El fulminante estallido del
aguacero cerró el telón de sopetón. Miramos instintivamente hacia arriba y,
cuando volvimos a mirar al frente, la
cortina del agua había cerrado el escenario. No había ya horizonte, ni vega, ni
pedazos, ni prados, ni Boqui, ni galgos, ni matacán. Nada que confirmase que lo
visto, hasta hacía unos segundos, no había sido un espejismo, un producto de
nuestra imaginación, un sueño. La lluvia, repentina y torrencial, no dejaba ver
a más de treinta metros.
-Corre Santi –dijo
el Mondacimas, arrancando a correr, mientras el estruendo que siguió a la luz
deslumbrante de un relámpago ahogaba el sonido de su voz.
Seguido por la perra, con la
escopeta boca abajo, Gregorio corrió siguiendo la cornisa en la que estuvimos
tanto tiempo apostados, absortos en la aciaga caza del Boqui con los galgos.
Apenas a doscientos metros, el Mondacimas se volvió hacia mí, que le seguía a
duras penas, y gritó de nuevo:
-Vamos, rápido,
métete aquí.
Entré tras de él y la Fa por una
estrecha entrada ojival de hormigón. No tenía puerta y penetraba en la tierra
por un angosto y sesgado pasillo del mismo material. Conducía a una cámara de
mazacote, abovedada, circular y de unos diez metros de diámetro. Parecía
mentira que en tan corto trecho los tres nos hubiésemos calado. Apenas a
cubierto, la perra se sacudió el agua varias veces y el Mondacimas descargó la
escopeta y la dejó apoyada contra el concreto de la pared. Enseguida, en la
penumbra del refugio, buscó un rincón donde la estancia presentaba un
respiradero y acumuló bajo él, inclinándolas contra el muro, las ramas secas
que a la entrada de la sala alguien tenía acumuladas.
-¿Qué es este
sitio? –pregunté, curioso como siempre.
- Es una
caserna –dijo el Mondacimas.
-Y eso qué es.
-Una
fortificación que se construía cerca de otras defensas o bajo ellas y que
servía de almacén y de refugio para los soldados.
-¿Y aquí
vivieron soldados? -dije yo con admiración.
-Claro, ya te
lo estoy diciendo.
-¿Y eran moros
o cristianos?
El Mondacimas no contestó. Fingió
estar muy concentrado acumulando metódicamente la leña bajo el orificio del
techo. Luego sacó mi bocadillo del zurrón, me lo dio y dijo:
-Anda, quítate
el chaquetón para que se seque, cómete el bocadillo y dame el papel para
encender la hoguera.
Enseguida comenzó a crepitar la
madera seca, se elevaron las llamas y la fumata buscó el tiro del respiradero.
El Mondacimas sacó un ovillo de bramante del zurrón y tendió un trozo entre dos
alcayatas del muro. Sobre la fina pero resistente cuerda tendió su zamarra y mi
chaquetón. Luego señaló un poyato de ladrillo anejo al muro y sobre él ambos
nos sentamos. Gregorio había sacado antes del zurrón medio pan candeal y una
punta de jamón y, al tiempo de sentarse, una navaja cabritera del bolsillo. Al reparar
en mi ávida mirada al jamón que cortaba sobre la corteza del pan, el Mondacimas
dijo:
-¿Quieres que compartamos
la merienda?
A mí me pareció de maravilla y
él, al notarlo, cortó limpiamente una buena loncha de jamón y me la ofreció
sobre una rebanada de pan blanco. Yo le tendí mi bocadillo y él cortó un pico
pequeño que se comió de dos bocados. Nuestros abrigos, en la cuerda, ya echaban
el vaho de las prendas mojadas frente al fuego.
-Oye, Goyo,
¿tú crees que esa liebre era el matacán?
-Ya no estoy
seguro. Puede que lo fuera.
-¿Y qué estará
haciendo ahora el Boqui?
-Más nos vale
ignorarlo. Haga lo que haga, él no sabe que hemos visto el desenlace.
-¿Y es mejor
que no sepa que lo hemos visto?
-Seguramente
es mejor que nunca lo sepa.
-¿Por qué?
-Porque no
sabemos qué urdirá para salir de ésta. Y tampoco es asunto nuestro. Si la
marquesa se entera de lo de los galgos, el Boqui se la habrá buscado.
-¿Y que hará
ahora con los galgos?
-Cuando pasen
unos días, lo sabremos o lo colegiremos.
-Los llevará
al veterinario a que los cure, ¿verdad?
El Mondacimas calló de nuevo. Su
mirada estaba fija en el fuego. Con una mano acarició la cabecilla de la perra
mientras con la otra le echó un trozo de pan. Yo le imité arrancando un migajón
pringado en aceite de mi bocadillo.
Con gran desasosiego me estaba
esperando mi madre a la puerta de casa. Mi padre bajaba ya con otros vecinos y
con la Guadalupe para salir en nuestra búsqueda y habían acordado tocar las
campanas en cuanto el día cayera. Y todos se alegraron de que hubiéramos
aparecido con bien, porque apenas faltaba una hora para el ocaso. Y se
sorprendieron mucho de que volviésemos secos, y no calados y ateridos, después
de la larga tormenta.
Fue el Mondacimas el que explicó
que, por fortuna, nos había pillado el temporal cerca de la caserna y que allí,
calientes y a salvo, habíamos capeado divinamente el aguacero y evitado las
chispas. No dio más detalles y sólo añadió, para mi íntima honra, que yo había
estado valiente y que había aguantado la caminata como un hombre. Luego se
fueron todos, contentos de que no hubiera habido desgracias.
2 comentarios:
Me encanta este Santi, tan prudente, valiente y respetuoso.
Ángeles, en aquellos tiempos a los niños les educaban todos. Las comunidades eran entidades educativas donde padres y maestros eran unos más. Cualquier persona podía reprender a un niño y los adultos se sentían partícipes de que se criaran con fundamentos y aprendieran a evitar los peligros y a distinguir lo bueno de lo malo. Puede que las "ciencias sociales" estuvieran más avanzadas entonces de lo que hoy pensamos. :-))
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