El arrebol del amanecer ya se
había esfumado. Los rayos de sol se filtraban bajo las nubes un palmo por
encima del horizonte. Pero los cúmulos negruzcos se iban juntando
paulatinamente en el cielo. El Mondacimas levantó la cabeza y dijo:
-Casi seguro
que nos mojamos. Mira, está la nubecilla de la Laguna Sapera. Vaticina
tormenta, siempre se ha dicho.
-¿Es la que
decía la Guadalupe?
-Esa misma.
-¿Dónde está?
–pregunté curioso.
-Justo allí –señaló
con el dedo el Mondacimas- Parece cerca, pero está en medio del monte. ¿Ves la
Peña Castelara? Pues justamente debajo de ella.
-Sé el nombre
de la peña pero no he estado en ella ni tampoco en la laguna.
-Pues hoy no
llevamos ese camino, así que ya irás a la peña y a la laguna en otra ocasión.
Tiempo no te ha de faltar.
-¿Me llevarás?
-Ya veremos.
-¿Y siempre
que hay una nube sobre la Laguna Sapera llueve? –volví a preguntar.
No sé si el Mondacimas se cansó
de mis preguntas o si, por el contrario, quiso satisfacerlas al completo pues,
según subíamos la escarpada cuesta, cambió la voz, poniéndola más grave de lo
habitual, y me contó confidencial y pausadamente lo siguiente:
-Eso de la
Laguna Sapera se ha dicho siempre, ¿sabes? Y no sólo llueve cuando está la
nubecilla, puede que haya más. Dice la leyenda que de la Laguna Sapera, en
verano y en otoño principalmente, salen tempestades, como si la laguna fuera un
poro por donde suda la Tierra sus humores. Y la gente de antaño sostenía que
esas furiosas tempestades solían ser frecuentes y espantosas por la abundancia de relámpagos y truenos que traían
y porque tampoco escatimaban los cielos, en esas ocasiones, en centellas, rayos
e inmensas cantidades de piedra y agua. Y recordaban, los de antes, digo, que
tales fortísimas tormentas traían consigo grandes ruinas en los campos e
incluso mataban ganados y bestias y aun a hombres, si no se guarecían a tiempo
de ellas. Y dice la misma leyenda, claro, que en lo profundo de la laguna vive,
además, un fiero monstruo que se conmueve a veces por furias infernales o se
irrita por la gran actividad del sol en el verano y que, el tal monstruo, está
encerrado en ella desde antes de que los hombres tuviéramos memoria. Y dicen
también, aunque esto otro dicen haberlo averiguado algunos señores muy
estudiosos, que los anales y las crónicas viejas relatan que hubo cierto conde,
señor de estas tierras hace muchísimos años, lo menos en tiempo de los Moros,
que quiso saber la profundidad de la laguna. El tal conde, hombre de gran
fortuna y posibles, mandó hacer un barco en ella y luego lo quiso hacer fondear
y los medidores no encontraron fondo en sus aguas. Hicieron muchos intentos, usando
sondas cada vez más largas y, en su afán por encontrar el fondo, llegaron a
medir hasta más abajo de los ochocientos metros sin hallarlo. Y eso pese a que
el contorno de la laguna no llega a los cuatrocientos metros. Desistieron los
del conde de buscar el fondo, pero sí que notaron que sus aguas eran, y lo
siguen siendo, templadas y, a veces, calientes. Y vieron que, con el fulgor del
sol, se solían embravecer y que, cuando eso ocurría, si estabas cerca, podías oír
unos bramidos, tan fuertes y salvajes como cuando en el mar hay borrascas o
tormentas o huracanados ciclones. Pero, eso sí, ninguno llegó a aclarar si
aquellas brutales bramaderas procedían de las mismas aguas o eran la voz del
monstruo que mora encarcelado en ellas. Esto último, ni antaño ni hogaño, lo ha llegado a saber nadie con certeza. Pero, cuando yo tenía tu edad, decían los más viejos
que desde muchas leguas de distancia se podía reconocer la llegada de la
tempestad, porque siempre la precedía una nubecilla blanca, justamente como la
que hay hoy, la cual, poco a poco, se iba levantando de la superficie de la
laguna y era signo de la desastrosa fatalidad que se avecinaba. Y, por mi
propia experiencia, puedo decirte que he comprobado algunas veces que llevaban
razón y que, en cuanto se divisa la nubecilla, pasado un rato más o menos largo,
suele formarse poco a poco un nublado oscuro que puede llegar a cubrir la luz
del cielo por entero y que, después, los vientos comienzan a agitarse por todos
lados. Se supone que con una fuerza e intensidad proporcional a la furia y
vesania que el monstruo de la laguna tenga acumuladas y, también, al tiempo que
haga que no haya desfogado su fiereza. Así que antiguamente, en cuando desde
los pueblos de por aquí veían la nubecilla, empezaban a tocar las campanas a
nublado porque era muy segura la tempestad. Y, entonces, los vecinos corrían
temblando a refugiarse en sus casas abandonando con premura el campo e
invocando a la Virgen y a los Santos con velas, lamparillas y quedas oraciones musitadas en el rincón más protegido y oscuro de sus casas.
Pero, para mí, Santi, que la nubecilla no es tal, sino los vahos que el
monstruo suelta por sus fauces cuando comienza a enfurecerse. Pero esto, para
ser honrado, no lo sé de cierto y sólo son figuraciones mías.
La narración del Mondacimas me
dejó impresionado y mudo. Pero también pensativo y temeroso, al ver el cariz
que estaba tomando el cielo. Pasó un largo rato hasta que me atreví a preguntar:
-¿Y hace mucho
que no se ha desahogado el monstruo?
-No creas.
Hubo un par de tormentas grandes este verano. Yo creo que podemos estar
tranquilos, aunque nunca del todo –contestó el Mondacimas con solvencia.
No pregunté más y, aunque el
templado y perito Mondacimas me daba seguridad y amparo, no dejé yo de mirar
muy mucho al cielo con miedosa desconfianza o, más bien, con bastante canguelo.
Y tampoco estaba ya muy seguro de querer ir a la Laguna Sapera.
2 comentarios:
Me encanta la historia y la forma de contarla de Mondacimas, y me imagino a Santi con los ojos como platos, asustado y fascinado. Y me lo imagino con el aspecto de mi sobrino cuando era pequeño y yo le contaba historias emocionantes que me iba inventando sobre la marcha :D
Es que el Mondacimas y, en general, la gente de entonces estaban muy acostumbrados a contar cuentos y los niños a escucharlos anonadados.
También yo le contaba historias que me inventaba a mi hermana pequeña que solía escucharme con una adicción mezclada con terror, pues siempre terminaban siendo historias de miedo que comenzaban candorosa y dulcemente. A veces aún me lo recuerda con estas amables palabras: "¡Cómo me acojonabas, cabrón!"
Ya ves, Ángeles, ya de jovencito era un cuentista.
Publicar un comentario