Cumplida mi visita me dispongo a deshacer el camino andado en la mañana. Es mediodía. Busco el lado sombrío de las calles porque el sol a estas horas ya ofende. Los comercios están todos abiertos excepto los que cerraron para los restos. La actividad está en su apogeo.
Sin darme cuenta me pongo al paso de los ciudadanos, es decir, a andar como si todos me disputasen el terreno. Al llegar a la calle de la Montera reparo nuevamente en la estupidez de mi velocidad y, reportándome, vuelvo al paso normal, al paso del que pasa por los sitios mirando. Me llaman la atención, en esta calle, las jovencísimas prostitutas, casi adolescentes o sin casi, de los países del Este. También las muchas negras que a ello se dedican pero que, en general, parecen más mayores o, tal vez, de más talla o más entradas en carnes.
La Puerta del Sol está llena de gente. Muchos son extranjeros. Gran parte de ellos son turistas y, entre ellos, abundan los guiris sobre todo. Sentado en un cartón puesto en el suelo hay un hombre en calzoncillos que muestra los muñones de las dos piernas amputadas con la mirada triste, pero ensayadamente digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos hay una mujer que, sentada también en un cartón sobre el suelo, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados. Cruzo la calle y, bajo la placa que señala la altura sobre el nivel del mar en Alicante (650,75 m por si a alguien le interesa), hay otro mendigo de la amputación que muestra los dos muñones limpios de ambos brazos. Empiezo a darme cuenta de que también hay putas por doquier y ya de todos los tipos y pelajes. Esta mañana no vi ninguna. Se ve que en el oficio no se requiere madrugar. También hay abundante policía. Los agentes están colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las esquinas y los cruces. Los hombres anuncio han surgido como setas. Los hay por todas partes. Sobre todo proliferan los que anuncian, entre otros pequeños locales comerciales, las oficinas en las que se compra y vende oro y se empeñan joyas. Por un momento me imagino que me he colado por una rendija del tiempo en la España de la novela picaresca. Escapo por Carretas hacia la plaza de Jacinto Benavente. Más meretrices orondas y colipoterras maduras, con la carrocería bien pintada, hacen ofertas tentadoras a los vejetes que pululan por la plaza y rebajas a los puteros habituales asediados, como todos, por la crisis. Hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que circulan por la plaza. Una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante suciedad en cada uno de sus pliegues, camina despistada oscilando de un lado para otro, como una náufraga perdida entre la multitud. El saco es un reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra por el suelo.
Gano al fin la calle Atocha. En un diminuto despacho de lotería metido en la entrada de un portal cegado compro lotería. Ya me encamino, relajado, calle abajo hacia la estación. A medida que me alejo del centro desaparecen los hombres anuncios, no hay lisiados ni amputados y el número de pilinguis por metro cuadrado baja muchísimo, aunque de vez en cuando alguna, apoyada en algún portal, me guiña el ojo al pasar o me mira devolviéndome el descaro con que la miro yo.
Entro en una tienda de ultramarinos regentada por un chino y me compro una cerveza. Me siento en un banco al final de la calle Atocha y me la tomo viendo pasar la gente y mirando el rotundo perfil de la estación. Tenía sed.
Tomo un tren que sale a las 13,20. Apenas arranca, un hombre demacrado con barba de no se sabe cuantos días y con un macuto mugriento a la espalda habla sin titubeos y con cierta elocuencia a los viajeros que llenamos el vagón:
“Disculpen que me dirija a ustedes de este modo. Seguramente son todos ustedes buena gente que viene o va a trabajar y que no se merecen el que yo les moleste con mis problemas. Sin embargo, me veo en la necesidad de hacerlo por la urgencia del hambre y el deseo de supervivencia que es inherente al ser humano. Tengo 41 años y tres hijos y ha sido la falta de trabajo, a la que nos ha llevado esta crisis, lo que de ellos me ha separado, impulsándome a buscar trabajo fuera de mi tierra donde las oportunidades, imagínense ustedes, son aún menores que aquí. Pero la adversidad del destino ha hecho que, no solamente no lo encontrase, sino que me vea en la situación en la que ustedes me contemplan. Apelo al nombre de Dios, si ustedes son creyentes, para que me ayuden con la voluntad y, si ustedes no lo fueran, apelo a la común solidaridad humana para que, de igual modo, me ayuden con una moneda que les sobre. Muchas gracias.” Terminadas estas palabras, humilde como un franciscano pero digno como un Quijote, recorrió el vagón recogiendo el fruto, si lo hubo, de las mismas y luego se pasó al siguiente coche. Apenas había salido entró un segundo, de idénticas trazas, que realizó una intervención similar. Luego un tercero…
Los viajeros como el que oye llover, hablan de sus cosas:
- Fidel es mazo buen chaval.
- A mí me lo vas a decir, tía, que es mi colega.
- Y es mazo de guapo, tía.
- Ya te digo. Pues la zorra de novia esa que tiene se mosqueó un día conmigo porque íbamos por la calle y nos pilló abrazaos. Y va la tía y me dice: ¿Qué haces tú abrazá al Fidel? Y yo, pues tía lo abrazo porque el Fidel es mi colega de siempre, ¿vale? A mi qué coño me importaba su novia. ¿Qué no, tía?
- Ya te digo. Y desde que se lo hace en el gimnasio, el Fidel mola tope mazo, tía.
Y el tren se aleja del centro repartiendo su contenido humano en los suburbios chelis de Madrid y en las ciudades cercanas. El tren, a la vuelta, parece más de cercanías que a la ida.
Sin darme cuenta me pongo al paso de los ciudadanos, es decir, a andar como si todos me disputasen el terreno. Al llegar a la calle de la Montera reparo nuevamente en la estupidez de mi velocidad y, reportándome, vuelvo al paso normal, al paso del que pasa por los sitios mirando. Me llaman la atención, en esta calle, las jovencísimas prostitutas, casi adolescentes o sin casi, de los países del Este. También las muchas negras que a ello se dedican pero que, en general, parecen más mayores o, tal vez, de más talla o más entradas en carnes.
La Puerta del Sol está llena de gente. Muchos son extranjeros. Gran parte de ellos son turistas y, entre ellos, abundan los guiris sobre todo. Sentado en un cartón puesto en el suelo hay un hombre en calzoncillos que muestra los muñones de las dos piernas amputadas con la mirada triste, pero ensayadamente digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos hay una mujer que, sentada también en un cartón sobre el suelo, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados. Cruzo la calle y, bajo la placa que señala la altura sobre el nivel del mar en Alicante (650,75 m por si a alguien le interesa), hay otro mendigo de la amputación que muestra los dos muñones limpios de ambos brazos. Empiezo a darme cuenta de que también hay putas por doquier y ya de todos los tipos y pelajes. Esta mañana no vi ninguna. Se ve que en el oficio no se requiere madrugar. También hay abundante policía. Los agentes están colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las esquinas y los cruces. Los hombres anuncio han surgido como setas. Los hay por todas partes. Sobre todo proliferan los que anuncian, entre otros pequeños locales comerciales, las oficinas en las que se compra y vende oro y se empeñan joyas. Por un momento me imagino que me he colado por una rendija del tiempo en la España de la novela picaresca. Escapo por Carretas hacia la plaza de Jacinto Benavente. Más meretrices orondas y colipoterras maduras, con la carrocería bien pintada, hacen ofertas tentadoras a los vejetes que pululan por la plaza y rebajas a los puteros habituales asediados, como todos, por la crisis. Hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que circulan por la plaza. Una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante suciedad en cada uno de sus pliegues, camina despistada oscilando de un lado para otro, como una náufraga perdida entre la multitud. El saco es un reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra por el suelo.
Gano al fin la calle Atocha. En un diminuto despacho de lotería metido en la entrada de un portal cegado compro lotería. Ya me encamino, relajado, calle abajo hacia la estación. A medida que me alejo del centro desaparecen los hombres anuncios, no hay lisiados ni amputados y el número de pilinguis por metro cuadrado baja muchísimo, aunque de vez en cuando alguna, apoyada en algún portal, me guiña el ojo al pasar o me mira devolviéndome el descaro con que la miro yo.
Entro en una tienda de ultramarinos regentada por un chino y me compro una cerveza. Me siento en un banco al final de la calle Atocha y me la tomo viendo pasar la gente y mirando el rotundo perfil de la estación. Tenía sed.
Tomo un tren que sale a las 13,20. Apenas arranca, un hombre demacrado con barba de no se sabe cuantos días y con un macuto mugriento a la espalda habla sin titubeos y con cierta elocuencia a los viajeros que llenamos el vagón:
“Disculpen que me dirija a ustedes de este modo. Seguramente son todos ustedes buena gente que viene o va a trabajar y que no se merecen el que yo les moleste con mis problemas. Sin embargo, me veo en la necesidad de hacerlo por la urgencia del hambre y el deseo de supervivencia que es inherente al ser humano. Tengo 41 años y tres hijos y ha sido la falta de trabajo, a la que nos ha llevado esta crisis, lo que de ellos me ha separado, impulsándome a buscar trabajo fuera de mi tierra donde las oportunidades, imagínense ustedes, son aún menores que aquí. Pero la adversidad del destino ha hecho que, no solamente no lo encontrase, sino que me vea en la situación en la que ustedes me contemplan. Apelo al nombre de Dios, si ustedes son creyentes, para que me ayuden con la voluntad y, si ustedes no lo fueran, apelo a la común solidaridad humana para que, de igual modo, me ayuden con una moneda que les sobre. Muchas gracias.” Terminadas estas palabras, humilde como un franciscano pero digno como un Quijote, recorrió el vagón recogiendo el fruto, si lo hubo, de las mismas y luego se pasó al siguiente coche. Apenas había salido entró un segundo, de idénticas trazas, que realizó una intervención similar. Luego un tercero…
Los viajeros como el que oye llover, hablan de sus cosas:
- Fidel es mazo buen chaval.
- A mí me lo vas a decir, tía, que es mi colega.
- Y es mazo de guapo, tía.
- Ya te digo. Pues la zorra de novia esa que tiene se mosqueó un día conmigo porque íbamos por la calle y nos pilló abrazaos. Y va la tía y me dice: ¿Qué haces tú abrazá al Fidel? Y yo, pues tía lo abrazo porque el Fidel es mi colega de siempre, ¿vale? A mi qué coño me importaba su novia. ¿Qué no, tía?
- Ya te digo. Y desde que se lo hace en el gimnasio, el Fidel mola tope mazo, tía.
Y el tren se aleja del centro repartiendo su contenido humano en los suburbios chelis de Madrid y en las ciudades cercanas. El tren, a la vuelta, parece más de cercanías que a la ida.
3 comentarios:
Sorpresa se lleva uno. Ese discurso de los hombres en el tren ES IDÉNTICO A LOS QUE DICEN AQUÍ, sobre todo los deportados de USA. Pululan en cantidades desesperantes. No puedes llevar las ventanas del carro abajo en los cruceros. Sobre todo haciendo línea para pasar a los Estados Unidos. Da miedo.
El Madrid que yo recuerdo, por fortuna, no tiene mucho que ver con el lado menos grato de la vida. Fue mi entrada y mi salida de una Europa FASCINANTE.
Aunque debo tener por ahí algún detalle menos luminoso que otro en mis recuerdos.
Tengo preguntas sobre palabras nuevas para mi, en este y los 2 "Madrides" anteriores. Colipoterras y guiris son un par de ellas.
¡Ilústrame, señor Soros! ¿si?
Colipoterras = prostitutas (no se usa mucho)
Guiris = de lengua anglosajona, alemana o nórdica ("esos que hablan ese guirigay", de ahí guiris)
Creo que te valdrá.
Saludos.
Sin embargo, portugueses, italianos, franceses... con los que nos es más fácil entendernos esos, ¡por Dios! Esos no son guiris.
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