Durmieron bien
en la alcoba en la que Fortunato les alojó. Las angustias pasadas, la
incertidumbre, la caminata desde Medina de Castroceli y la solícita atención
del posadero les dieron en el lecho, de por junto, el mejor acomodo. El vino
denso de Aragón, la cena, y el sentirse de nuevo entre iguales, tampoco fueron
impresiones ajenas a su dormir profundo y sosegado.
Hubo de ser
Fortunato quien, a las diez, les despertara. Les recordó que llevaban esas
mismas horas descansando, y que les avisaba por si tenían prisa que, a él, su estancia
no le molestaba, sino al contrario. Tanto así, añadió, que, si querían pasar un
día o más acomodados en la fonda, lo hicieran sin ninguna cortapisa, que para
eso existía su negocio. Y dijo también que nadie, más que el que camina, sabía
lo que dejaba atrás, y que los que, como él, eran gente dedicada al servicio,
con atender, ser útiles y discretos bastante tenían.
Persuadidos
por las palabras de su patrón y, sobre todo, por la hora, MP y Serafín se
desperezaron. Se asearon en el servicio común de la posada, y, enseguida,
bajaron al bar con la intención de tomar algo antes de salir a campo abierto.
Fortunato y
María Luisa les tenían preparados dos tazones humeantes de café con leche,
galletas secas y jugosos tortos de chicharrones, que soltaban un olor dulzón a
anís en grano. Sobre el mostrador, envueltos en papel de estraza, había dos
panotas con el vientre relleno, la una de tortilla de patatas con pimientos y,
la otra, de chorizos y lomos. Ambos paquetes tuvieron acomodo en el amplio estómago
de sus mochilas, a la espera de servirles de sustento para el propio, cuando
apretara el hambre.
Pagó MP y, por
hacerle gasto al tabernero y también por aumentar sus reservas, compró también
algunas latas de conservas y algo más de pan y pidió a Fortunato que dejara
retesado el gran botillo con aquel vino espeso y casi gelatinoso, más sólido
que líquido.
Colmados de
calor humano se despidieron del matrimonio. No quisieron los posaderos aceptar
propina alguna sobre lo cobrado y, sin embargo, salieron a despedirles a la
puerta, con la emoción del que calcula que serían aquellos caminantes,
seguramente, los últimos que, como tales, llegaran allí y merecieran tal
despedida, porque los viajeros de ahora ni iban a pie, ni paraban en fondas
como aquélla, ni, mucho menos, disponían de algo de tiempo para charlar de
cosas de fundamento ni de asuntos triviales.
A los
caminantes también les afectó aquella despedida, tan amigable entre
desconocidos. Pero no quisieron cebarse con los sentimientos porque, de lo
contrario, hubieran optado por quedarse. Y pensaron que todo lo inesperado,
bueno o malo, debían de aceptarlo de igual grado, pero habían de seguir, so
pena de volverse de nuevo sedentarios.
Seguramente no
volverían a ver a Fortunato ni a María Luisa y, sin embargo, sabían que su
recuerdo les acompañaría, como lo hacen siempre aquéllos de las buenas,
sencillas y sabias voluntades.
La carretera a
Tarudo dejaba atrás, primeramente, la chopera, de cuyo manantial se surtía el
pueblo y, luego, se internaba, con pocas y suaves curvas y discretos badenes,
por una nava desecada sembrada de cereal. A lo lejos los futuros panes, aún
briznas verdes, se fundían con los pastos y, por encima de ellos, surgían
matorrales, arbustos espinosos, maleza y, en lo más alto, pinos que, con ligeros cambios en los tonos del verde, teñían de vida
callada la serrezuela. Por último, la gran mole pelada en las alturas, con un
velo de bruma volátil en las faldas y cubierta por la nieve en la cima. Aquello
debía ser El Muedo.
A medida que
la carretera abandonaba la nava y los pastizales, ascendía y se hacía sinuosa.
Los cantos, guturales y roncos, de las perdices de la vega fueron sustituidos,
al ascender, por los atroces ladridos de los corzos que, asustados, huían laderas
arriba.
MP, que
respiraba bienestar y sosiego, le hizo reparar a Serafín en lo poco que
necesita una persona para ser feliz. Siendo para esto, la primera condición, el
tener conformidad con la suerte del presente. Del mismo modo, quiso hacerle ver
cómo la atención sencilla de los posaderos, en apenas unas horas, les había
devuelto la estatura de personas, y de cómo aquel ancho campo, desierto y solitario,
les aseguraba que había vida y belleza a cada paso. Y siguió diciendo cómo
buscamos y anhelamos auguradas y dudosas felicidades futuras mientras nos
deslizamos, inconscientes, sin disfrutar antes de las de cada momento, que
siempre las tenemos más a mano. Y aseguró que el hombre pone más empeño en
buscar lo por venir que en disfrutar de lo que encuentra, sin reparar en que lo
que encuentra hoy era lo que buscaba ayer. Y aún llegó a decir cosas más
interesantes, hasta que se percató de que Serafín estaba ausente. Entonces se
calló.
A Serafín se
le sedimentaban las palabras del viejo sobre sus propios pensamientos e,
incapaz de dilucidar un pasado que le atormentaba pese a no recordarlo, sufría
por no poder disfrutar de esos momentos que don Macario se empeñaba en hacerle
patentes, como regalados por el cielo, con aquel inusual y jovial optimismo que
el campo le inspiraba al viejo.
Bastante tenía
el Renuncia con seguir físicamente a MP, locomotora que tiraba de sus pasos,
aún sin que éste le creara la obligación de pensamiento alguno. Su renuncia al
mundo y a todos los estímulos de éste, en aquellos momentos, no podía decirse
que fuese voluntaria. Era Serafín un papelillo volandero que seguía el rebufo
del torbellino que a su paso el viejo provocaba.
- Sé que
caminas flojo, como sin voluntad. Pero, al menos, caminas y me sigues.
Confórmate con eso, Serafín, como yo me conformo con el lastre en el que para
mí se ha convertido tu compañía inerme, desnervada, insulsa y muda. Tiempo
tendrás de volver a ti mismo, al tiempo que vamos a donde ignoramos. Para eso,
si es que para algo serio sirve, ha de usarse la vida.
Y oyéndole,
que no escuchándole, Serafín le seguía por aquella cuesta, como quien camina a
golpe de tambor.
El Muedo, con
la altura, se hizo cada vez más pétreo y cavernoso y, a la vez, agreste. Sólo
bandadas de grajos y algún que otro cuervo solitario saludaban su paso o, más
bien, protestaban de él, incomodados, exasperados y nerviosos. Un panadero les
pitó al rebasarles con su furgoneta y, media hora después, un vendedor
ambulante les recriminó con un bocinazo al sorprenderles, en medio del asfalto,
al salir de una curva.
Al Santuario
de El Muedo del beato Montago 1,9 km .,
rezaba una señal oxidada en los bordes y con las letras descascarilladas.
Habían llegado a la desviación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario