Llegó el día de la partida. Lázaro marchaba a trabajar en la hostelería a Canut de Mar. Era la tarde noche de un día de primeros de junio. Su tío Manuel le bajó a la estación para despedirle. Por aquel entonces Manuel estaba sin trabajo. Vivía en casa de una hermana casada y no tenía un duro. Al ver que Lázaro se iba, éste tuvo la impresión de que a Manuel ganas le daban de marcharse con él. Al llegar el tren, le preguntó si llevaba el billete y si llevaba dinero. A la primera pregunta le dijo que sí y a la segunda que unas monedas.
- Pero, ¿cómo consienten que te vayas casi a Francia sin dinero?
El hombre, visiblemente conmovido, sacó su cartera y le dio todo cuanto en ella llevaba, sin dejar ni un solo billete. Lázaro sabía que era todo lo que tenía. Luego le dio un abrazo y se dio media vuelta porque no quería que el muchacho le viese llorar. Su imagen, con el traje arreglado y teñido de negro que había sido de su padre, el mismo que llevó a La Fambra pero ya más ajado, y su pinta de muchacho decidido sólo daban muestra evidente de un audaz desamparo. Desde sus tiempos boyantes de La Fambra hasta ahora era como si hubiese empequeñecido, encogido, como si hubiese perdido la apostura que aquella confianza ficticia, que llegó a tener, le daba. Cuando salió el tren, Manuel no se volvió pero agitó la mano porque sabía que Lázaro le estaba mirando. El tren dejó la estación de su ciudad y se metió en la noche que ya estaba cerrada.
El expreso Costa Brava era un tren que venía de Algeciras y que subía hasta Port Bou en la frontera con Francia. Durante el día hacía el recorrido de Algeciras a Madrid y por la noche el de Madrid a Port Bou. El tren iba lleno de magrebíes con chilabas y un montón de equipaje, de soldados que estaban haciendo la mili en África y volvían a la península con sus bolsas y petates y, en general, de gentecilla de medio pelo, como Lázaro. De todos los que viajaban en aquel tren ninguno tenía pinta de tener donde caerse muerto. Era difícil encontrar un sitio entre aquel marasmo de personal. Todo el mundo se había tumbado donde pudo para pasar la noche y los acomodados, que ya llevaban muchas horas de tren, ignoraban totalmente a los que no encontraban sitio. Los aposentados, dormidos o fingiendo que lo estaban, pasaban indolentemente de los demás, aunque algunos mostraran sus billetes con derecho a asiento. Había quien protestaba y amenazaba con llamar al revisor pero los acomodados ignoraban sus protestas, y hasta su mera existencia, con la misma indolencia del que toma el sol. A Lázaro eso no le preocupaba. Tenía un desasosiego que le hacía inmune a la incomodidad. Buscó un lugar libre junto a una ventanilla, en un pasillo, y allí, a ratos de pie y a ratos sentado sobre su pequeña maleta de cartón piedra, pasó la noche. No durmió nada. Llevaba la ventanilla abierta por la que le entraba el aire fresco de la noche y el olor a carbonilla y a humo de la máquina. Iba pasando por muchas y muchas estaciones, todas desconocidas. El Costa Brava paraba en casi todas. Ansioso y anhelante de la llegada del nuevo día, no se apartó de la ventanilla en toda la noche. Lázaro, con el alma atenazada por las sombrías profecías de su tío Prim, pensaba y repensaba: ¿Cómo me irá?, ¿ganaré dinero?, ¿podré volver orgulloso a mi casa dentro de unos meses con un montón de billetes? O, por el contrario, llevarán razón Prim y Mauri y volveré sin un duro, como un desgraciado. ¡Qué vergüenza, si me pasara esto!
Luego, siguiendo con las previsiones que se le habían anunciado, pensó: ¿será verdad que son tan putas las tías extranjeras y que como te descuides te dejan sin un duro?, tengo que tener mucho cuidado… Los pensamientos se sucedían veloces, atemorizantes, como el trac-trac, trac-trac monótono de aquel tren que cada vez le alejaba más de su ciudad. Así, en aquella laguna de incertidumbre, transcurrió la larga noche.
Amaneció en Tarragona. El tren estaba parado en la estación. Recordaba Lázaro, como en un sueño, una explanada gris ante sus ojos, totalmente quieta, frente a la estación. Al principio le pareció una inmensa llanura de cemento grisáceo con esa extraña luz irreal del amanecer calmo y brumoso. Era tan irreal que pensó que se había dormido y estaba viendo una extraña visión. Tuvo que convencerse a sí mismo de que, por fuerza, aquello había de ser el mar y no la explanada inconmensurable, gris, quieta y vacía que parecía. Aquella primera visión del mar le defraudó. ¿Y era allí donde los ríos cantarines y sonoros iban a parar? ¿A aquella triste quietud?
Tres horas después el Costa Brava se detuvo en su estación de destino: Canut de Mar. Desde allí tomó un autobús que le dejaría en el Hotel Casals.
El hotel estaba entre Canut de Mar y Boadella, a unos dos kilómetros del primero. No iba Lázaro muy tranquilo en el autobús porque todo el mundo le miraba fijamente, de un modo extraño, apenas daban en él. Claro que, como le habían dicho que aquello era Cataluña, pensó que quizás se le notara que no era catalán y puede que, a los de allí, su fisonomía les pareciera algo curiosa. Pero, en efecto, la gente no dejaba de mirarle, no era una aprehensión suya.
El chófer del autobús le indicó donde estaba el Hotel Casals y le dejó frente a él. A Lázaro le impresionó el edificio. Tenía un ancho acceso por la parte izquierda que permitía a los vehículos y a las personas acercarse a la entrada principal o acceder al hermoso bar con terraza y piscina que ésta tenía enfrente. Nada más iniciar su entrada por ese acceso oyó unas voces dirigidas a él pero, como sabía a qué iba, continuó su camino sin detenerse.
No habían pasado ni cinco segundos cuando vio venírsele encima dos enormes perros. Uno era un bóxer y el otro un pastor alemán. Casi se paralizó del susto. Antes de que se diera cuenta cada uno de los perros le tenía apretado, mordiéndole uno cada pie, contra el suelo. Al mismo tiempo los dos perros gruñían amenazadoramente como si avisaran de que no se moviera. Quedó inmóvil y aterrorizado. Le seguían voceando que se fuera, que aquello era propiedad privada. Estaba desconcertado y sorprendido. Mira que si ahora no me quieren aquí, pensó. Y se dio cuenta de que el dinero que tenía no le daba ni para volver.
De repente salió por la puerta principal un señor mayor y se vino hacia él.
- Perdone, buenos días... –dijo Lázaro, intentando congraciarse con quien se le aproximaba.
El hombre le miró y, como si acabara de darse cuenta, dijo:
- Usted debe ser el Lázaro.
- Sí, sí señor...
- ¡Fat, Dat! -ordenó inmediatamente con dos voces secas, y los perros soltaron a Lázaro y mansamente se retiraron a su espalda- Perdone, Lázaro, pero ya verá usted que por aquí hay mucho vagabundo que se mete por cualquier parte. A usted estos perros no volverán a confundirle.
El hombre tenía más de 60 años y le hablaba en castellano con un fuerte acento catalán que, claro, Lázaro era la primera vez que identificaba. Tenía aspecto de pallés, vestía con modestia pero iba muy limpio, era calvo y fuerte y tenía las manos grandes como el que ha trabajado con ellas toda su vida. No lo parecía pero, según Lázaro supo después, era el dueño de todo aquello. Era el señor Agustí. Educadísimo, siempre le trató de usted durante los cuatro meses de la temporada de verano en que el muchacho trabajó para él.
- No trabaje usted hoy, Lázaro, dedique el día a descansar que no habrá dormido bien.
- Mire usted, señor Agustí, yo he venido aquí a ganar dinero y empiezo a trabajar ahora mismo –dijo Lázaro, que tras la noche de incertidumbre y dudas, llegaba totalmente concienciado.
- Bueno, hombre, como usted quiera, pero, por favor, suba primero a la habitación que le asignarán y lávese un poco. Baje con camisa blanca y corbata y, en cuanto sea posible, le haremos un uniforme.
A pesar de su buen trato aquel hombre le miraba también con una cierta extrañeza. ¿Habrá por aquí tan pocos castellanos? Sus prejuicios no le dejaban imaginar otra cosa antes las persistentes miradas de todo el mundo. Al poco una señora le condujo a una habitación a la que se accedía por un patio que estaba en la parte posterior del edificio. Subiendo unas escaleras que daban a una galería había una sucesión de habitaciones con una ducha y un servicio común. Allí tenía su habitación, compartida con otro miembro del personal del hotel, y, anejo a ella, otro servicio con ducha.
Al ir al servicio para lavarse, encontró en el espejo la imagen de alguien que le costó reconocer. Era un chico con el pelo rizado, un trajecillo teñido de negro como si viniera de enterrar a alguien, la cara asustada y, eso sí, toda ella negra de carbonilla como si se hubiera disfrazado para hacer de rey negro en la cabalgata de su pueblo. Sólo alrededor de los ojos aquello blanqueaba un poco. El humo y la carbonilla del tren habían hecho su efecto a lo largo de la noche. Los catalanes no habían notado que fuese castellano. No había sido una cosa genética. Podía tenerlo claro.
- Pero, ¿cómo consienten que te vayas casi a Francia sin dinero?
El hombre, visiblemente conmovido, sacó su cartera y le dio todo cuanto en ella llevaba, sin dejar ni un solo billete. Lázaro sabía que era todo lo que tenía. Luego le dio un abrazo y se dio media vuelta porque no quería que el muchacho le viese llorar. Su imagen, con el traje arreglado y teñido de negro que había sido de su padre, el mismo que llevó a La Fambra pero ya más ajado, y su pinta de muchacho decidido sólo daban muestra evidente de un audaz desamparo. Desde sus tiempos boyantes de La Fambra hasta ahora era como si hubiese empequeñecido, encogido, como si hubiese perdido la apostura que aquella confianza ficticia, que llegó a tener, le daba. Cuando salió el tren, Manuel no se volvió pero agitó la mano porque sabía que Lázaro le estaba mirando. El tren dejó la estación de su ciudad y se metió en la noche que ya estaba cerrada.
El expreso Costa Brava era un tren que venía de Algeciras y que subía hasta Port Bou en la frontera con Francia. Durante el día hacía el recorrido de Algeciras a Madrid y por la noche el de Madrid a Port Bou. El tren iba lleno de magrebíes con chilabas y un montón de equipaje, de soldados que estaban haciendo la mili en África y volvían a la península con sus bolsas y petates y, en general, de gentecilla de medio pelo, como Lázaro. De todos los que viajaban en aquel tren ninguno tenía pinta de tener donde caerse muerto. Era difícil encontrar un sitio entre aquel marasmo de personal. Todo el mundo se había tumbado donde pudo para pasar la noche y los acomodados, que ya llevaban muchas horas de tren, ignoraban totalmente a los que no encontraban sitio. Los aposentados, dormidos o fingiendo que lo estaban, pasaban indolentemente de los demás, aunque algunos mostraran sus billetes con derecho a asiento. Había quien protestaba y amenazaba con llamar al revisor pero los acomodados ignoraban sus protestas, y hasta su mera existencia, con la misma indolencia del que toma el sol. A Lázaro eso no le preocupaba. Tenía un desasosiego que le hacía inmune a la incomodidad. Buscó un lugar libre junto a una ventanilla, en un pasillo, y allí, a ratos de pie y a ratos sentado sobre su pequeña maleta de cartón piedra, pasó la noche. No durmió nada. Llevaba la ventanilla abierta por la que le entraba el aire fresco de la noche y el olor a carbonilla y a humo de la máquina. Iba pasando por muchas y muchas estaciones, todas desconocidas. El Costa Brava paraba en casi todas. Ansioso y anhelante de la llegada del nuevo día, no se apartó de la ventanilla en toda la noche. Lázaro, con el alma atenazada por las sombrías profecías de su tío Prim, pensaba y repensaba: ¿Cómo me irá?, ¿ganaré dinero?, ¿podré volver orgulloso a mi casa dentro de unos meses con un montón de billetes? O, por el contrario, llevarán razón Prim y Mauri y volveré sin un duro, como un desgraciado. ¡Qué vergüenza, si me pasara esto!
Luego, siguiendo con las previsiones que se le habían anunciado, pensó: ¿será verdad que son tan putas las tías extranjeras y que como te descuides te dejan sin un duro?, tengo que tener mucho cuidado… Los pensamientos se sucedían veloces, atemorizantes, como el trac-trac, trac-trac monótono de aquel tren que cada vez le alejaba más de su ciudad. Así, en aquella laguna de incertidumbre, transcurrió la larga noche.
Amaneció en Tarragona. El tren estaba parado en la estación. Recordaba Lázaro, como en un sueño, una explanada gris ante sus ojos, totalmente quieta, frente a la estación. Al principio le pareció una inmensa llanura de cemento grisáceo con esa extraña luz irreal del amanecer calmo y brumoso. Era tan irreal que pensó que se había dormido y estaba viendo una extraña visión. Tuvo que convencerse a sí mismo de que, por fuerza, aquello había de ser el mar y no la explanada inconmensurable, gris, quieta y vacía que parecía. Aquella primera visión del mar le defraudó. ¿Y era allí donde los ríos cantarines y sonoros iban a parar? ¿A aquella triste quietud?
Tres horas después el Costa Brava se detuvo en su estación de destino: Canut de Mar. Desde allí tomó un autobús que le dejaría en el Hotel Casals.
El hotel estaba entre Canut de Mar y Boadella, a unos dos kilómetros del primero. No iba Lázaro muy tranquilo en el autobús porque todo el mundo le miraba fijamente, de un modo extraño, apenas daban en él. Claro que, como le habían dicho que aquello era Cataluña, pensó que quizás se le notara que no era catalán y puede que, a los de allí, su fisonomía les pareciera algo curiosa. Pero, en efecto, la gente no dejaba de mirarle, no era una aprehensión suya.
El chófer del autobús le indicó donde estaba el Hotel Casals y le dejó frente a él. A Lázaro le impresionó el edificio. Tenía un ancho acceso por la parte izquierda que permitía a los vehículos y a las personas acercarse a la entrada principal o acceder al hermoso bar con terraza y piscina que ésta tenía enfrente. Nada más iniciar su entrada por ese acceso oyó unas voces dirigidas a él pero, como sabía a qué iba, continuó su camino sin detenerse.
No habían pasado ni cinco segundos cuando vio venírsele encima dos enormes perros. Uno era un bóxer y el otro un pastor alemán. Casi se paralizó del susto. Antes de que se diera cuenta cada uno de los perros le tenía apretado, mordiéndole uno cada pie, contra el suelo. Al mismo tiempo los dos perros gruñían amenazadoramente como si avisaran de que no se moviera. Quedó inmóvil y aterrorizado. Le seguían voceando que se fuera, que aquello era propiedad privada. Estaba desconcertado y sorprendido. Mira que si ahora no me quieren aquí, pensó. Y se dio cuenta de que el dinero que tenía no le daba ni para volver.
De repente salió por la puerta principal un señor mayor y se vino hacia él.
- Perdone, buenos días... –dijo Lázaro, intentando congraciarse con quien se le aproximaba.
El hombre le miró y, como si acabara de darse cuenta, dijo:
- Usted debe ser el Lázaro.
- Sí, sí señor...
- ¡Fat, Dat! -ordenó inmediatamente con dos voces secas, y los perros soltaron a Lázaro y mansamente se retiraron a su espalda- Perdone, Lázaro, pero ya verá usted que por aquí hay mucho vagabundo que se mete por cualquier parte. A usted estos perros no volverán a confundirle.
El hombre tenía más de 60 años y le hablaba en castellano con un fuerte acento catalán que, claro, Lázaro era la primera vez que identificaba. Tenía aspecto de pallés, vestía con modestia pero iba muy limpio, era calvo y fuerte y tenía las manos grandes como el que ha trabajado con ellas toda su vida. No lo parecía pero, según Lázaro supo después, era el dueño de todo aquello. Era el señor Agustí. Educadísimo, siempre le trató de usted durante los cuatro meses de la temporada de verano en que el muchacho trabajó para él.
- No trabaje usted hoy, Lázaro, dedique el día a descansar que no habrá dormido bien.
- Mire usted, señor Agustí, yo he venido aquí a ganar dinero y empiezo a trabajar ahora mismo –dijo Lázaro, que tras la noche de incertidumbre y dudas, llegaba totalmente concienciado.
- Bueno, hombre, como usted quiera, pero, por favor, suba primero a la habitación que le asignarán y lávese un poco. Baje con camisa blanca y corbata y, en cuanto sea posible, le haremos un uniforme.
A pesar de su buen trato aquel hombre le miraba también con una cierta extrañeza. ¿Habrá por aquí tan pocos castellanos? Sus prejuicios no le dejaban imaginar otra cosa antes las persistentes miradas de todo el mundo. Al poco una señora le condujo a una habitación a la que se accedía por un patio que estaba en la parte posterior del edificio. Subiendo unas escaleras que daban a una galería había una sucesión de habitaciones con una ducha y un servicio común. Allí tenía su habitación, compartida con otro miembro del personal del hotel, y, anejo a ella, otro servicio con ducha.
Al ir al servicio para lavarse, encontró en el espejo la imagen de alguien que le costó reconocer. Era un chico con el pelo rizado, un trajecillo teñido de negro como si viniera de enterrar a alguien, la cara asustada y, eso sí, toda ella negra de carbonilla como si se hubiera disfrazado para hacer de rey negro en la cabalgata de su pueblo. Sólo alrededor de los ojos aquello blanqueaba un poco. El humo y la carbonilla del tren habían hecho su efecto a lo largo de la noche. Los catalanes no habían notado que fuese castellano. No había sido una cosa genética. Podía tenerlo claro.
6 comentarios:
Jajajajajaja
No paro de reír. Ese Lázaro sí que se tomaba en serio ¿eh? ¡hasta se puso negro!
Jajajajaaja
Un beso
Iba tanto mirándose a sí mismo que no podía verse.
:-)
Me encanta esta historia.¿Piensas continuarla?
Conecto cada día espectante;porfa,continua...
Besos
Sí, lohen, mi intención es continuar esta historia. Además, si te gusta...
Besos
Lo espero ansiosa,y entre tanto dejo de lado el ClK.
Abraçadas desde Canut de la Mer
Vale, Lohen, a ver cómo voy de tiempo.
Besos
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