Serafín, tan pronto como don
Macario se sentó a su lado, le puso en antecedentes sobre el doctor Machado. Cuando
el Renuncia terminó, MP caviló un minuto antes de abrir la boca.
- Ese hombre
no puede ser médico –sentenció MP.
- ¿Por qué no?
- Porque no se
hubiera avenido a la condición que tiene ahora. Un médico, sea cualquiera su
padecimiento, tiene recursos y está siempre respaldado para alojarse en una
buena residencia y ser atendido sin pasar penurias.
- Le recuerdo
que yo soy empresario, nada menos, y me hallo en esta situación por propia
voluntad y decidido convencimiento.
- A usted le
tengo por un caso raro. De esos que, siendo yo niño, decía el maestro de mi
escuela que eran las excepciones que confirmaban la regla. Cosa, por cierto,
que yo no entendía y que me parecía un modo de salir por encima. Porque, digo
yo que a fuerza de excepciones, las reglas, en lugar de confirmarse, se
desvanecerán. Pero así lo decía el maestro y así lo digo yo.
- ¿Es que
usted no se ha visto nunca en situaciones en las que jamás había pensado en
encontrarse?
- Pues sí,
pero solamente cuando murió mi esposa. Durante el resto de mi vida han sido
todos mis pasos calculados.
Sólo en ese momento se posó una
sombra en los ojos de MP.
- ¿Hace mucho
de eso?
- Poco más de
dos años.
- ¿De qué
murió?
- Murió a lo
tonto. Un loco, o un borracho, o un drogado, o vaya usted a saber un qué, la
atropelló en un paso de peatones.
- ¿Es que no
se detuvo?
- ¿Es usted
tonto? Ni se detuvo, ni lo detuvieron, ni se ha sabido de él o de ella hasta la
fecha.
Serafín dejó de preguntar pues el
ceño de don Macario estaba fruncido y su expresión era taciturna y también algo
amenazadora.
- Las mujeres
son la sal de la vida –dijo Serafín por ver si don Macario relajaba aquel gesto
tan hostil de su faz.
- La mía era
la sal, el vinagre, el aceite, el azúcar y todas las demás especias reunidas.
- Pues a mí,
sépalo usted don Macario, lo que me gustaría es encontrar una mujer romántica. También
yo, sin tener su experiencia, me he dejado seducir por el irresistible hechizo
femenino. Verá usted: He soñado tantas veces con una mujer que fuera capaz de
hacer mil y una locuras por amor, que hoy vienen parejas a mi mente las
palabras mujer, ilusión y entrega generosa. Imagino una mujer a la que le interesen
los hombres sencillos, que no busque más que a la persona, que no vea nada más
en mí que el reflejo de su rostro en mis embelesados ojos. Sueño con una mujer
que solamente busque que la quieran y que le den amor. Una mujer con
personalidad y chispa, pero desinteresada. Alguien que no tema a los hombres
sino que, al contrario, les inspire hondo respeto y cuyo atesoramiento de
virtudes sea tal que, en lugar de deseo, inspire a los hombres fortaleza. No
hace falta que sea guapa, aunque mi mente la imagine rubia, de ojos verdes,
labios rosas y mucho corazoncito, usted ya me entiende don Macario. Sólo deseo que
sea una de esas mujeres mucho más bellas por dentro que por fuera, de fuerte
magnetismo pero de limpia atracción. Una mujer discreta que, a los hombres, más
que inspirarles salaces frases al pasar, les haga pensar en el ser excepcional
que el azar pone ante sus ojos y les provoque mudas, profundas e intensas
reflexiones. Una mujer amante de la familia, que sepa cultivar su físico y su
intelecto a la par y que carezca de inclinación alguna por lo banal, lo mundano
y lo efímero. Una pensadora preocupada por la trascendencia y que medite para
descubrir su interior y encontrarse consigo misma y, de este modo, se enriquezca
espiritualmente de continuo. Alguien que sea capaz de pensar en otra vida, es
más, en otras vidas paralelas y posibles. Una mujer capaz, fíjese bien lo que
le digo, de escribir un libro sin palabras, un libro de miradas que fuera
totalmente comprensible. Una amante sencilla de los niños, las flores y la
poesía. Un prototipo de ternura a seguir desde la infancia, un ser sin maldad
ni doblez, un alma cándida en la que mirarme como en un espejo. Una mujer que
busque mi compañía porque encuentre en mí lo que yo en ella: la felicidad
complementaria. Una mujer venusina en su ideal pero que a mí no me identifique
con Marte, porque ni de marciano ni de marcial tengo nada. O sea, que no espere
de mí nada extraordinario. Que me vea sólo como lo que soy, un simple mortal
dispuesto a darlo todo por y para ella. Aunque mi todo, en estos momentos, sea
nada.
Con un rictus de introspección y
mirando humildemente al suelo hizo un paréntesis Serafín para, después de
respirar profundamente, continuar diciendo:
- Será siempre
la rectitud de mi comportamiento y la generosidad de mi total entrega lo que la
bella de mí percibirá. Ella, por otro lado, será siempre capaz de inspirar
fidelidad, rectitud y verdad a la misma Santísima Madonna.
MP se sorprendió, al comienzo,
del inesperado discurso de Serafín pero luego, observando perplejo la
vehemencia de éste, olvidó su triste recuerdo y se vio captado por el
apasionado alegato de la mujer soñada que aquel vagabundo, compañero accidental
de banco, acababa de largarle.
- Muy alto
apuntas, Serafín, compañero. Creo que buscas al unicornio. Me parece que has
fraguado en tu mente una quimera.
- Todo lo
contrario, don Macario, la mujer que yo imagino existe.
- ¿Cómo puede
existir un ser humano que en sí reúna ese sinnúmero de perfecciones?
- Porque la
naturaleza es más sabia de lo que creemos y, para toda necesitad, pone un
remedio sencillo y, para colmar los anhelos de todo ser, produce, de modo
natural, su complemento. Lo tengo comprobado.
- Y, si
existe, ¿tendrías la bondad de decirme quién es el objeto de tu inspiración?
- Si promete
usted discreción y respeto, le confiaré este secreto que guardo tan celosamente
o más, si cabe, que el origen de mis votos de renunciador.
- Prometo
–dijo MP con gesto solemne.
- Maleni Gracia.
- Pero, ¿cómo?
¡Maleni Gracia! Pero si es una…, una… bailarina, una chica del Play-Boy, una
famosilla… -y ahí, don Macario se cortó a tiempo de decir una petarda, como en
algunos círculos de acreditados tertulianos televisivos se calificaba a la
aludida.
- Ya veo –dijo
Serafín, ciego y sordo a todos los matices- que también usted, don Macario,
conoce sus dotes de actriz, de show woman, de cantante, de presentadora, de intérprete,
que recuerda sus actuaciones en el cine, en la televisión, su labor como reputada
conductora de programas y hasta el lado sexy de esta luchadora innata e
infatigable por la vida. Cómo me gusta, don Macario, que entienda usted lo
discreto pero, a la vez, profundo de mis inclinaciones, que ahora comparte y,
haciendo honor a su palabra, espero que jamás revele.
Y MP, persuadido por la calmada
experiencia que en las lides del amor dan los años, renunció a razonar con
aquel enamorado y rumió entre dientes lo escuchado y, exclusivamente y para sus
adentros, dijo su frase favorita en estos casos: “¡Huy copón!” No obstante,
añadió ya en voz alta y sin mucha esperanza:
- No dejará,
amigo Serafín, de aprender usted de las mujeres pues, pese a unos criterios de
tanto fundamento como los que usted manifiesta, no deja de ser el trato directo
una fuente de conocimientos más útil, cercana, continua y aleccionadora.
- Ya daría yo
una de mis manos por tenerlo con la mencionada. Ese trato, digo, don Macario.
- Guarde usted
sus dos manos por si, dado el caso, pudieran hacerle falta y reflexione sobre
lo que le digo.
Pero no hubo forma. Se hizo el
silencio. Dejaron el banco, dirigieron un gesto de despedida al doctor Machado
y, luego y en silencio, caminaron un rato. Serafín el Renuncia iba absorto en
la ensoñada contemplación de su admirada dama, buscándole, si cabe, aún más
perfecciones de cuantas, a su parecer, ya reunía la señora. Pero MP cavilaba
sobre la distorsión que los sentimientos hacen sobre las cosas y como, de entre
ellos, el amor es el más infeccioso y tóxico pues, además de provocar periódica
o constante calentura, no es infrecuente que produzca delirios que, quien
observa, sabe engañosos, pero que son tremendamente veraces y creíbles para el
que los padece. Pero, ya se guardaría él
muy mucho de influir con palabra alguna de menosprecio en los hondos
sentimientos que su compañero de paseo, aquel orate renunciador e
incomprendido, le había confiado. Que no era él ningún amigo, por ponderadas
razones que tuviera, de ejercer de cagaflanes.
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