Las ensoñaciones de Juan Escribano,
además de desorientarle por su falta de atención al camino, le habían
despistado en el cuadrante de ese tiempo, tan liviano y sutil para los seres
distraídos y ausentes, que separa el día de la noche.
Su caballo había aminorado la
marcha tanto y caminaba tan a su paso, que parecía no sentir al jinete y daba
la impresión de deambular a voluntad. Y, al cabo, se detuvo en un cruce de
caminos. Porque los caballos intuyen la voluntad de quien los monta y, sin el gobierno
de ésta, sienten el desamparo de mover sólo un peso. Y el caballo, asustado,
temió llevar a su lomo algo tan inerte como el peso de un muerto.
Ante el parón del animal, Juan
salió bruscamente de su ensimismamiento, se irguió y, aturdido, pensó en qué
lugar se hallaba. Pero fue inútil: era de noche y no podía ver las referencias
que le hubieran orientado. Se dijo que la luz llena los días y da certeza a las
cabezas y que, cuando ésta falta, todo queda vacío, como si se perdiera la
memoria, faltase el conocimiento y quedara sin timón la voluntad. Pero se quiso
tranquilizar pensando que todo era el efecto de la oscuridad de la noche y que
no confluían en sus sentimientos otras cosas extrañas.
El encuentro con Cunmeigas le
había trastocado. Y ni siquiera sabía el itinerario que había seguido para
llegar al punto desconocido donde ahora se encontraba.
Se sintió absorbido por un punto
vacío. No era la primera vez que le pasaba, lo sintió tras su primera batalla.
Recordaba que, agotado, se sentó en una piedra. Dejó sus armas y pertrechos a
un lado. Miró al suelo. Observó, como si nunca antes hubiera reparado en ello,
las diminutas plantas, la piedrecillas, el polvo, el deambular de los insectos,
los instrumentos artificiales de sus armas, sus pies calzados, oyó las voces de
sus compañeros, los gemidos de los heridos y los moribundos, las imprecaciones
presurosas y ácidas de los despojadores de cadáveres, los sonidos metálicos de
las trompetas llamando a la reagrupación y, seguramente, los vivas de los suyos
celebrando la victoria. Pero él no sentía nada, porque no puede sentir cosa
alguna el que es incapaz de entender. Y él, pasado aquel tumulto interno que
incita a defender la propia vida sin pensar en más, no se explicaba aquella
división aleatoria entre muertos y vivos con que culminaba una batalla y por
eso miraba al suelo, cuyos diminutos seres permanecían ajenos al sentir de los
hombres. Pero, como ser educado en la milicia, hizo lo único que sabía hacer:
obedecer. Y acudió a la llamada de su tercio.
Esa noche no había llamada alguna,
si no era la del sobresalto interior de su propio abandono. Ninguna obligación
le impelía a salir del agujero del vacío y se sentía ausente. Y, como estaba
solo y el monte respiraba silencio, tuvo miedo de sentirse así y dio en
acariciar al caballo en el cuello por sentir algo cálido y vivo a su lado.
Desmontó, ató a Gastón a un marojo y le quitó mecánicamente la silla y las
alforjas. Luego, acumulando hojarasca, improvisó un lecho vegetal y poniendo
las alforjas por almohada, y cubriéndose con una manta que sacó de ellas, se
dispuso a pasar la noche en aquel lugar imprevisto e impreciso, donde la
oscuridad de la noche, y no la luz del día, le hizo despertar de su ensueño
para encontrarse perdido y doblemente solo, como si se hubiera despertado en el
vientre de un océano de oscuridad.
Deseaba dormirse para hacer más
breve el paréntesis de aquella noche tan extraña. Pero, al acurrucarse bajo la
manta y apoyar la cabeza en las alforjas, la cureña, la verga y el cranequín de
la ballesta desmontada le hicieron difícil acoplar ésta. Había olvidado el
arma. Ni el peso inusual de las alforjas, al desprenderlas del caballo, le
había recordado el artilugio. Sólo, al apoyar la cabeza sobre aquellas durezas
angulosas, recordó que la llevaba.
Eso le distrajo del sueño.
Inmediatamente pensó en Abeladan. Aquel muchacho quería ser soldado. Sólo
faltaba llevar a casa un arma. Sabía que, en cuanto viera la ballesta, no
pararía de rogarle que la montara, que le enseñara a manejarla, y él no sabría
negarse, ni valdría la pena que lo hiciera, porque los deseos impetuosos no
pueden pararse y ya le había demostrado el muchacho su vehemencia por la caza.
Él no quería que Abeladan se
fuera de soldado. Y no era sólo por el egoísmo de verse solo nuevamente, sino porque
la vida soldadesca cambia a la gente y no siempre a mejor. Es más, él lo sabía
bien, la vida de soldado hiere mucho más por dentro que por fuera, por extraño
que pueda parecer, y deja inefables heridas en el alma que, de no morir
prematuramente en la profesión, acompañan a los hombres de por vida, y no les
dan descanso sino desasosiego, y jamás cicatrizan ni se olvidan.
Él no quería aquello para el
chico. Hubo un tiempo en que pensó en convencerle pero, sabiendo que la
experiencia es intransferible, desistió. Seguramente sus relatos, lejos de desanimarle,
avivarían más su deseo; y su oposición, si el muchacho la veía rotunda,
reafirmaría más a éste en su voluntad. Nadie aprende de la experiencia ajena. Así
era el mundo, que los que nacen no heredan los conocimientos de sus antecesores.
Estos conocimientos, sólo en una pequeña parte y a muy duras penas, pueden ser
trasmitidos a algunos y raramente a los propios. Pero los burdos vicios son
machacona e insistentemente repetidos por el común de las gentes, como si todos
ellos vinieran con nosotros, como si la vida estuviera predispuesta a
mantenernos necios y remisa a darnos fácilmente algo de juicio.
¿Cómo se podía estar tan decidido
y ser, a la vez, tan ignorante?
En sus pensamientos sobre
Abeladan, en un arranque, a punto estuvo de decidirse a desembalar la ballesta,
quemar cuerdas y cureña en lo oscuro de la noche, machacar la nuez con una
piedra, desvencijar el cranequín y
tirarlo, junto con la verga y los dardos, en cuanto amaneciera, en lo más frondoso
de la espesura de algún barranco inaccesible o, mejor, sepultarlo todo para
siempre en lo más profundo del Tajo.
Pero Juan se quedó dormido.
4 comentarios:
En el fondo, Juan, ha de querer darle al muchacho la vida que el muchacho desee porque Juan es un buen hombre.
biquiños,
En los relatos, como en la vida, no hay más que personas.
Y muchas veces queremos evitar a los demás equivocaciones, las más de las veces sin conseguirlo.
La educación, a veces, trata de evitar lo que fervientemente deseamos.
Como siempre la vida es una amalgama de deseos, coincidencias, errores y aciertos.
Ya veremos qué pasa, Aldabra.
Bicos.
Eso, ya veremos que pasa..
pero ahora que estamos enganchadas, nos vas a dejar con la historia interrupta?
:-(
Zeltia, esta interrupción no será grave ni decepcionante, pues no son urgentes las historias ni apremian tanto como otras cosas.
De todos modos, seguro que escribiré de vez en cuando.
Ánimo con las cosas. Suerte.
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