27 octubre 2014

Relato sin oyente

(Con un gratísimo recuerdo a la memoria de mi amigo Vicente Pastor)

Ayer mi amigo Vicente hubiera disfrutado. Siempre me decía que esperaba mis visitas pero que éstas eran obligadas tras los días de caza. Y así cumplí con él los tres pasados años.
No le interesaba el resultado. Tal vez porque los datos nada dicen y, al final, poco importan; es el recorrido y sus vicisitudes lo que, al igual que en la vida, es interesante. Creo que le gustaba revivir, escuchando mis palabras, unos tiempos que, en parte, ambos vivimos y unos sentimientos que, esos sí, compartíamos del todo.
Cuando iba a verle, me hacía sentarme. Yo sabía que esperaba una narración detallada y sabía también que me interrumpiría muchas veces y que intercalaría sus recuerdos con lo que yo contara. Porque la caza, al final, para quien la vive o la vivió de un modo personal y solitario, se lleva siempre en la cabeza y permanece allí hasta que un día nos marchamos. Y esto, tal vez sea, porque haya personas que, sin confesarlo, tengan por única divinidad el sol, el aire y la tierra.
Pero no he conocido a nadie que esperara unos relatos con tanta ilusión. En cierto modo, era como si tuviera que darle tiempo, antes de empezar, para que se vistiera, se pusiera las botas, se ciñera la canana, se colgara el macuto, montara la escopeta y se dispusiera a acompañarme en el recorrido.
Mi amigo, en la caza, fue para mí un buen maestro, paciente y comprensivo, al que yo, entonces joven e indisciplinado, más de una vez le di motivos para echarme de clase. Sin embargo, él jamás perdió la compostura y, aunque mi vehemencia de aquellos años me impelía a correr y a adelantarme, jamás me voceó ni me riñó. Aunque he de reconocer que, si algunas miradas mataran, yo debería haberme dado, en aquella época, varias veces por muerto. Estoy hablando de hace muchos años y, aunque él me sacaba sólo trece, era, para mí, como lo fue hasta el final de su vida, un hombre hecho y derecho, una persona de peso y fundamento. Y aún me lo parecía más entonces, sobre todo, porque andaba yo por los dieciocho o los veinte años y, en el ejercicio de la caza, sobre saber poco, razonaba menos que las piedras.

- Bueno, a ver, empieza. Pero despacito y con detalle. Nada de correr como solías.
- Estuve donde acabé el año pasado, ya sabes. Llegué antes de las nueve. Y, la verdad, hacía un tiempo espléndido y ni un soplo de aire. Cacé con el chaleco y en mangas de camisa y, aún así, acabé con ambas prendas para escurrirlas: empapadas de sudor.
- ¿Cogiste las oliveras o el Cerro Montaño?
- A primera hora, decidí aprovechar la fresca, que aún había, para meterme al Montaño, a ver si las echaba, porque luego, con el calor, sería más duro trabajarme la mole impresionante del cerro y subir por las peores vargas.
- Bien hecho. Oye, qué conocimiento. Cómo se nota que tienes estudios. (La ironía, a mi amigo, jamás llegó a faltarle y hasta diría que toda su vida la regaló pródigamente.)
- Fui cogiendo el cerraco subiéndolo en zigzag y cuarteándolo según ascendía lentamente. En mis largas idas y venidas me sentía una hormiga perdida en aquella pendiente que nunca parecía acabarse. Pero lo hacía sin dejarme un reguerón, ni una vaguada, ni una torrentera, ni un hundido, ni desnivel alguno sin mirar. Me asomaba prevenido a cada irregularidad del terreno y recechaba todos los recodos sin ruido.
- Lo creo, siempre fuiste bastante zascandil, y me alegro de que los años te hayan vuelto, aunque sea a la fuerza, más lento y sosegado de lo que eras. Correr en las laderas del Cerro Montaño no tiene sentido, a menos que te quieras despeñar, y no creo que sea tu caso.
- En una de esas, me paré a recobrar el resuello y, cuando más relajado estaba, descartado ya que saliera alguna perdiz de aquel aliagar, botó un conejo huyendo entre la broza cuesta arriba. Oye, fue visto y no visto, aún así se llevó los dos tiros, casi tapado por la fusca y también por la ondulación que enseguida salvó poniéndose a cubierto. Desconfié de haberlo tocado pero, por si acaso, subí a la traspuesta y, efectivamente, ni señal. Ni pelo, ni nada. Sólo encontré, entre las atochas, el bardo con unas cuantas huras bien sobadas. Así que subí para nada.
- Pero hiciste bien en ir porque, a veces, se quedan y, aunque sea sin muchas ganas, hay siempre que mirar. Aunque los tiros pocas veces engañan, y somos más nosotros mismos los que nos empeñamos en engañarnos. Pero, bueno, subiste y te desengañaste. Por lo menos te quedaste tranquilo.
- Llevas razón, pero me dije: “Bien empiezas la mañana, te sale un conejo sin esperarlo y lo marras. Sin perro, no sé si te vas a ver en otra.” Y, un poco mosqueado y con los humos bajados por mi primer fallo, seguí mi búsqueda de las perdices con la misma constancia que antes. Pero, al cabo de una hora, terminé la solana del Cerro Montaño y, para mi sorpresa, no había echado ni una. No vi una, ni de cerca ni de lejos, ni apeonando ni volando. Corzos, maldita sea, corzos para apestar, no vi otra cosa. No me podía creer que no hubiera visto una sola perdiz en aquella mole. Así que decidí bajarme al barranco del Dictamo, cogerlo por la derecha del arroyo, ir salvando y mirando todos los entrantes que tiene y, luego, seguir la linde hasta llegar al Alto de la Detenida. Te juro que lo hice con la misma meticulosidad y empeño que había puesto antes. Pues nada, una hora después estaba en el Alto de la Detenida y nada, ni una, pero es que ni una. Ya estaba mosqueado. No estaba acostumbrado en aquel terreno a no llevar una sola perdiz por delante. Estaba ya sudado hasta los ojos pero, ya sabes, no sirve descomponerse. La caza en solitario es una escuela de paciencia.
- Y a ti te viene bien, aunque nada más sea para compensarme a mí de las veces que me la consumiste. La paciencia digo –apuntó mi amigo con su ironía impenitente.
- Paciencia y barajar que, como decía mi suegro: “El que no cazurrea no coscurrea”. Con  un cansancio redoblado por el aburrimiento, me bebí un bote de agua isotónica para mantener las sales y no venirme abajo y decidí regresar al punto de partida por la umbría del Cerro Montaño. Con la vuelta que había pegado sabía que llegar  me llevaría, como poco, otra hora. Pero, amigo, ni una voló y cuidado que pasé por sitios donde las había volado otras veces. Deje atrás la solanilla del colmenar, las hiniestas bajo el Cerro Tagarote, las jaras de sobre el camino de la Vega y nada de nada, ni una.
- ¿Qué raro, no? ¿No te acostarías tarde y sin pizca de sed la noche de antes?
Hay que joderse, Vicente. Qué zumbón que eres. Pensé para mí.
- Pues rarísimo y que te conste que me acosté en condiciones y a mi hora. Pero el panorama era tan desolador que llegué a pensar que, como la caza se abrió el día ocho, le habían dado tal repaso a la zona, los que fueran, que habían sacado las perdices del término. Porque aquello era el cogollo, el Cerro Montaño es la madre del término.
- Y qué hiciste. ¿Cambiar de zona o buscar setas? – me tocó mi amigo de nuevo las narices.
- Esa era mi idea, cambiar de zona, pero justo al llegar casi donde había empezado, y ya dispuesto a bajarme al coche, ¡me cago en diez!, las siento volar abajo a mi derecha. Eran siete perdices que tiraron a la solana del cerro, por donde había pasado por la mañana. O me habían esquivado apeonando o, tras pasar yo, se habían subido desde abajo, desde el arroyo. Pero claro, aunque se me pusieron buenas tripas, me dije: “Oye, que has venido a cazar, así que, aunque lleves tres horas, tira tras de ellas, que no tienes otra cosa que hacer, ni mejor proporción.” Reconozco que, por los nervios, en lugar de bajar, como debiera haber hecho, tiré por medio. A veces el cansancio te aconseja mal y te ataranta.
- Tú, hace años, no necesitabas el cansancio para correr por ahí como un loco, que más que atarantado, como dices, parecía que estabas algo mal de la cabeza. Y no lo digo por alabarte.
Joder, Vicente, pensé yo, no te muerdes la lengua ni por equivocación. 
- Total que al llegar a su altura cinco me salieron por abajo, fuera de tiro, y empecé a subir a ver si alcanzaba a las dos que suponía que tenía por encima. Según subía, pendiente de que saltara alguna, una sombra cruzó uno de los senderos que dejaba a mi izquierda por debajo. Solté el tiro instintivamente y tuve la certeza de que había acertado. Sin embargo, no me detuve, porque sabía que las perdices tenían que estar a punto de saltar. Y saltaron, claro que saltaron, pero cien metros por encima de mí. Bajé decepcionado pero con la certeza de encontrar en el sendero el resultado de mi tiro. Llegué al sitio, te digo la verdad, buscando la liebre. Pero, maldita sea, allí no encontraba nada. Como las distancias engañan, miré un poco más abajo, un poco más arriba. Pues no puede ser, me decía, estoy seguro que la he pegado. Pero una liebre no podía escabullirse así como así. Subí de nuevo y, cuando ya desanimado, estaba a punto de irme, lo vi. Era un conejo. Mi cegazón por las perdices me hizo ver lo que no era. Bueno, al menos, lo había cobrado.
- Bien –y mi amigo en esas ocasiones hasta me daba la mano, de lo mucho que se había centrado en el asunto y como si, entre los dos, hubiéramos encontrado finalmente el conejo.
- Me dije, ya no me vuelvo de bolo. Y me contenté. Y estaba pensando en irme a la olivera, cuando sonaron cinco o seis tiros. Eran tres tíos en mano que, al parecer, habían estado cazando las oliveras por el barranco Matalón y al llegar a las labores que quedan a medio kilómetro del Cerro Montaño dieron la vuelta sobre sus pasos. Antes lo meditaron unos minutos, pues el terreno de hazas, a partir de donde estaban, era sumamente limpio y porque, seguramente, las perdices se les habían vuelto y, probablemente, porque también ellos me habían visto a mí. Así que se me chafó el irme a las oliveras porque ya estaban ellos.
- Eso de las hazas, supongo que serán los terrenos de labor dicho en plan fino. Y qué hiciste entonces. Seguro que de setas. Si lo veía venir.
Coño, Vicente, como te gusta dar con la varita, pensé de nuevo. Pero es que el que nace barrigudo, ni que lo fajen de pequeño. Y continué.
- Que no, Vicente. Pues, qué iba a hacer, armarme de paciencia y, suponiendo que las perdices, que volé, habían cruzado desde el Cerro Montaño, y por encima del barranco del Dictamo, al otro lado, pues cruzar yo también y seguir por esas empinadas laderas hasta que se me acabaran las fuerzas que, por cierto, ya iban bien mediadas o casi terciadas. Crucé los aguazales de abajo, las espadañas del arroyo y sorteé las alreras del comienzo de la ladera opuesta. Ya eran las doce y media cuando me coloque a buena altura en la ladera. Estaba casi arriba y, junto a unas retamas, vi una lengua de terrones que daba acceso a una labor en lo alto. Subí hasta la punta de la terronera y justo donde los terrones se juntaban con las retamas, me arrancó una como un obús, zumbando a todo gas. Vi como el primer tiro levantaba un círculo cerrado en la terronera pero la marré, corrí la mano según me la tapaban las retamas y tuve casi la seguridad de haberla pegado al doblar con el segundo. Corrí desesperado y cuando llegué a divisar la terronera con vista suficiente, allí no se movía nada. Me sentí decepcionado, pero seguí escrutando hasta que vi el pelotazo de plumas entre los terrones. Había caído y no podía estar muy lejos. Yo buscaba movimiento pero no lo había. Cuando me serené comencé a mirar más cerca y la localicé muerta, entre los terrones, a cinco metros de donde había dado las plumas. Mi aguda ansiedad por mirar lejos me volvió torpe y ciego para descubrir lo que tenía casi a mis pies. Qué ilusión me hizo. Un conejo y una perdiz, ya podía darme por contento.
- Menos mal. Lo que jode perder una perdiz después de haberte dado la paliza. Y, qué hiciste, ¿te volviste ya?
- Qué va, estaba en lo alto de la ladera y ahora podía ir bordeando, aunque fuera barzoneando despacio. Y, además, la pieza cobrada me había devuelto la ilusión para seguir. Tras echarme otro trago y comerme una barrita de esas energéticas, decidí continuar por la ladera sin correr, porque no estaba mi cuerpo ya para trotes. Fui avanzando y, al seguir la ladera, iba tropezando con algunos pocos barrancos poco profundos pero que se bajaban bien y se subían mal. Crucé dos de ellos y me senté a descansar en una piedra. No había volado ninguna otra. Pero, ya que estaba allí, no me resignaba a volverme y, tras salvar el último barranco trasversal, vi que, arriba, en mitad de los pedazos de cultivo, había un alcor muy poblado de aliagas, un bonito cerrete con unos cuantos olivos viejos y descuidados y una carrasca en su teso. Un lugar excelente para que se hubiera amagado alguna perdiz. Subí despacio, lo reconozco, pero subí. Al ir solo y sin perro mi sigilo era total y al llegar a la falda del alcor, decidí tomarlo por arriba y, luego de darle la vuelta, bajar por el otro lado. En esto, sentí el frenético aleteo en la punta del teso, la carrasca me tapaba y rápido la salvé. Oí el vuelo de varias pero sólo acerté a ver trasponer a una. Solté el tiro a tenazón en un movimiento que duró menos que una mirada. Inmediatamente subí a la carrera los veinte metros al descumbre del teso, con esas piernas rápidas que presta la emoción. Y sí, la había cogido de milagro. Allí estaba la perdiz intentado desesperadamente levantarse de nuevo o meterse en el macizo de aliagas donde sin duda la hubiera perdido. No la dejé, pero hube de hacerlo, a falta de perro, con otro tiro. Cuando la cobré no me lo creía. Un día que había comenzado tan mal y, ahora, un conejo y dos perdices. Me sentía pletórico.
- ¡Coño, enhorabuena! – y mi amigo me daba de nuevo la mano, como si hubiera compartido mi misma tensión - Qué gusto da cuando consigues cobrarla estando a punto de perderla. Cuanto jode dejar una perdiz, que sabes muerta, en el campo. Pero, echarías un vistazo por allí, ya que salió el bando, ¿no? –parecía que Vicente se había metido en la caza y finalmente se dejaba de coñas.
- Pues sí, porque el alcor, que engañaba desde abajo, continuaba unos doscientos metros ascendiendo y, al final, a otros cien metros de acabada la maleza y el cerro, ya se veían las tablillas de lo del Pontón, así que decidí mirar despacio el engañoso alcor, poblado de olivos sin cuidar y tapizado de aliagas. Según estaba planteándomelo, de la falda inferior saltó una que, aunque un poco larga, se fue a criar pese a mis dos tiros. Seguí el cerro por arriba hasta el final, luego volví por mis pasos donde tiré a la primera y lo tomé por la mitad, atravesando por donde pude y, al final, me bajé abajo del todo. Fue justo al terminar el cerro, cuando estaba a punto de darme la vuelta, cuando cuatro perdices saltaron, a desigual distancia, hacia las tablillas de lo del Pontón. Enfilé a la que estaba más a tiro y cayó con el segundo a buena distancia. Mi carrera fue innecesaria porque quedó donde cayó. ¡Joder con el 20! ¡A qué distancia pone los tiros! No cabía en la camisa cuando la cobré. Qué cosas tiene la caza, después de casi cinco horas, te haces con dos perdices en diez minutos.
- Lo del 20 no me extraña lo más mínimo –dijo mi amigo- y sostengo y sigo sosteniendo que sin ser de más alcance que un 12, plomea más denso a igual distancia y eso, en las perdices largas, es matarlas o ver como se van. Yo empecé con un 20 y las perdices largas que maté con él, no las hubiera bajado con un 12. Y me alegro de que te hicieras con una escopeta del 20 y que me des la razón. Porque, no es por alabarme, pero la tengo casi siempre y, hasta cuando me la quitan, también, pero me dejan sin ella. Y espera que abra un vino que esto es para celebrarlo.
Mi amigo se levantó y se fue a la cocina. Al minuto vino con una botella de tinto espeso descorchada. Sirvió dos vasos y dijo:
- Bebe, pero con una condición, no te calientes y te líes a zamparme bolas. Sigue como hasta ahora que vas bien. ¿Qué hiciste tras cobrar la larga?
- Pues, como tenía que volver, bajé por las tablillas del Pontón, atravesando los rispiones y siguiendo la mojonera, hasta llegar al barranco que al principio traía. Allí me di la vuelta para recorrer la ladera a la inversa y regresar. Estaba seguro de que algunas de las perdices habían tenido que volar a esa ladera, más baja que el alcor de donde se arrancaron. Al cabo de doscientos metros saltó una, pero titubeé por la distancia y cuando quise tirar estaba, ladera abajo, en los demonios.
- Con el 20 no titubees, afina y  tira, hazme caso. Que, si es por los cartuchos, te los pago yo aunque sea
- Bueno, tenía la caza hecha y, bajo mi criterio, no podía pedirle más al día. No obstante, en lugar de seguir por arriba, me bajé unos veinte metros y me metí por entre la abundante broza, sobre todo de aliagas, de la ladera. Caminaba despacio, atollándome entre toda aquella maleza, en parte por el cansancio, en parte, por la espesura y, también, porque andaba ya bastante sofocado, con un sudor constante que no paraba de enjugarme con la manga de la camisa. En un recodo saltó hacia atrás y hacia arriba, arrancándose con estrépito y rapidez. Le tomé los puntos viendo más perdiz que campo pero, por suerte, me reporté, apunté bien y no se escapó. Cayó al primer tiro en un macizo tal de aliagas que, pensé, si no ha caído seca, ésta sí que no la cobro. Sin quitar los ojos del punto donde cayó, llegué a él y apartando las aliagas con los cañones la ví en el fondo de una grieta que tapaba la broza. Tuve que dejar la escopeta en el suelo y meterme bajo las aliagas y a gatas, con cuidado, cogerla delicadamente del fondo. Pero la perdiz no se movió porque estaba desmadejada. Era un macho viejo, la más grande de las que cacé. Seguí mi camino por la ladera y no vi más, ni hice por ver, porque mi cansancio hacía que acortara hasta el coche, atrochando ya por lo más recto. Cuando llegué eran las tres. Habían sido seis horas. No podía ni sacudirme las orejas.
- Hala, acábate el vino que te lo has ganao y vete a casa, que la Paca dirá que el Vicente te entretiene las horas muertas y luego te devuelve medio pedo. Pero, si vas de caza la semana que viene, no faltes a tu cita conmigo, que no te lo perdono.

Desde que murió, cada vez que salgo al campo, la presencia de mi amigo Vicente va conmigo. Por amigo le tuve y él me tuvo y, en ese sentimiento, ninguno de los dos nos engañamos. Que descanses en paz pues, tu recuerdo, seguirá caminando conmigo mientras me dure la memoria y aún me queden fuerzas. Que sea para ti, aunque no estés, este primer relato que hago, ya sin oyente, buen amigo.

8 comentarios:

Isidro dijo...

Emotivo relato, Soros, que ya que no se lo puedes contar a nuestro amigo, habrás sentido un gran satisfacción al escribirlo.

Soros dijo...

Isidro, desde que volví a la caza iba a ver a Vicente siempre que había estado cazando. Solía hacerlo al día siguiente. Y aunque también iba a visitarle cuando no había caza, mis visitas eran obligadas cuando la había.
Así que esta temporada le estoy echando de menos especialmente cada día que cazo.
El fue oyente de mis pocos días de fortuna, como éste que describo, y de mis muchos días de volver de bolo pero, en todos los casos, le echo de menos con más intensidad de la que pensaba.
En la vida uno no puede aspirar a tener amigos tan buenos como lo era Vicente. Y, en mi caso, su ausencia no es sustituible.
Un abrazo, Isidro. Y gracias por seguir leyendo mis cosas.

Soros dijo...

Posdata.- La vieja canana de la foto y los pocos cartuchos de otra época, fueron un recuerdo que me dejó Vicente que, al volver yo a la caza, ya no tenía escopeta y sólo esos trastos conservaba y tenía aún por casa. Por eso puse esa foto.
Me pareció que a ti te lo tenía que contar.
Saludos, Isidro.

Isidro dijo...

No tenemos más remedio que seguir viviendo sin dejar de recordar a estas y a otras personas que se nos han ido que, a nuestra edad, al menos en mi caso, ya son muchas.

Vicente dijo...

Gracias amigo por tu recuerdo, seguro que desde su cielo alguna ironía soltara después de un tiro fallido.
Gracias de corazón.

Isidro dijo...

Seguro

Soros dijo...

Vicente, escribir recordando a tu padre es un placer y un privilegio para mí.
El echarle de menos como amigo es un dolor al que no me acostumbro.
Un abrazo.

Soros dijo...

Isidro, veo que estamos llegando a una edad en la que, haciendo recuento, encontramos demasiadas faltas.
Un abrazo.