Me llamo Santi. Entonces tenía
nueve años. Y precisamente aquel día había conseguido, por primera vez,
convencer a mi padre para que me dejara ir al día siguiente de caza con el
señor Goyo, o sea, con Gregorio el Mondacimas, que vivía en la casa de al lado.
Yo admiraba mucho a Gregorio el
Mondacimas y me impresionaba ver venir a mi vecino con dos o tres conejos apiolados
del cinto o con un par de perdices o alguna liebre. Me encantaba verle llegar
cada vez que regresaba de caza. De hecho, conocía sus horarios y le esperaba
cuando calculaba que iba a regresar. No le decía nada, ni él a mí tampoco, sólo
le miraba y le acompañaba boquiabierto calle arriba hasta que entraba en su
casa. Además, me había hecho amigo de su perra, la Fa, y por eso nunca me
ladraba, ni me enseñaba los dientes, ni me gruñía como les hacía a los demás
chicos del pueblo.
Mi padre era molinero y, aunque me
parecía un hombre muy fuerte y le quería mucho, no tenía comparación con el
Mondacimas. Mi padre se pasaba la vida trabajando en la aceña y, sin embargo,
el Mondacimas, sobre ser agricultor, no paraba de zurcir los campos, los montes
y la sierra, día sí día no, cazando en compañía de su fiel Fa. Yo le imaginaba
variando cada día de aventuras, enfrentándose al azar, a los temporales, viviendo
portentos y aceptando las sorpresas y peligros que proporciona el monte
incierto. Y, en mi imaginación de niño, todas aquellas cosas revoloteaban mezcladas como
pájaros exóticos. La imagen que yo tenía de mi vecino era fascinante y legendaria.
Así que aquella tarde me la pasé
esperando a que el Mondacimas llegara a su casa. En cuanto sentí ruido en su
cuadra y vi el brillo de la luz del candil, bajé, llamé a su puerta y esperé.
Abrió la puerta y la Fa
inmediatamente me reconoció y meneó el
rabo a modo de saludo.
-Hola, señor
Goyo, que quería decirle que si me deja ir de caza mañana con usted –dije yo
muy educado porque, entonces, a todos los mayores había que llamarles de usted
y, si además eran poderosos, ricos o gente de estudios, había que decirles el
don delante del nombre.
-¿Lo sabe tu
padre? –cortó el Mondacimas.
-Sí que lo
sabe y ni se imagina lo mucho que me ha costado que me diera permiso. Pero me
ha dicho que la última palabra la tiene usted, señor Goyo –dije yo, con cierta
solemnidad pero sobre todo con la ilusión dibujada a lo ancho de la cara.
-Pero es que
voy a andar mucho –respondió el Mondacimas.
-Sí, pero
estoy seguro de que voy a aguantar. Además, como mañana es domingo, no tengo
que ir a la escuela. Es el único día que puedo ir con usted, señor Goyo –dije,
en un tono suplicante, cuando noté que el Mondacimas no se fiaba de mi
resistencia.
-No sé, no sé
–dijo el Mondacimas rascándose el cogote, y luego añadió - ¿Cuántos años
tienes, no eres demasiado pequeño?
-No, señor
–dije yo, un poco ofendido y empinándome para parecer más alto- Tengo nueve
años pero muy pronto voy a cumplir diez.
El Mondacimas se entretuvo un
momento, que a mí se me hizo largísimo, ponderando mi caso. Finalmente dijo:
-Bueno, en ese
caso, si casi tienes diez años, te llevaré. Pero, como me falles y tenga que
volverme porque te canses, será la primera y la última vez que vengas conmigo.
¿Estamos?
-Gracias,
señor Goyo –dije yo con una alegría tan grande que me puse a dar saltos al
tiempo que la Fa se me unió jugando y ladrando alegremente a mi lado.
-Déjate de
saltos. Mañana al amanecer estarás preparado. Dile a tu madre que te haga un
bocadillo porque no sé a qué hora vamos a volver. ¡Ah! Y, si no estás en la
puerta cuando yo salga, aquí te quedas.
-Gracias,
señor Goyo. Ya verá como estaré.
-Bueno, pues
entonces a cenar y a la cama –dijo el Mondacimas con gesto serio.
-¡Hasta
mañana, señor Goyo! –contesté un segundo antes de salir corriendo hacia mi
casa.
Llegué sofocado a la cocina y,
por mi cara de satisfacción, mis padres supieron que el Mondacimas me iba a
llevar. Engullí la cena y me acosté. Ni siquiera me entretuve en jugar con mi
hermana, como solía hacer antes de que a ambos nos mandaran a la cama. Creía
que me iba a ser imposible dormir aquella noche, porque en mi cabeza la
fantasía y la ilusión se abrazaban. Eso me producía un nerviosismo tan descomunal
que estaba seguro de que los latidos de mi emocionado corazón y las ensoñaciones
que pasaban por mi magín me mantendrían despierto hasta el alba.
Me equivoqué. Cuando mi madre me
despertó estaba dormido como un cesto y me parecía que apenas había pasado un
minuto desde que me acosté. Ella sólo tuvo que decir:
-Santi, va a
amanecer.
4 comentarios:
Me ha gustado mucho la historia de Santi (y el personaje), especialmente la forma en que has reflejado su emoción, su nerviosismo y su ilusión por la aventura del día siguiente.
Gracias, Ángeles. Me alegro de que te vaya gustando el cuento. Y me anima el que hagas comentarios.
My pleasure :)
Thanks a lot, again.
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