A MP, tras su conversación con el
rumano, se le esfumaron las ganas de caminar. Olvidó también sus aviesas
intenciones contra perros y perreros. Se dio la vuelta. Desistió de ir a La
Gavina. Por ese día no quería ver más pobretería. Si la había encontrado donde
no esperaba, ir a La Gavina era apostar sobre seguro. Le parecía que contemplar
la miseria era como retrasar el reloj de la vida, pero no para volver a
encontrar la juventud, sino para topar con fantasmas que creía desaparecidos y
olvidados.
Era mediodía. Buscaba el lado
sombrío de las calles porque el sol a esa hora ofendía. Los comercios cerrados
y los pocos peatones caminando despacio y con aire despistado le confirman que
era domingo. Los días laborables la gente caminaba rápido y él, sin darse
cuenta, aunque fuera sin prisa ni rumbo, terminaba caminando como ellos. Era un
placer, pensó, que fuera domingo y que los pocos que caminaban fueran despacio
y con aire errático, deambulando como a la deriva.
Había algunas plazas soleadas y
de ambiente agradable cuyas terrazas estaban llenas de gente. Algunos leían el
periódico mientras tomaban el vermú, otros engullían aperitivos en los concurridos
bares de tapas y algunos, negros o árabes en su mayoría, tenían sus mantas
extendidas en el suelo con discos pirateados, o sus baratijas prendidas con
imperdibles en paraguas abiertos. En las esquinas más discretas grupos de dos o
tres prostitutas observaban el acercamiento, más o menos disimulado, de potenciales
clientes. Algunos conversaban brevemente con ellas, les preguntaban el nombre y
regateaban. Los más se iban, pero siempre se quedaba alguno que, en llegando a un acuerdo, se marchaba
con alguna de ellas pasándole confianzudamente a la mujer el brazo por los
hombros.
Pasaba MP muy digno ante dos de
ellas. Una, por lo bajo, le incitó:
-
Vente conmigo, grandullón, que lo vas a flipar.
-
No tenéis dignidad, ¡golfas!, más os valdría
trabajar.
-
¿Dignidad, abuelo? –chilló una de las aludidas,
estirándose felinamente sobre sus zapatos de plataformas- ¿De dignidad me
hablas a mí y me llamas golfa?, ¡cabrón de mierda!... Mira, llevo dos años en
tu puto país, no tengo papeles, la administración sólo me pone trabas. Los
empresarios no me contratan porque no los tengo. Los de la economía sumergida
me explotan y cuando quieren desaparecen sin pagarme. Así que por eso me hice
puta. Y, ¿sabes una cosa?: en la calle nadie pide papeles a nadie, en la calle
todos volvemos a ser iguales, como cuando nacimos, y es duro decirlo y entenderlo,
pero la calle me ha devuelto la sensación de ser libre, de ser normal. A veces
la calle devuelve la dignidad a las personas. ¿Te enteras viejo asqueroso?
MP se dio cuenta, al instante, de
que la había cagado. También de que el uso del idioma no era precisamente una muestra
de la falta de integración de la ramera. Siguió apurado y presuroso calle
adelante, deseando desaparecer, mientras la ofendida meretriz terminaba de
lanzarle su airada diatriba.
Aunque
se alejó rápido de su imprecadora, observó que había fulanas por doquier y ya de
todos los tipos y pelajes. Esa mañana, al pasar, no vio ninguna. Se ve que en
el oficio no se requería madrugar. También había bastantes policías. Los
agentes estaban colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las
esquinas y los cruces, pero parecían relajados y charlaban entre ellos, sin
poner, aparentemente, atención a nada. Los hombres anuncio surgían como setas
según se acercó al centro. Los había por todas partes. Sobre todo proliferaban
los que anunciaban pequeñas oficinas de compra-venta de oro y empeño de alhajas.
Siguió
con su escapada por las callejuelas más vacías. Meretrices, ahora más orondas y
maduras, con la carrocería bien pintada, ofertaban su cuerpo a los vejetes con
tarifas adecuadas a la crisis e, incluso, grandes rebajas para los conocidos puteros
habituales, que, en el negocio del puterío, también se primaba el consumo.
Esta
vez, aunque le comprometieron, MP se ahorró comentarios y pasó de largo. Ya
quedó escarmentado.
En los
cruces concurridos hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con
mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que deambulan
por la zona.
Enseguida dejó atrás los
callejones y salió a una calle principal. En una esquina, sentado en un cartón puesto en el suelo, un hombre en calzoncillos
muestra los muñones de las dos piernas con la mirada triste, pero ensayadamente
digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas
plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos, hay una mujer que, tendida
en un hule, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados.
MP piensa que vaya día lleva y se encamina hacia el tramo final de calles,
callejuelas y plazoletas que le lleva a su barrio. Sólo le queda atravesar la Plaza
de los Jardinillos, frente a la magistral, y ya estará en su vecindario.
Esquiva
a una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante
suciedad en cada uno de sus pliegues, que camina despistada oscilando de un
lado para otro, como una náufraga perdida entre los viandantes. El saco es un
reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra
por el suelo. Vuelve la cabeza y la ve alejarse errática, igual que venía. Nota
que está cansado. Y, en el momento en que decide sentarse en uno de los bancos,
es cuando se percata de que en la misma Plaza de los Jardinillos está sentado
Serafín, mirando a un mendigo arrodillado que pide a la puerta de San Onofre.
MP se alegra, por fin una cara amiga. Por un momento, se imaginó MP que se
había colado, por una rendija del tiempo, en la España de la novela picaresca. Y,
cuando vio al Renuncia, no acertó a decidir si acababa de escaparse de esa
época o se metía definitiva y aún más profundamente en ella.
-
¡Serafín!
-
¡Hombre, don Macario!
¡Cómo me alegro de verle!
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