Pocas veces, como se ha dicho,
salía Juan Escribano de su molino. Su vida de soldado le enseñó lo suficiente del
mundo como para esperar poco bueno de él. Y tuvo por entonces ocasión de tratar
con tantas personas, que quedó vacunado de promesas, de proyectos, de negocios
y de tantas cosas como salían por las bocas de aquellos personajes variopintos a
los que trató.
Su paso por el Tercio de Nápoles
le enseñó en unos años lo frágiles que son las lealtades, lo efímero de las
alianzas, lo voluble de las voluntades. Y, si todo aquello acontecía entre los
grandes de la realeza, de la nobleza y la curia europea, y entre soldados y caballeros
de honor y de palabra, qué podía esperarse de los villanos, ganapanes y
desarrapados que pululaban por doquier, empeñados en comer, al menos, una vez
al día.
El interés gobernaba el mundo y
las mentiras, los enredos, las farsas y los engaños eran sus acólitos.
Recordaba a los charlatanes que había conocido, a los que soñaban con quimeras,
a los que alardeaban de honor o de riqueza, a los que hablaban envinados, a mil
pedigüeños y sablistas, a caballeros cuyo linaje sólo igualaba en solemnidad a
su pobreza y a más gente de mil pelos, y, el que no vivía del engaño a los
demás, se distraía engañándose a sí mismo, triste modo tanto de olvidar las
desdichas como de entretener el hambre. Y a tal punto llegó a desconfiar de la
palabra que, más que para comunicarse, pensaba que los hombres la usaban para
confundirse. Que, si no en la lengua, tenían en sus pensamientos una Babel.
Pero la llegada de Abeladan a su
molino alegró la vida del taciturno y solitario molinero. El arrapiezo, que iba
ya para gañán, tenía por él una admiración que jamás sintió por nadie. Bien es
verdad que tampoco nadie le había dedicado al mozalbete, a lo largo de su vida,
un minuto seguido de atención y, menos, el menor indicio de cariño. Y, si
alguno le buscó alguna vez, fue para darle de varazos o, de un cantazo en las
costillas, arreglarle las cuentas por alguna fechoría.
Por entonces, la industria
molinera era empresa segura. A falta de moneda, que ciertamente poca circulaba,
se quedaba el molinero la maquila, que era una porción de lo que molturaba. Así
que en aquel negocio, donde el fiar era desconocido, sólo un vago o un tonto se
arruinaba.
Abeladan, que no había conocido
nunca tal seguridad, gozaba con la prosperidad de su amo. Y, el verse regalado
de pan recién cocido, de bollos, de carne asada en los rescoldos, de huevos,
leche y queso, fue tan gran novedad para el muchacho que, al poco tiempo, su
enclenque cuerpecillo de perro apaleado había cambiado de pelaje. Y, a la
seguridad que le proporcionaba la cercanía y aprecio de su recio patrón, se
unía la inusual experiencia de comer cada día con más abundancia que tasa, cosa
que le maravilló durante mucho tiempo.
Tenía el molino, además, un
huerto más grande que pequeño, una corte con una pareja de gorrinos y un
gallinero chico con una veintena de gallinas y algún pato, más cuatro cabras
para el gasto de leche. Abeladan, en apenas dos semanas, se hizo el Adán de
aquel paraíso. Y sólo el caballo Gastón, que únicamente se tranquilizaba ante
la presencia del molinero, tardó más tiempo en aceptarle y en comer dócilmente de su mano.
Juan Escribano le enseñó poco a
poco el funcionamiento del molino. Pero el chico, que no perdía pie ni pata a
su patrón, aprendía todo enseguida y no olvidaba sílaba alguna que saliera de
la boca del antiguo soldado.
Juan, viendo al muchacho tan
despabilado, le enseñó a trampear con lazos, a hacer perchas con pelo de
caballo, a poner losas, a hacer pitos de
reclamo para las codornices y redes para cogerlas en los trigales verdes.
También le inició en el arte de la pesca, arte que, como todo el mundo sabe,
tiene su origen y su base en la paciencia. Pero el molinero notó enseguida que
el carácter del chico era más activo que pasivo y que, a la caza y al trampeo,
le añadía todo el interés del que carecía por la pesca.
El caso fue que, en apenas un
año, igualó a su maestro en la destreza con todo tipo de garlitos y trampas
pero, la pesca, prefería el chico dejarla en manos del maestro al que paciencia
le sobraba. Y así, intentó el molinero atemperar el carácter activo del
muchacho, dándole siempre tareas que hacer y las enseñanzas para llevarlas a
buen término.
Habían pasado ya tres años, con
sus tres estíos y cosechas. Durante las interminables moliendas de finales del
verano, el molino del Tajo, por su caz de flujo constante, era el lugar que
muchos lugareños elegían para moler sin tener que esperar las colas de otros
molinos más cercanos, pero que habían de cargar una vez tras de otra sus
represas con los exiguos cauces de riachuelos, que apenas eran poco más que
arroyos. Y, en aquella época, el molino del tío Mosquete se convertía en el
centro de información de la comarca. Y enseguida se supo que Juan Escribano
había tomado por aprendiz al que, como a expósito, criaran de mala manera los
Sendines.
Llegado el otoño de aquel año, y
sintiéndose Juan con una jovialidad que apenas recordaba, le dijo un día a
Abeladan que bajaría hasta Sayatón o aún más lejos y que le dejaba como dueño y
encargado del molino hasta su vuelta. A Abeládan se le hincharon los pulmones
de orgullo y le pareció que, en ese momento, había crecido un par de palmos,
pues nunca en su vida se había sentido tan importante. El soldado confiaba en
él.
-
Marche tranquilo, señor Juan, que deja todo en buenas
manos –dijo, mostrando un respeto y un trato repentino acorde con el honor que
el molinero le hacía y que a él se le antojaba más importante que el Virreinato
del Perú.
-
¿Puedo irme tranquilo, mi aprendiz? –dijo el molinero
muy serio, en un tono fingidamente castrense, pero riéndose para sus adentros
de la solemnidad y la incumbencia que veía en el muchacho.
-
Más tranquilo que el rey de las Españas, señor Juan
–dijo Abeladan con el gesto más resuelto, voluntarioso y serio que había puesto
en su vida.
Y el molinero, montado en su
caballo Gastón, salió al paso hacia Sayatón, si bien sus intenciones eran
llegarse hasta la Venta Miñosa, donde bien sabía que había de encontrar lo que
buscaba.
4 comentarios:
Al principio creí que la historia iba a ir por otros derroteros, que te ibas a centrar más en la vida de los hermanos pero de momento parece que no es así, aunque todo puede cambiar.
Me gusta Juan, un hombre con corazón y capaz de dar cariño y cobijo, a Abeladán, un chiquillo al que le fue escatimado todo.
Me está gustando la historia. Y estoy intrigada.
Biquiños,
Estoy ahí intrigada por la razón de que se crucen los destinos del molinero y del niño sin padres.
lo frágiles que son las lealtades, lo efímero de las alianzas, lo voluble de las voluntades...
El siglo XVI, Aldabra, y quizás todos los siglos dan para mucho. Así que los hermanos, como tú dices, saldrán, si salen, cuando les toque.
Bueno, pues espero que la intriga te dure.
Bicos.
Bueno, Zeltia, si te mantienes intrigada es buena señal.
He tenido mucho lío unos días pero espero ya poder continuar escribiendo.
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