitió ver sus facciones.
El ventero Dum Dum le reconoció
al instante y pareció alegrarse de verle más de lo que sería normal.
-
Bienvenido, señor Juan Escribano, maestro molinero y
soldado licenciado del rey nuestro señor –dijo el ventero con la untuosidad
servil en la palabra-, Marcela, limpia esta mesa y sírvele a don Juan vino al
instante.
Fue en ese momento cuando el
corpulento militar abrió los ojos y giró la cabeza hacia el aludido. Se levantó
y avanzó lentamente media docena de pasos hasta situarse en el centro de la
sala. Se sobrecogió el molinero por las enormes proporciones de aquel hombre,
reparó en sus ojos verdes y en su poblada barba roja. Admiró la calidad de su
vestimenta con la Cruz de Borgoña en el pecho, el sombrero emplumado que
colgaba de su mano izquierda y la enorme mano derecha posada en el pomo del
espadón. Este último detalle le hizo levantarse de inmediato: al gigante le
faltaba el meñique de la mano diestra. Cómo no lo había reconocido antes, no
podía ser otro.
Los dos hombres quedaron en pie,
fijos el uno en el otro. El ventero enmudeció y se quedó parado y hasta Marcela
se quedó suspensa con la jarra de vino en la mano.
El gigantesco jaro y el cetrino
molinero no movían un pelo, no hacían un solo gesto. No se sabía si estaban a
punto de acometerse como perros.
-
¡Gravelinas! –gritó el molinero.
-
¡Por el rey! –respondió el otro.
-
Y por nuestro honor y el dedo que distéis a cambio de
mi vida, mi cabo Cunmeigas.
Y aquellas dos fieras que
parecían a punto de matarse se dieron un gran abrazo y el ventero creyó ver,
casi fortuitamente y sin seguridad ninguna, el reflejo fugaz de alguna lágrima.
Ambos se sentaron en la mesa que
ocupaba el molinero y, quitándose la palabra el uno al otro, se empeñaron en
resumir los años pasados y comprimirlos en minutos. Y el ventero y Marcela se
asombraron de la intensa locuacidad de los dos hombres, tenidos por taciturnos,
y de las jarras de vino que juntos despacharon.
-
Así que capitán de la guardia ducal.
-
Para lo que necesitéis.
-
Así que molinero de aceña.
-
Para serviros.
Viendo el ventero la espléndida
relación de los dos hombres y la buena armonía del encuentro, creyó llegado el
momento oportuno para sus propósitos.
Desde que el viejo Natalio
examinó la ballesta y le informó de que no era su pertenencia permitida a
plebeyos y recordando que el artefacto aquel era herencia destinada a Abeladan
y sabiendo que éste andaba ahora de mozo con el molinero y poniendo todo
cuidado en lo que iba a decir sobre el origen de la máquina, la bajó del
atroje.
-
Quiero que vean vuestras mercedes esta máquina que
algún carretero olvidó en mi corral y que, a fe mía, yo no entiendo qué pueda
ser ni para qué pueda servir.
Extendió el fardo sobre otra mesa
limpia y lo desenvolvió.
Los dos hombres se levantaron al
instante y observaron el artefacto desmontado.
-
¡Una ballesta de cranequín! –dijeron al unísono.
-
Hace años que las sustituyeron los mosquetes, pero sigue
siendo un arma temible –dijo el capitán.
-
¿Un arma, dice usted? –dijo el ventero santiguándose-
De mil amores la pongo bajo su tutela desde ahora. Sea Dios loado por la suerte
este encuentro. Yo había pensado dejarla en manos del señor Escribano, al punto
de verlo, pues es el único soldado que yo conozco en la zona y, aunque
licenciado, dicen que el carácter que imprime la milicia siempre queda, así
como la potestad de tener estos artilugios que el diablo aleje de mí en buena
hora. Pero hágase como decida usía, señor capitán, que más que nunca celebro su
presencia.
-
Bien harás, ventero, dejando esto en manos de un
soldado y tú, Juan, también harás lo correcto en aceptarla pues, por lo que me
has contado, vives en parajes agrestes y aislados y nunca se sabe si alguna vez
no pudieras necesitar de ella.
-
Pero fijaos, Cunmeigas, qué extraños ornatos y
decoración trae la cureña y que extraña cualidad la de la verga.
-
Los ornatos son árabes y la verga es de acero de
Damasco. Nadie ha conseguido una calidad en acero semejante, pero ellos guardan
su secreto como oro en paño. Ni siquiera yo podría montar una ballesta con este
templado en su verga sin utilizar el cranequín. Su potencia debe ser
extraordinaria. Aprendí esto de mis encuentros, amistosos a veces y, los más,
en batalla, con los turcos.
-
No sé qué hacer –dijo el molinero, mirando pensativo el
arma.
-
Hazme caso, llévatela. El ventero está deseando
deshacerse de ella y a ti te puede ser de utilidad, aparte de que, como
soldado, tienes derecho a poseerla. Le harás un favor a este hombre. A él sólo
puede, aparte de servirle de estorbo, traerle problemas. Te lo digo yo que,
ahora, soy hombre de la Justicia.
Cuando los viejos compañeros de
armas se despidieron y marchó cada uno por su lado, el uno hacia Pastrana y el otro
de vuelta a su molino, el ventero respiró satisfecho. Juan Escribano, sin
saberlo, llevaba a Abeládan su herencia y el capitán se iba encantado y
orgulloso de haber encontrado al entrañable camarada que un día salvó. Sólo
Marcela quedó despechada y, viendo desde la puerta marcharse a los dos hombres,
comprendió que aquel casual encuentro les había distraído a ambos de los propósitos
con que vinieron a la venta y ya, con el artefacto saetero ese, habían olvidado
la diana que a ambos atrajera hasta allí y que ella guardaba celosamente entre
las piernas. Y dando una patada en el suelo, al ver cómo se alejaban los de las
saetas, dio una raboteá y se metió dentro rabiosa.
5 comentarios:
y así, en este capítulo, has hecho encajar muy bien, la historia de la ballesta.
seguro que todavía se vuelven a encontrar estos dos personajes a lo largo de la novela.
biquiños,
Gracias, Aldabra.
Casi es seguro que vuelvan a encontrarse.
Bicos.
Dio una raboteá?
:)
Dio una raboteá?
:)
Bueno, lo de la raboteá, es una expresión popular que he oído decir por aquí en algunos pueblos para cuando uno, repentinamente, se revuelve o se da la vuelta violentamente ante algo que le enfurece o le disgusta. La expresión me gustó.
"Cuando le menté el asunto de su hermano, no veas que raboteá pegó."
Podría ser un ejemplo.
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