Apenas acabada la cuesta,
quebrada por la erosión de las escorrentías y rala de maleza por su mucha inclinación,
comenzaba el tupido breñal.
En el alto soplaba el cierzo. Se
dominaba, casi con vértigo, el gran cotarro que habíamos dejado atrás al
ascender. Desde allí se veían las hazas irregulares de forma y tamaño, verdosas,
ocres y amarillentas, que, como trozos de una jarapa hecha de retales,
alfombraba, entre pobedas, prados y yecos, la principal vega del pueblo.
El Mondacimas me miró de reojo.
Yo disimulaba mi fatiga y seguía sin quejas, a mi trotecillo, sus rítmicos
pasos poderosos. Al borde de la irregular meseta que coronaba el Mojonazo,
dijo, sin aparentar conmiseración para mi cansancio:
-Este es un
buen sitio para observar. Nos amonaremos aquí un rato antes de subir al teso
donde estaba la cantera. Desde aquí se ven todos los lucios de la vega y de
este lado de la ladera. Miraremos un rato antes subir lo poco que queda y
meternos en el mohedal.
Se sentó en una gran piedra que
tenía detrás un majuelo.
-Con el
majuelo detrás descompondremos la figura –dijo el Mondacimas sin que yo le
hubiera pedido explicaciones.
Lo cierto es que no entendí
algunas de sus palabras. Él me lo debió notar en la cara porque siguió hablando
como si se explicara para sí mismo:
-Al amonarnos
nos quedamos quietos y así podemos observar con calma todos los pedazos y
baldíos de la vega y, al tener detrás el pirlitero, no se distinguen nuestras
siluetas desde abajo. Así que, desde aquí, podremos mirar un rato sin ser
notados. Eso será por quedarnos quietos y por tener detrás la pantalla del
majuelo que desdibuja nuestras siluetas. Los animales hacen lo mismo para que
no les veamos: esconderse, amonarse y no dar silueta.
Yo estaba encantado, no sólo por
las explicaciones del Mondacimas, sino, sobre todo, porque hubiera decidido
parar y darme el descanso que yo no me hubiera atrevido a pedirle.
El Mondacimas, supongo que por
darme un tiempo de descanso, siguió hablando sin prisas:
-¿Sabes este
dicho? “A la codorniz la mata el perro, a la perdiz las piernas y a la tórtola
la escopeta”.
-No. ¿La Fa ha
matado muchas codornices?
-No, hombre,
no lo has entendido. Quiere decir que aunque todos los animales se esconden y
se confunden entre las zarzas, las pajas y la maleza, la codorniz es la más
experta en camuflarse, de modo que rara vez se la ve. Ha de ser el perro el
que, a fuerza de buscarla de olfato, la saque casi dándole con el hocico.
Luego, el tiro de la codorniz no suele ser difícil, por lo tanto el mérito es
del perro. A la codorniz la mata el perro, ¿entiendes ahora? Sin embargo, las
perdices son más asustadizas y los bandos, apenas te ven, se arrancan a volar y
por lo tanto hay que seguirlas y darles algunos vuelos hasta cansarlas y que
algunas empiecen a rezagarse y salgan a tiro. Por eso, como hay que andar tanto
tras de ellas, se dice que las matan las piernas. Las tórtolas son las palomas
más pequeñas y ágiles que hay y en sus vuelos rápidos suelen dar quiebros por
lo cual hay que saber tirar muy bien, pues a ésas sólo las mata la escopeta,
¿estamos?
-Sí –dije yo
admirado de lo mucho que sabía el Mondacimas, pero viendo unas motas lejanas en
la vega, añadí- ¿Qué es aquello?
Inmediatamente el Mondacimas se
tensó y escudriñó la lejana vega que se extendía a nuestros pies a lo largo de
varios kilómetros. La Fa, al ver a su amo, también se puso atenta, aunque no se
movió de nuestros pies.
-Si no lo veo
no lo creo –exclamó el Mondacimas.
-¿Quién es?
-Estoy casi
seguro que es el Boqui.
-¿Cómo lo
puedes saber a esta distancia?
-Porque sus
andares no se me despintan. Aunque hay algo raro en él.
-Parece que
lleva perros –dije yo con inseguridad.
-No, no es su
perro. Lleva dos galgos y, ahora me doy cuenta, va sin escopeta. Por eso le
notaba algo anormal en los andares –concluyó el Mondacimas.
Después de estos comentarios se
quedó callado. Sacó la petaca y lió un cigarro. Lo encendió con un chisquero de mecha y aspiró en
silencio sin dejar de cavilar. Al cabo de unos minutos me atreví a preguntar:
-Y, ¿qué hace
por ahí sin escopeta?
-Quizás anoche
le moví la conciencia y ha decidido darle caza al matacán de poder a poder, con
esos lebreles –aventuró el Mondacimas.
-Pero,
entonces, qué hace por la vega. Tú crees que el matacán está en este alto, ¿no?
-Eso suponía
yo. Sin embargo el Boqui vio al matacán ayer y yo hace más de un mes que no le
veo. Seguramente él se barrunta, con más fundamento que yo, que esa rabona anda
en la vega.
-No sabía que
el Boqui tuviera dos galgos. Nunca se los he visto.
-Es que no los
tiene. Cuéntate que, en su locura, ha cogido los dos galgos ingleses de la
marquesa. Y dudo mucho tanto de que ella le haya dado permiso, como de que él
se lo haya pedido.
Los dos nos quedamos mirando y no
nos movimos de allí en una hora.
-Míralo, no
para de buscar entre los rispiones y las glebas. Busca al matacán.
-¿Por qué
sabes que lo busca?
-Porque va
andando como un majagranzas, como un melitoto, como un dundo. ¿Es que no te das
cuenta? La liebre se busca así, caminando despacio, de modo irregular,
cambiando de dirección y mirando todos los sitios querenciosos.
-Pero también
puede saltarle una liebre cualquiera.
-Puede que
fuera lo mejor para él- sentenció el Mondacimas.
2 comentarios:
En este capítulo tendrías que haber incluido un glosario de términos campestres, auqneu también me gusta el misterio de las palabras desconocidas y cómo se dejan intuir por el contexto.
Me ha hecho mucha gracia lo de "amonarse" :D y la forma de describir cómo andaba el Boqui.
Y la foto, para enmarcar.
Gracias, Ángeles.
Ahora conocemos más las palabras de la tecnología y las que se usan en la ciudad. Del campo, como apenas lo "usamos", hemos perdido las palabras. Me resulta entretenido recordarlas porque, haciéndolo, se les añade a los relatos otra incertidumbre.
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