Cuando
anochecía, al llegar su camino a una carretera, vieron el indicador: Bloqueona 1 Km . Y, escarmentados como estaban de
dormir en campo abierto, tomaron al unísono la carreterilla secundaria que
llevaba al pueblo.
Bloqueona era
una localidad muy pequeña, así que temieron no encontrar siquiera una taberna.
-No sé si en
esta aldea encontraremos algo –dijo MP.
-Pues tendremos
que conformarnos con lo que haya, que tenemos ya la noche encima –contestó el
Renuncia.
E iban los dos
resignados a resguardarse en algún pórtico, soportal o pajar, cuando vieron salir
luz de una puerta. Encima de la puerta, colgado de la pared, un anuncio de
cerveza rezaba en su parte baja: “Fonda Taberna Fortunato, camino viejo del
Muedo”.
Empujaron la
puerta y sonó una campanilla según entraron a una estancia cuadrada y espaciosa.
A la izquierda había un mostrador de madera con algunos cascos de cerveza, un
par de vasos con restos de vino y un cenicero de metal con algunas colillas. En
un rincón del mostrador había varios frascos antiguos de caramelos y, junto a
ellos, otro recipiente cilíndrico de plástico, coronado por Chupa-Chups
clavados por el palito en los orificios de su tapa cónica. En la pared un mosaiquito
colgado aconsejaba: “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”.
Dos
parroquianos, casi ancianos, sentados junto a una de las mesas, al lado de una
estufa de leña, dejaron su conversación en suspenso apenas entraron los
forasteros y les observaron con descarada curiosidad.
Saludaron los
recién llegados y respondieron los otros. Pero, como no había quien atendiera,
MP y el Renuncia esperaron observando el local silenciosamente y calibrando si,
en aquel humilde establecimiento, podrían solventarse sus necesidades.
Había cuatro
mesas de madera con bancos a los lados frente a la rústica barra; tras ella,
una anaquelería mostraba, sin mucho orden, botellas, botes y latas de
conservas, cajas de galletas, pasta envasada, una cafetera pequeña y una gran lata
de pimentón decorada en el centro con un clavel rojo; esparcidos, en las demás
estanterías, aparecían cartones de tabaco, vasos y copas de distintos tamaños,
algunos con marcas de vermú, de ginebra o de whisky que, mirados en conjunto,
parecían miembros de familias diferentes con un origen olvidado y dispar. De la
pared opuesta colgaban: un viejo anuncio de Nitrato de Chile, un almanaque con
una joven en bikini sobre el capó de un coche, una placa algo picada de Seguros La Catalana y
una bandeja de albahaca sobre madera con una representación de la Última Cena.
Apenas ojeado
el local y los clientes, MP y Serafín se miraron. Y, como si en la vulgaridad
de la taberna se hubieran reconocido, siguieron a la espera sin
abrir la boca.
-¡Fortunato,
que ties gente, es que no has oído la campanilla! –voceó uno de los
parroquianos.
-Voy enseguida,
creí que erais vosotros que os ibais –contestó una voz procedente de la
trastienda.
A los pocos
segundos apareció un hombre de unos sesenta y tantos años, más gordo que
delgado, con camisa blanca bajo una chaqueta de punto de color verde chillón. Llevaba
patillas largas de hacha y una boina grande con vuelos, como si fuera vasco,
que le tapaba la calva. Les miró confianzudamente y, con buen gesto, dijo:
-¡Buenas
tardes! ¿Qué va a ser?
Al ver aquella
diminuta cafetera, y por entrar con buen pie, sin pedir gollerías, MP preguntó
amablemente si les haría café. El de las patillas les miró de arriba abajo un
instante, luego consultó su reloj y, viéndoles la pinta y los macutos, dijo
amistosa e inopinadamente:
-¿Y qué me
dicen ustedes de unos lomos de la orza con un par de huevos fritos con patatas
y pimientos? Les advierto que el panadero ha dejado hogazas del día esta
mañana. Pero, claro, si es café lo que quieren, pues café.
MP y Serafín se
miraron entre sí como dos beatos iluminados y luego, mirando al de las patillas
con las caras trasmutadas de blanda complacencia, dijeron al unísono y casi
ansiosamente:
-¡Los lomos!, ¡los
lomos!
-Se echa de
ver enseguida cuando el personal no pide lo que quiere –dijo tranquilamente el
de la boina y añadió- Enseguida le digo a mi mujer que les prepare la cena y que
les haga también una ensalada. ¿Hace?
-¡Hace!, ¡hace!
–contestó rápidamente el dúo.
Sin esperar
más, se metió en la trastienda y, a los dos minutos, salió con servilletas y cubiertos,
un cestillo con gruesas rebanadas de pan y, bajo el brazo, un hule que extendió
sobre una de las mesas.
-Vino, ¿no?
–dijo sin mirarles- Tengo una pipa de tinto de Aragón que puede cortarse con
cuchillo. Ya me dirán luego si es flojo.
Y los dos
caminantes, atendidos por aquel cantinero clarividente, dejaron en una esquina
sus mochilas y se sentaron a la mesa.
Los dos
parroquianos se levantaron entonces y, dirigiéndose a la puerta, se despidieron:
-Hasta mañana,
Fortunato. Y a ustedes, buenas noches, buen provecho y que les vaya bien en su
camino al Muedo –dijo uno de los viejos
-Y que se
cumplan sus peticiones, porque irán allí por alguna promesa, claro –añadió el
otro.
-No, no vamos
por ninguna promesa, nosotros no… -intentó explicarse MP
-Claro, claro.
No lo querrán decir ustedes. Es natural – contestó el otro, ya con un pie en la
calle.
MP y el
Renuncia quedaron intrigados por el Muedo y sorprendidos de que les hubieran
tomado por devotos cumpliendo una promesa.
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