Subo por los pelos al tren que a las ocho y un suspiro sale hacia Madrid. Aún tengo asiento. Para en todas las estaciones. Por eso el trasiego de viajeros es constante. Vamos pasando Azuqueca, Meco, Alcalá, Torrejón, San Fernando, Vallecas, Pozo, Entrevías… Todo el mundo va en silencio. Nadie saluda ni da los buenos días aunque se te siente casi encima. Nadie mira a los demás, si no es de reojo, ni soporta que los demás lo miren sin torcer el gesto. Por si el aislamiento, que todos respetan como si fuera un compromiso firmado, no fuera suficiente hay quien lleva auriculares, hay quien gafas de sol, hay quien se enfrasca en la lectura, hay quien sin más se duerme recostándose sobre el de al lado que, pacientemente, lo aguanta… Los más concentrados, totalmente alienados, no paran de maniobrar con el teléfono móvil enviando y recibiendo mensajes, incapaces de retirar los ojos del dispositivo, como imantados por la luz de la pantallita, tal que insectos. Procuran el aislamiento personal de los demás viajeros, el del cuerpo a cuerpo, pero no pueden vivir incomunicados por el móvil, por más de unos minutos, porque de él son adictos fieles. En medio del silencio y de la incomunicación mutua, la megafonía del tren anuncia a los viajeros, con voz mixta entre comercial y metálica, la estación de Atocha. Allí bajamos la mayoría. Son las nueve.
Nada más abandonar el tren, además de la incomunicación que ya traíamos y que nadie abandona, comenzamos a andar todos a un ritmo vertiginoso. Busco a ese sargento invisible y enérgico que nos marca una marcha tan vivaz pero no lo encuentro. Imagino que la ciudad tiene un aire cargado de estrés por la respiración de generaciones y que éste, al respirarlo, nos ha inoculado a todos el espíritu de caballos de carreras. ¡Pero si es que vamos todos como si todos fuéramos con coche pero sin él!
Emerjo de las entrañas del suelo en el Paseo de la Infanta Isabel codo con codo, sin perder un tranco, con los que conmigo salieron. Miro al Ministerio de Agricultura de impresionante portada. Ya está bien. Me digo que ya vale de correr y, en cuanto camino de un modo indolente, me doy cuenta de que, aparte de entorpecer a veloces viandantes que me rebasan, es primavera. La cuesta Moyano está hoy, y a estas horas, desierta de libreros. El Paseo del Prado luce la exuberancia del Jardín Botánico, pero no voy hacia él. Cruzo el paseo e inicio la subida de la Calle Atocha. Los muchos restaurantes que en esta calle había se han transformado en chinos, turcos, tailandeses… y hasta uno de aquellos tan castizos, donde era típico comer bocadillos de calamares, ha cerrado. La Joya se llamaba y estaba en la misma esquina. Me paro a contemplarlo y a recordar los tiempos aquellos e inmediatamente me doy cuenta de que en esta ciudad no se ve bien que nadie esté parado (inmóvil digo) y que, enseguida, la gente te mira con algo de extrañeza porque aquí los ciudadanos ven normal el movimiento y la quietud les irrita y espanta o, como poco, les mosquea.
Nada más abandonar el tren, además de la incomunicación que ya traíamos y que nadie abandona, comenzamos a andar todos a un ritmo vertiginoso. Busco a ese sargento invisible y enérgico que nos marca una marcha tan vivaz pero no lo encuentro. Imagino que la ciudad tiene un aire cargado de estrés por la respiración de generaciones y que éste, al respirarlo, nos ha inoculado a todos el espíritu de caballos de carreras. ¡Pero si es que vamos todos como si todos fuéramos con coche pero sin él!
Emerjo de las entrañas del suelo en el Paseo de la Infanta Isabel codo con codo, sin perder un tranco, con los que conmigo salieron. Miro al Ministerio de Agricultura de impresionante portada. Ya está bien. Me digo que ya vale de correr y, en cuanto camino de un modo indolente, me doy cuenta de que, aparte de entorpecer a veloces viandantes que me rebasan, es primavera. La cuesta Moyano está hoy, y a estas horas, desierta de libreros. El Paseo del Prado luce la exuberancia del Jardín Botánico, pero no voy hacia él. Cruzo el paseo e inicio la subida de la Calle Atocha. Los muchos restaurantes que en esta calle había se han transformado en chinos, turcos, tailandeses… y hasta uno de aquellos tan castizos, donde era típico comer bocadillos de calamares, ha cerrado. La Joya se llamaba y estaba en la misma esquina. Me paro a contemplarlo y a recordar los tiempos aquellos e inmediatamente me doy cuenta de que en esta ciudad no se ve bien que nadie esté parado (inmóvil digo) y que, enseguida, la gente te mira con algo de extrañeza porque aquí los ciudadanos ven normal el movimiento y la quietud les irrita y espanta o, como poco, les mosquea.
2 comentarios:
Me cambiaste la pichada (de pitcher) jajajaja
Pero te sigo igual.
;-)
Gracias, la variación en los temas es propia de un blog. Sin embargo la historia de Lázaro continuará. Pero de vez en cuando hay que abrir las ventanas de la mente a otros aires para que el caletre se ventile.
Saludos.
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