Cuando el Mondacimas abrió la puerta,
allí estaba yo, listo y perfectamente aviado. Impaciente y con los ojos agrandados
por la ansiedad, estaba sentado muy tieso en el poyo junto a su puerta. Llevaba
el chaquetón puesto y abotonado, calada la gorra, las botas de cuero bien
anudadas y engrasadas, la cara lavada y el pelo atusado y un gran bocadillo de
tortilla, envuelto en papel de periódico, bajo el brazo. En mis oídos resonaban
aún las últimas palabras de mi madre:
-Ten cuidado y
obedece en todo al señor Gregorio.
La Fa vino enseguida a saludarme
agitando su rabito como un molinillo y poniéndose de manos sobre mis piernas.
-Buenos días,
señor Goyo -saludé muy respetuoso, levantándome.
Gregorio cerró la puerta, me
miró, frunció el gabelo, como si aún no se fiase de mi presencia, y al cabo
dijo:
-Buenos días,
Santi. Veo que eres un hombre de palabra.
Yo me puse muy hueco porque era
la primera vez que me llamaban hombre y más aún porque me lo hubiera llamado
nada menos que el Mondacimas, o sea, el señor Goyo.
Me cogió el bocadillo y lo metió
en su zurrón y así, entre dos luces, salimos del pueblo con la Fa correteando
muy contenta delante de nosotros.
-No sé si no tendremos agua –murmuró el Mondacimas según salíamos del pueblo mientras miraba a un punto indefinido del cielo.
Sólo cuando dejamos atrás las
últimas casas, Gregorio se descolgó del hombro la escopeta, la abrió, miró a
través de los cañones, sacó dos cartuchos de la canana, la cargó y la cerró.
Luego me dijo que me mantuviera siempre a su izquierda y un paso detrás de él.
La Fa caminaba nerviosa diez o doce metros delante de nosotros.
Al cabo de media hora de camino
oímos unas voces en uno de los prados de la dehesa. Eran unas voces secas,
imperativas y tajantes, pero que no parecían dirigidas a otra persona. Era la
Guadalupe, la vaquera de mi pueblo.
-Es la Guadalupe
–confirmó el Mondacimas y añadió- esa mujer tiene más valor que la mayoría de
los hombres. Por eso a ninguno se le ha ocurrido ponerle un mote. La Guadalupe
es la Guadalupe y basta.
Yo no dije nada, pero, cuando
llegamos a su altura, vimos como, con su voz de trueno, dominaba al toro de la
villa, el semental que había para las vacas.
-¡Quieto ahí,
galán! ¡Quieto he dicho, Artillero! – decía la Guadalupe blandiendo una larga y
recia vara y con una voz tan potente y vibrante que el toro, aquella mole de
ochocientos quilos, tiritaba al oírla.
-Buenos días,
Guadalupe –gritó el Mondacimas.
-Buenos días
tengáis –contestó la Guadalupe- ¿Qué vas buscando hoy, pelo o pluma?
-Ya veremos
–dijo el Mondacimas- Pero como llevo a este mozo, me gustaría que viera al matacán.
-Huy, ése es
muy esquivo y, además, a media mañana creo que romperá a llover. Hay nubecilla
sobre la laguna, ya sabes. Igual no veis nada y volvéis como sopas. ¡Que se os
dé bien!
Cuando dejamos atrás el prado
donde topamos con la Guadalupe, le pregunté a Gregorio lo que era el matacán y
fue cuando él me contó toda la historia del día de antes, mientras subíamos en
zigzag a la cantera vieja del alto del Mojonazo. Pensé también en preguntarle
que era eso de la nubecilla de la laguna pero, con su larga explicación de lo
del matacán, se me olvidó.
-¿Quieres
cazar tú al matacán antes de que lo intente el Boqui? ¡Huy, perdón!, quería
decir usted, señor Goyo –pregunté jadeando por el esfuerzo y azorado por mi
equivocación, según subíamos por la empinada varga.
-No –dijo
secamente el Mondacimas y, al poco, añadió- Pero quiero encontrarlo por dos
razones. La una es para que tú lo veas, la otra para que, por hoy al menos, no
dé con él el Boqui. Puede que, si trascurren unos días, se le pase el calentón,
olvide a esa liebre y la deje en paz. ¡Ah! Y, si quieres, puedes llamarme de
tú.
-Y, por qué
sabes que está en la cantera vieja –volví a preguntar, orgulloso de la
confianza que el Mondacimas acababa de otorgarme.
-No lo sé
–dijo Gregorio- pero me lo barrunto. La cantera es un lugar abrigado que está a
la solana y los animales son como nosotros, buscan abrigo cuando el aire viene
del norte. Por otro lado, es un terreno lleno de obstáculos, muy pedregoso,
casi un mohedal, y ahí la liebre puede quebrar fácilmente, alejarse de los
perros y dejarlos sin patas porque los guijarros del suelo cortan como
pedernales. Y, además, de la cantera salen trochas que el matacán conoce bien y
que, despistados los perros, le permitirán poner tierra por medio y meterse en
el monte. Ahí, ya estará a salvo.
4 comentarios:
Este capítulo acaba con un auténtico "cliffhanger", y lo pongo así, en bárbaro, por hacer contraste con el relato :-)
Me alegro de que te hayas quedado en suspenso pero más de que sigas leyendo el cuento. Como verás ya está terminado y publicado. Pero me admira tu paciencia y contención, así como tu meticulosidad, para continuar leyéndolo capítulo a capítulo. Pareces metódica, constante e imperturbable. ¿No te estarás contagiando del phlegmatic carácter inglés? (De chico me creía que todos los ingleses lo eran).
Gracias :-)
Puede que sea constante o meticulosa, tal vez, pero en este caso es simplemente que tu cuento me gusta y por eso lo leo. Y como lo leo y me gusta, pues voy y te lo digo :)
Si es así me tranquilizo, Ángeles. Ya veo, ya, que no eres flemática. Casi me tiras del directo. :-))
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