El
Mesón Zuriza estaba lleno. Atendía la barra un hombre menudo, nervioso y
parlanchín pero de gesto serio, que hablaba mientras tiraba cañas y, sin perder
comba, contestaba a las intervenciones de los clientes con un desparpajo
inusual:
- Pónganos dos cañas, caballero –pidió con seriedad castiza
MP.
Mientras
tiraba las cañas el camarero le soltó esta retahíla:
- Caballero es dignidad otorgada por el rey mediante un
golpe de espada sobre el hombro y, como yo soy republicano, dudo tanto de que
el rey me lo diera como de que yo le permitiese el dármelo. Por otro lado,
llámase también caballero al hombre armado que, en el medioevo, era izado a una
montura, pues él sólo no podía subir, para participar en hechos de guerra u
otros lances de armas. Así que, como ve, no me encuentro en el caso de poder
ser llamado de tal modo.
- También lo es el que monta a caballo –contestó MP, algo
molesto por el inesperado e impertinente discurso.
- No señor, que ése, por tal hecho, sólo es jinete –replicó
el camarero que parecía tener respuesta para todo.
- Entonces cómo tengo que llamarle para que me ponga las
cañas de una puta vez –rugió MP.
- Pues compañero o camarada no estaría mal. Son términos
que me gustan, palabras que me agradan, que transmiten un afecto humano y cordial…-dijo
el otro con voz intencionadamente melosa.
Sirvió
las cañas a MP y a Serafín y cambió su punto de atención.
Los
parroquianos se agolpaban en la barra mientras el nervioso hablador que la
atendía no paraba de rajar a la vez que tiraba cañas y ponía pinchos, vinos y
raciones.
- Danos un vino bueno, de ese que pones en esas copas
grandes –pidió un parroquiano orondo con las mejillas coloradas.
- Pedirlo en copa grande es no decir nada, pues bien puedo
ponerle en ella un vino peleón, si es copa grande lo que desea. Otra cosa es
que me pida Somontano o Ribera del Duero o Chacolí o Rioja o Alvariño o Ribeiro
o Ribeira Sacra o Contraviesa o Priorat o Toro o Jumilla o Bierzo o Requena o
Ampurdán o Valdepeñas o La Mancha o…
- ¡La madre que lo parió! –dijo, ya mosqueado, aunque por
lo bajo, uno de los clientes.
Y así,
ese hombre menudo que no paraba, iba de un lado a otro de la barra apostillando
las peticiones que le hacían los clientes a la par que, con rapidez, les servía.
- ¡Venga, hombre, pídele ya! –le urgió un parroquiano al
compañero que estaba junto a la barra.
- Espera, hombre, que aún no estoy preparado, dame tiempo
para concentrarme y hacer la petición debidamente, ponderando, como es menester,
el preciso peso de mis palabras.
Los dos
hombres se sientan y se toman las cañas. Una camarera menuda, talluda y
callada, en contraste con el parlanchín de la barra, se les acerca y les
pregunta si quieren comer algo. Tienen un menú dominical de 12€ pero no les
conviene y, tras un breve intercambio de opiniones, piden dos raciones de
callos con pan y una jarra de vino tinto mediana.
- Estoy harto de la misma rutina.
- ¿De qué rutina? –preguntó Serafín.
- De la de la vida. Es siempre lo mismo. Primero la sufrí
cuando fui conserje y ahora, de jubilado, que esperaba tener una vida nueva,
plena y sólo mía, compruebo que todo se convierte en rutina y más rutina.
- ¿Cómo puede hablar de rutina un hombre de posibles como
usted? ¿Un hombre de su solvencia, que puede ir aquí o allá sin los
impedimentos de quien carece de fortuna y sólo puede moverse al albur de sus
benefactores, como, verbigracia, es mi caso?
- Su caso no lo sería, si usted volviera a su empresa.
- No puedo, ya lo sabe. Sería ir contra mis principios.
Traicionarme a mí mismo. Bien se conoce lo ajeno que le es a usted el voto de la
renunciación.
- Mira, Serafín, cada día tengo menos paciencia. No me creo
que puedan crearse a corto plazo relaciones profundas entre las personas.
Desconfío de la mojigatería que rige el mundo. Me asquea el sentimentalismo de tanto
pie de foto. No me convencen las expresiones apasionadas y sentimentales. Me
repatea la gente que se empeña en contarme por qué no hizo bien algo. Me
descomponen las sobreactuaciones. Tengo alergia a los cumplimientos sociales y
a sus expresiones. Cada día aspiro más, únicamente, a que me dejen en paz. Sé
que esto es imposible, pero aún no le está vedado a nadie exponer sus deseos.
Ni siquiera sé por qué le aguanto a usted sus peculiaridades –iba a decir
excentricidades pero MP cambió la palabra a tiempo con inesperado tacto.
- ¡Huy, qué cúmulo de protestas! Usted lo que necesita es
un cambio drástico en su vida, algo que le aleje de todas esas rutinas a las
que está usted acostumbrado… Creo que ya sé lo que usted necesita: un viaje.
- ¿Cómo que un viaje?
- Sí, don Macario, todo en la vida es similar a un viaje.
Hasta los términos que siempre se emplean son propios de un viaje. Siempre se
han planteado los pensadores que no sabemos de dónde venimos ni adónde vamos.
Así, si consideramos la vida como un viaje, cosa que yo doy por sentado y por
indiscutible, y, en un determinado momento, nos ponemos en camino, nos
encontraremos viajando doblemente, pues estaremos haciendo un viaje dentro de
otro. Eso, créame, es lo que siempre viene bien cuando los espíritus, como en
este caso el suyo, quedan anclados largamente en el puerto incoloro del tedio,
la desgana y el aburrimiento.
- ¿Qué sugiere, que me apunte a esos viajes organizados de
los viejos? Que a mis años vuelva al jardín de infancia, que viaje tutelado por
un par de asistentes sociales y me lleven a ver promociones de productos que ni
me interesan ni pienso comprar, y que, a cambio de eso, me paguen un menú del
día baratito en cualquier hotel desierto de alguna provincia limítrofe, ¿Es eso
lo que quiere? Porque, si es eso lo que me está diciendo, puede usted meterse
el viaje por…
- No, don Macario, de lo que yo hablo es de viajar en
serio.
- Pues entonces aún le entiendo menos, porque si he de
viajar de otro modo no sé cómo me las voy a arreglar, si ni siquiera tengo
coche.
- Tampoco le hablo de viajar en coche, ¡vaya ordinariez! Le
hablo de viajar en serio y, desengáñese, hoy en día, el único que viaja de verdad
es el que lo hace a pie. Se lo aseguro.
- Pero, ¿usted cree que estoy yo en condiciones de echarme
al monte y de ir por ahí de la ceca a la meca como si no tuviera donde caerme
muerto?
- Justamente. Viajar, como le digo, es la única manera de
no acabar prematuramente muerto de aburrimiento, de tristeza, de falta de deseo
por la vida, que no otra cosa es lo que le sucede. Pues sepa usted que el tedio
es enfermedad de consecuencias peores que el cáncer, aunque esta ciencia
nuestra, en la que tanto confiamos, no lo tenga por tal.
Don Macario
no respondió esta vez airadamente, porque en la proposición de Serafín el
Renuncia había algo que le llamaba la atención, aparte de la originalidad. Y era la total fe de Serafín en su discurso.
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