Eran 80 habitaciones. La señora Montse, esposa de Agustí, y su hija Julia gobernaban la limpieza de las mismas y la lavandería disponiendo de una docena de mujeres para estas faenas. Dirigían también las cocinas y decidían los menús para clientes y trabajadores del hotel. Era, sin embargo, el pulido Chef Reina, con sus cocineros y pinches, el que ejecutaba sin interferencias los menús de cada día y las comandas a la carta. Ambas, madre e hija, eran serias y laboriosas y sabían conseguir de los empleados una gran eficiencia. Tal vez fuera porque eran muy ordenadas y sabían mandar, aunque siempre discretas, amables y serias pero manteniendo un punto de distancia. Contrastaban mucho con las chicas que, bajo sus órdenes, hacían las tareas de limpieza. Éstas eran proclives al desorden, a las risas, a perder el tiempo y a golfear con el primero que se pusiera por delante, siempre que nadie las viera. Eran todas aquellas chicas alérgicas a cualquier disciplina. Sin embargo la aparición de madre e hija, juntas o por separado, hacía que aquella parva de chavalas ruidosas se convirtiera en un conjunto de eficientes limpiadoras. Venían, por lo general, las chicas del servicio de Extremadura y de Andalucía. A aquéllas más espabiladas y vistosas les enseñaban a servir como camareras en el comedor.
El encargado de hacer todas las compras y mantener al día despensas y cocinas era el propio señor Agustí. Era también el que, cuando era necesario, coordinaba las distintas partes de aquella empresa para que todo funcionara bien y el que informalmente presidía la reunión, de los seis de la familia, que todas las tardes de los sábados tenía lugar en la dirección. En ellas se corregían fallos y se enderezaba, sin que alguna vez faltaran las voces, todo aquello que tendía a torcerse.
En la planta baja Joan y Artur, hijo e hijo político de Agustí, el segundo casado con Julia, se encargaban de la recepción. Los dos se desenvolvían con soltura en francés y alemán aunque su inglés sólo les permitía salir de los apuros. Además, en la planta baja, había un gran hall, una sala común muy espaciosa (para lecturas, televisión, reuniones, etc.) y un comedor amplio y muy bien iluminado a cargo del señor Maurici, el serio y concienzudo maître, y los camareros y camareras bajo su supervisión. En la misma planta pero en la parte interior estaban las cocinas, las despensas y el comedor del servicio. A la derecha de la recepción había también un pequeño pabellón de habitaciones.
Senén, un pícaro extremeño de 16 años, menudo, de mirada astuta y manos ágiles, era el botones. Ayudaba a los clientes con las maletas y las bolsas y manejaba los ascensores con los que se accedía a las tres plantas donde estaban las habitaciones a las que, naturalmente, se podía acceder también por las escaleras.
La recepción era amplia y rectangular. Uno de los lados pequeños del rectángulo daba a la entrada principal, una gran cristalera con puerta central de bronce dorado y doble hoja. En el lado opuesto estaba el mostrador de la recepción con una entrada lateral, una centralita de teléfonos a la derecha, un par de sillas y los útiles de oficina necesarios. Detrás de la recepción había una puerta y una pared cubierta con un gran espejo. La puerta daba acceso al despacho del director que a la vez era la oficina desde la que se administraba el hotel y el lugar, como se ha dicho, de las reuniones. El gran espejo no era tal, sino que estaba simulado y, para los que mirasen desde la dirección, era una ventana que les permitía observar sin ser vistos el hall entero. Algo así como eso que se ve en las películas de policías. Naturalmente ese detalle no lo conocía nadie excepto los dueños y Lázaro que al cabo de unos días fue requerido para entrar en dirección y pudo comprobar la utilidad del tal espejo. En la dirección estaba también la caja fuerte del hotel donde los clientes podían depositar dinero o joyas que temieran perder.
A la derecha del mostrador de recepción había otro mostrador mucho más pequeño y perpendicular a él, separado por el pasillo que conducía al pabellón de habitaciones de la planta baja. Era el mostrador del conserje, tras el cual un gran casillero numerado contenía las llaves de cada una de las habitaciones, los documentos de los clientes en tanto no los retirasen, la correspondencia que mandaban o la que les llegaba y algún efecto personal que los huéspedes podían dejar allí transitoriamente. Ese era el puesto de Lázaro y, a partir de las 12 de la noche y hasta las 8 de la mañana, el del portero de noche.
Una pequeña avenida asfaltada llevaba desde la cercana carretera, la de Canut de Mar y Boadella, a la puerta principal del hotel Casals, de modo que se podía llegar a ella cómodamente en coche. Cuando un cliente dejaba el coche allí, uno de los recepcionistas, Joan o Artur, lo aparcaba en el aparcamiento del hotel o lo metía en el garaje que había en los sótanos del edificio. A ningún empleado le estaba permitido hacerlo. Al ser los coches de los clientes máquinas muy valiosas: Mercedes, Porshes, Ferraris, BMWs… en su mayoría, los atildados recepcionistas y miembros de la dirección de la empresa no se arriesgaban a que cualquier empleado inexperto abollara o rallara alguna de aquellas fortunas con ruedas.
Justo enfrente de la entrada principal estaba el gran bar. Era cuadrado, muy amplio, con numerosas mesas en el interior y con una barra recta paralela a la pared de uno de sus lados y los otros tres cerrados por cristaleras. A la izquierda del bar y comunicada con él, la gran piscina. La piscina, con trampolines a varias alturas, estaba rodeada de jardines con numerosos sauces frondosos repartidos aquí y allá. Había una gran cantidad de veladores, repartidos sobre el cuidado césped, para que los clientes pudieran disfrutar tomando sus consumiciones en traje de baño y servidos por camareros que, a su llamada, traían las comandas desde el bar acristalado. Uno de los camareros era Blasco, el muchacho de la residencia de La Fambra que dio las señas del hotel a Lázaro. El bar lo dirigía el jefe de barra, Estanis, otro andaluz veterano en el servicio del hotel al que, a pesar de ser serio y maduro, nadie le llamaba de usted ni le ponía delante el señor ni el don.
A continuación de las instalaciones de la piscina estaban las pistas de tenis cuyo uso se contrataba en recepción, en una especie de estadillo donde podían verse fácilmente las horas libres y las ocupadas de cada día.
Un tanto alejada de la piscina y del edificio principal del hotel había una boîte, una especie de discoteca pequeña que hacía que los clientes menos dinámicos no tuvieran necesidad de desplazarse al cercano Canut de Mar para disfrutar del ambiente discotequero. Cualquiera, sin tener que coger el coche y tener que buscar donde aparcar en el multitudinario Canut, podía tomarse una copa con la trepidante música de moda a todo volumen o bailar hasta el amanecer. La discoteca, debidamente insonorizada, estaba en los sótanos de un edificio cuyos pisos superiores eran las viviendas de los dueños del hotel y de sus hijos.
Lázaro tardó poco en percatarse de cómo funcionaban las cosas en aquel hotel. Tardaría algo más en comprender el funcionamiento de las relaciones interpersonales. Sin embargo, lo que le sorprendió más fue como los clientes, en su mayoría franceses y alemanes, se comportaban durante sus vacaciones. Era nuevo para él ver, a la mayoría de aquellas personas, en traje de baño la mayor parte del día, tanto fuera del hotel como dentro de él, y, a muchos de ellos, emborracharse a cualquier hora del modo más desinhibido.
Por otro lado notó cómo miraban a los españoles del servicio con un poco de conmiseración y condescendencia, adoptándoles en su afecto como si se tratara de simpáticos animalitos, casi de mascotas.
Comprendió también, poco a poco, cómo para aquellas gentes de la Europa civilizada y rica el sexo era sólo una faceta más de la vida, algo normal, y no, como para los españoles, una obsesión y un acontecimiento que incluso muchos elevarían casi a la categoría de milagro.
El encargado de hacer todas las compras y mantener al día despensas y cocinas era el propio señor Agustí. Era también el que, cuando era necesario, coordinaba las distintas partes de aquella empresa para que todo funcionara bien y el que informalmente presidía la reunión, de los seis de la familia, que todas las tardes de los sábados tenía lugar en la dirección. En ellas se corregían fallos y se enderezaba, sin que alguna vez faltaran las voces, todo aquello que tendía a torcerse.
En la planta baja Joan y Artur, hijo e hijo político de Agustí, el segundo casado con Julia, se encargaban de la recepción. Los dos se desenvolvían con soltura en francés y alemán aunque su inglés sólo les permitía salir de los apuros. Además, en la planta baja, había un gran hall, una sala común muy espaciosa (para lecturas, televisión, reuniones, etc.) y un comedor amplio y muy bien iluminado a cargo del señor Maurici, el serio y concienzudo maître, y los camareros y camareras bajo su supervisión. En la misma planta pero en la parte interior estaban las cocinas, las despensas y el comedor del servicio. A la derecha de la recepción había también un pequeño pabellón de habitaciones.
Senén, un pícaro extremeño de 16 años, menudo, de mirada astuta y manos ágiles, era el botones. Ayudaba a los clientes con las maletas y las bolsas y manejaba los ascensores con los que se accedía a las tres plantas donde estaban las habitaciones a las que, naturalmente, se podía acceder también por las escaleras.
La recepción era amplia y rectangular. Uno de los lados pequeños del rectángulo daba a la entrada principal, una gran cristalera con puerta central de bronce dorado y doble hoja. En el lado opuesto estaba el mostrador de la recepción con una entrada lateral, una centralita de teléfonos a la derecha, un par de sillas y los útiles de oficina necesarios. Detrás de la recepción había una puerta y una pared cubierta con un gran espejo. La puerta daba acceso al despacho del director que a la vez era la oficina desde la que se administraba el hotel y el lugar, como se ha dicho, de las reuniones. El gran espejo no era tal, sino que estaba simulado y, para los que mirasen desde la dirección, era una ventana que les permitía observar sin ser vistos el hall entero. Algo así como eso que se ve en las películas de policías. Naturalmente ese detalle no lo conocía nadie excepto los dueños y Lázaro que al cabo de unos días fue requerido para entrar en dirección y pudo comprobar la utilidad del tal espejo. En la dirección estaba también la caja fuerte del hotel donde los clientes podían depositar dinero o joyas que temieran perder.
A la derecha del mostrador de recepción había otro mostrador mucho más pequeño y perpendicular a él, separado por el pasillo que conducía al pabellón de habitaciones de la planta baja. Era el mostrador del conserje, tras el cual un gran casillero numerado contenía las llaves de cada una de las habitaciones, los documentos de los clientes en tanto no los retirasen, la correspondencia que mandaban o la que les llegaba y algún efecto personal que los huéspedes podían dejar allí transitoriamente. Ese era el puesto de Lázaro y, a partir de las 12 de la noche y hasta las 8 de la mañana, el del portero de noche.
Una pequeña avenida asfaltada llevaba desde la cercana carretera, la de Canut de Mar y Boadella, a la puerta principal del hotel Casals, de modo que se podía llegar a ella cómodamente en coche. Cuando un cliente dejaba el coche allí, uno de los recepcionistas, Joan o Artur, lo aparcaba en el aparcamiento del hotel o lo metía en el garaje que había en los sótanos del edificio. A ningún empleado le estaba permitido hacerlo. Al ser los coches de los clientes máquinas muy valiosas: Mercedes, Porshes, Ferraris, BMWs… en su mayoría, los atildados recepcionistas y miembros de la dirección de la empresa no se arriesgaban a que cualquier empleado inexperto abollara o rallara alguna de aquellas fortunas con ruedas.
Justo enfrente de la entrada principal estaba el gran bar. Era cuadrado, muy amplio, con numerosas mesas en el interior y con una barra recta paralela a la pared de uno de sus lados y los otros tres cerrados por cristaleras. A la izquierda del bar y comunicada con él, la gran piscina. La piscina, con trampolines a varias alturas, estaba rodeada de jardines con numerosos sauces frondosos repartidos aquí y allá. Había una gran cantidad de veladores, repartidos sobre el cuidado césped, para que los clientes pudieran disfrutar tomando sus consumiciones en traje de baño y servidos por camareros que, a su llamada, traían las comandas desde el bar acristalado. Uno de los camareros era Blasco, el muchacho de la residencia de La Fambra que dio las señas del hotel a Lázaro. El bar lo dirigía el jefe de barra, Estanis, otro andaluz veterano en el servicio del hotel al que, a pesar de ser serio y maduro, nadie le llamaba de usted ni le ponía delante el señor ni el don.
A continuación de las instalaciones de la piscina estaban las pistas de tenis cuyo uso se contrataba en recepción, en una especie de estadillo donde podían verse fácilmente las horas libres y las ocupadas de cada día.
Un tanto alejada de la piscina y del edificio principal del hotel había una boîte, una especie de discoteca pequeña que hacía que los clientes menos dinámicos no tuvieran necesidad de desplazarse al cercano Canut de Mar para disfrutar del ambiente discotequero. Cualquiera, sin tener que coger el coche y tener que buscar donde aparcar en el multitudinario Canut, podía tomarse una copa con la trepidante música de moda a todo volumen o bailar hasta el amanecer. La discoteca, debidamente insonorizada, estaba en los sótanos de un edificio cuyos pisos superiores eran las viviendas de los dueños del hotel y de sus hijos.
Lázaro tardó poco en percatarse de cómo funcionaban las cosas en aquel hotel. Tardaría algo más en comprender el funcionamiento de las relaciones interpersonales. Sin embargo, lo que le sorprendió más fue como los clientes, en su mayoría franceses y alemanes, se comportaban durante sus vacaciones. Era nuevo para él ver, a la mayoría de aquellas personas, en traje de baño la mayor parte del día, tanto fuera del hotel como dentro de él, y, a muchos de ellos, emborracharse a cualquier hora del modo más desinhibido.
Por otro lado notó cómo miraban a los españoles del servicio con un poco de conmiseración y condescendencia, adoptándoles en su afecto como si se tratara de simpáticos animalitos, casi de mascotas.
Comprendió también, poco a poco, cómo para aquellas gentes de la Europa civilizada y rica el sexo era sólo una faceta más de la vida, algo normal, y no, como para los españoles, una obsesión y un acontecimiento que incluso muchos elevarían casi a la categoría de milagro.
4 comentarios:
Los nombres que eliges son una delicia ¿eh? siempre me he preguntado si los inventas o de verdad conoces a alguien que se llame (p. ej.)Senén o Estanis.
Saludos en el día del niño.
De todo hay. Pero los nombres esos sí que existen. He conocido a algún Senén y también a algún Estanis o Estanislao y también a alguna Telesfora... y hasta conocí a un cabo de la legión pelirrojo, con una espalda como un armario ropero, con pelo hasta en el cielo del paladar y patilla de hacha que se llamaba Amor. Era gallego por más señas.
Muchas gracias Sr. Soros por continuar el relato con la celeridad que le caracteriza,va a ser un placer seguirlo.
Hay que ver cómo son estos catalanes de organizados y lo brutos y maleducados de los europeos de la época...,menos mal que,poco tiempo despues,vino D.Alfredo Landa a hacerles la competencia.
besos
El asunto del hotel no ha hecho más que empezar y ya veremos qué pasa pero creo que Landa no va a salir.
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