Subo, ya más tranquilo, la calle Atocha. A medida que lo hago reparo en las hermosas puertas de madera de algunos edificios antiguos. Muestran algunas los símbolos cuadrados de hermosos laberintos, otras los rombos protectores, otras el chevron, otras bellos ajedrezados, otras diseños serrados, otras esquemáticas flores de loto… Lástima que en alguno de los esconces que hacen las entradas de los comercios haya gente durmiendo o, más bien a estas horas, aguantando el relente en sacos de dormir ajados. No tienen a donde ir, no tienen prisa.
Las tiendas no han abierto o están abriendo y algunas, sobre todo de las más pequeñas, se ve que cerraron para siempre por la crisis. Hay colas esperando en las oficinas de información, en las de Hacienda y en las de asuntos para extranjeros, éstas especialmente nutridas, donde los inmigrantes se organizan para que la atención se reciba en el orden debido y sin conflictos.
Al llegar a la plaza de Jacinto Benavente hay gran ajetreo de coches de reparto que surten a los bares, restaurantes y mesones de la zona centro, muchos de los cuales están enclavados en zonas que hoy son peatonales.
Por la calle Carretas me pongo en la Puerta del Sol en un suspiro. La Puerta del Sol está en obras y la salvo como puedo para, enseguida, encaminarme por la calle de la Montera hacia la Gran Vía. Siguen los repartos y la mayoría de los comercios comienzan a abrir también por esta zona. El tráfico de la Gran Vía es tan denso como de costumbre. La cruzo y me meto por la calle Fuencarral. El comienzo de esta calle, estrecha y con árboles parece la de cualquier pueblo.
Enseguida me topo con algún recuerdo cuando, a la izquierda, echo una mirada a la calle de San Onofre. Parece como si viera salir a la puerta de su portal a la tía Petra secándose las manos en el delantal y diciéndome enseguida:
- El tío Rufino no puede andar muy lejos, date una vuelta que estará tomando café por aquí cerca, yo no voy porque no puedo dejar la portería. Dile que se venga contigo y ya quedamos para comer. Porque, ¿te quedarás a comer, no?
Pero no, ni la Petra ni el Rufino, aparecerán ya por allí ni por parte alguna y, súbitamente, cambio de opinión y, en lugar de meterme por San Onofre, continúo por Fuencarral para evitar que la punzada del recuerdo profundice más de lo debido.
Madrid es la ciudad de las obras, la calle Fuencarral tiene un gran tramo en ellas. Llego a Tribunal esperando toparme con la singular portada barroca del hospicio pero resulta que también está en obras. Lo tapa completamente un lienzo con la fachada dibujada. Curioso intento de evitar que tanta obra afee la ciudad. Así que, mientras me decepciono de nuevo, me viene a la memoria otro pariente que vivió en la cercana calle de Churruca. Quizás porque aún no he desayunado, recuerdo que teniendo unos doce años aquel pariente me invitó a hacerlo por allí cerca, en un bar de la calle Fuencarral. Se le ocurrió al buen hombre rematar el desayuno con una copa de anís dulce y, sin considerar mi edad, pidió que a mí me la sirvieran en forma de palomita. Apenas tomé la mitad de la blancuzca palomita me salió del estómago cuanto antes en él había entrado con el consiguiente susto y disgusto del pariente y mi primera experiencia desagradable con el alcohol. Recordé que era un bar estrecho y largo que al fondo, a la izquierda, tenía los servicios y también un comedor. Y como por ensalmo, siguiendo Fuencarral adelante, aparece. Es el bar Peñacruz. Entro en él y, con la excusa de ir a los servicios, localizo éstos y el comedor interior. Luego reparo en que dentro hay dos putas. La una es muy joven y guapa y está con un muchacho que pega más que sea su cliente que su chulo. Toman café con leche y el chico, con cierta delicadeza, pide tostadas con unte de tomate y aceite. La otra es más mayor y descarada y está con su maromo, mano a mano, tomándose unas copas de orujo de hierbas que en ese momento el camarero repone generosamente. Tomo un café con leche y una rosquita de hojaldre casera con cabello de ángel y luego estoy tentado de pedir un anís, pero decido tener algo más de seso que mi pariente y desecho la idea. Enseguida me voy pensando cómo, de milagro, algunos lugares se conservan mientras lo normal es que todo cambie sin cesar. De mi pariente, ni mentarlo, otro que no aparecerá.
Llego a la glorieta de Bilbao y, maldita sea, la zona donde estaba la cafetería La Campana también está en obras. Otro recuerdo cegado. Así que sigo y enseguida me planto en la glorieta de Quevedo. Sigo por Bravo Murillo y entro en la confitería Mallorca. Una de las dependientas me atiende solícita y me pone una docena de pasteles tan diminutos que he de decirle que complete con los que quepan en la bandeja so pena de hacer el ridículo allá donde los lleve. La muchacha se ríe. Luego le pregunto que si hacen pan al estilo de los pueblos y me señala lo que hay al otro extremo del largo mostrador de la pastelería. Me dice que son baguettes. Le contesto que ya lo había notado pero que no me había atrevido a decirlo por mi poco dominio del francés. Se ríe nuevamente y me dice que he de pagar en la caja a la salida. Le digo que primero voy a hacer una llamada y me paso a la barra de enfrente, que es de la cafetería del mismo local. Pido un café. Mi llamada es para ver si la persona a la que debo visitar se encuentra en casa. Lo está.
Mientras tomo el café observo como, en una esquina de la barra, un tipo que anda por los sesenta se deja hacer cucamonas y caricias por una joven que no pasa de los veinticinco. Desde luego el lugar es muy discreto y las horas las menos sospechosas para amores ilícitos pero, por mucho que babosee el madurito con su atractiva amiga, creo que tales relaciones son siempre ficticias. Recojo los pasteles, voy a pagar y la dependienta que me atendió, a la que paso, me hace un gesto simpático y ambiguo, como diciendo: así son las cosas.
Las tiendas no han abierto o están abriendo y algunas, sobre todo de las más pequeñas, se ve que cerraron para siempre por la crisis. Hay colas esperando en las oficinas de información, en las de Hacienda y en las de asuntos para extranjeros, éstas especialmente nutridas, donde los inmigrantes se organizan para que la atención se reciba en el orden debido y sin conflictos.
Al llegar a la plaza de Jacinto Benavente hay gran ajetreo de coches de reparto que surten a los bares, restaurantes y mesones de la zona centro, muchos de los cuales están enclavados en zonas que hoy son peatonales.
Por la calle Carretas me pongo en la Puerta del Sol en un suspiro. La Puerta del Sol está en obras y la salvo como puedo para, enseguida, encaminarme por la calle de la Montera hacia la Gran Vía. Siguen los repartos y la mayoría de los comercios comienzan a abrir también por esta zona. El tráfico de la Gran Vía es tan denso como de costumbre. La cruzo y me meto por la calle Fuencarral. El comienzo de esta calle, estrecha y con árboles parece la de cualquier pueblo.
Enseguida me topo con algún recuerdo cuando, a la izquierda, echo una mirada a la calle de San Onofre. Parece como si viera salir a la puerta de su portal a la tía Petra secándose las manos en el delantal y diciéndome enseguida:
- El tío Rufino no puede andar muy lejos, date una vuelta que estará tomando café por aquí cerca, yo no voy porque no puedo dejar la portería. Dile que se venga contigo y ya quedamos para comer. Porque, ¿te quedarás a comer, no?
Pero no, ni la Petra ni el Rufino, aparecerán ya por allí ni por parte alguna y, súbitamente, cambio de opinión y, en lugar de meterme por San Onofre, continúo por Fuencarral para evitar que la punzada del recuerdo profundice más de lo debido.
Madrid es la ciudad de las obras, la calle Fuencarral tiene un gran tramo en ellas. Llego a Tribunal esperando toparme con la singular portada barroca del hospicio pero resulta que también está en obras. Lo tapa completamente un lienzo con la fachada dibujada. Curioso intento de evitar que tanta obra afee la ciudad. Así que, mientras me decepciono de nuevo, me viene a la memoria otro pariente que vivió en la cercana calle de Churruca. Quizás porque aún no he desayunado, recuerdo que teniendo unos doce años aquel pariente me invitó a hacerlo por allí cerca, en un bar de la calle Fuencarral. Se le ocurrió al buen hombre rematar el desayuno con una copa de anís dulce y, sin considerar mi edad, pidió que a mí me la sirvieran en forma de palomita. Apenas tomé la mitad de la blancuzca palomita me salió del estómago cuanto antes en él había entrado con el consiguiente susto y disgusto del pariente y mi primera experiencia desagradable con el alcohol. Recordé que era un bar estrecho y largo que al fondo, a la izquierda, tenía los servicios y también un comedor. Y como por ensalmo, siguiendo Fuencarral adelante, aparece. Es el bar Peñacruz. Entro en él y, con la excusa de ir a los servicios, localizo éstos y el comedor interior. Luego reparo en que dentro hay dos putas. La una es muy joven y guapa y está con un muchacho que pega más que sea su cliente que su chulo. Toman café con leche y el chico, con cierta delicadeza, pide tostadas con unte de tomate y aceite. La otra es más mayor y descarada y está con su maromo, mano a mano, tomándose unas copas de orujo de hierbas que en ese momento el camarero repone generosamente. Tomo un café con leche y una rosquita de hojaldre casera con cabello de ángel y luego estoy tentado de pedir un anís, pero decido tener algo más de seso que mi pariente y desecho la idea. Enseguida me voy pensando cómo, de milagro, algunos lugares se conservan mientras lo normal es que todo cambie sin cesar. De mi pariente, ni mentarlo, otro que no aparecerá.
Llego a la glorieta de Bilbao y, maldita sea, la zona donde estaba la cafetería La Campana también está en obras. Otro recuerdo cegado. Así que sigo y enseguida me planto en la glorieta de Quevedo. Sigo por Bravo Murillo y entro en la confitería Mallorca. Una de las dependientas me atiende solícita y me pone una docena de pasteles tan diminutos que he de decirle que complete con los que quepan en la bandeja so pena de hacer el ridículo allá donde los lleve. La muchacha se ríe. Luego le pregunto que si hacen pan al estilo de los pueblos y me señala lo que hay al otro extremo del largo mostrador de la pastelería. Me dice que son baguettes. Le contesto que ya lo había notado pero que no me había atrevido a decirlo por mi poco dominio del francés. Se ríe nuevamente y me dice que he de pagar en la caja a la salida. Le digo que primero voy a hacer una llamada y me paso a la barra de enfrente, que es de la cafetería del mismo local. Pido un café. Mi llamada es para ver si la persona a la que debo visitar se encuentra en casa. Lo está.
Mientras tomo el café observo como, en una esquina de la barra, un tipo que anda por los sesenta se deja hacer cucamonas y caricias por una joven que no pasa de los veinticinco. Desde luego el lugar es muy discreto y las horas las menos sospechosas para amores ilícitos pero, por mucho que babosee el madurito con su atractiva amiga, creo que tales relaciones son siempre ficticias. Recojo los pasteles, voy a pagar y la dependienta que me atendió, a la que paso, me hace un gesto simpático y ambiguo, como diciendo: así son las cosas.
2 comentarios:
¡Ahhhh!
Madrid, Madrid. Sentidos y cálidos recuerdos. Fui caminando lento tras de ti, estoy segura que ibas mas de prisa de lo que mis cortos pasos pueden ir. Pero fui contigo, aspirando el aroma madrileño, es lo primero que noté al salir del Barajas a la calle.
España huele distinto que mi México. Pero me gustó el aroma. Quisiera volver algún día.
Besos
Cuando uno camina, sin prisas, por el viejo Madrid se percata de que es cierto aquel aserto que definió a la ciudad como un poblachón manchego.
Me parece Madrid un concentrado de virtudes y vicios propios de España, un espejo donde los españoles nos vemos a nosotros mismos. Es un lugar de acogida que nos recuerda que tanto valen los orígenes de unos como los de otros. De los miles de personas que habitan la ciudad, casi nadie tuvo su origen en ella. Así tiene un fondo de solidaria fraternidad y un compendio de la más descarada picaresca.
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