Existen costumbres que se pegan a
la piel como lentigos y se pronuncian como las arrugas, más cada año que pasa.
De vez en cuando acomete el ansia por recorrer, una vez más, las viejas
urdimbres de la propia memoria. Y, entonces, a uno, como otras veces, le da por irse a
deambular por Madrid.
La mirada, esa mirada individual
capaz de ver el tiempo, empieza a bifurcarse apenas uno sube al tren de
cercanías que ha de llevarle a la Estación de Atocha.
Mira, con un ojo extraviado, al
recuerdo de la primera vez. Y le cae al viajero el manto dulce encima de la
emoción simple de niño, cuando un pariente le llevó a Madrid en tren.
- No saques la
cabeza por la ventanilla, que se te van a meter carbonillas en los ojos.
Y el viajero novel, obediente y
dócilmente atrapado por la magia del monstruo de vapor, se sentaba en el banco
de madera del vagón con la nariz pegada al cristal, y con el aliento contenido,
para que la atención no se le disipase ni un segundo.
Ahora, mira con el otro ojo, el
que tiene ya una lente graduada por los años, desfilar el paisaje viejuno, hoy
tan desdibujado. Nuevas estaciones, incluso nuevos pueblos nacidos de centros
comerciales, muchas urbanizaciones, pocos eriales, cientos de empresas, miles
de obras y una sucesión interminable de pintadas que no dejan libre un palmo de
hormigón en el camino. Signos voraces de otro tiempo que aturden y abruman al
viajero.
Y, sin embargo, todos esos grises
estímulos de hoy, repetitivos, planos, e incluso tan tecnológicos como útiles,
no pueden con el recuerdo poderoso, sorprendente, claro, polícromo y vivaz de
aquella virginal primera vez.
La Estación de Atocha era
entonces la boca de entrada de Madrid. Para el viajero indolente, que abomina
del coche y sólo va a Madrid por añoranza, lo sigue siendo. Y, nada más llegar,
se apercibe desde ella del aliento de la ciudad, que no es puro, que es una
mezcla intemporal, algo así como un tufo que se percibe muy bien en las grandes
estaciones. El abigarramiento de cosas y personas da, bajo las grandes carpas
metálicas y acristaladas de Atocha, un anticipo inquietante de lo que la ciudad
puede ofrecerte. De lo que, quizás, todas las grandes ciudades, satinadas de
historia, pueden ofrecer: el hálito del lobo joven y la quimera de la leyenda
vieja. La mezcla del fedor de siempre, de los olores cotidianos, de los aromas
más inesperados e, incluso, de los perfumes irrepetibles y fugaces, casi
imaginados.
El hogaño es una fiera que
persigue al antaño sin piedad y se apodera
de los jóvenes sobre los que, desprevenidos de pasado, siempre reina.
Pero fenómeno contrario acontece en los viejos, en cuyas almas el antaño se
atrinchera y se defiende con toda la venenosa saña del recuerdo. Antaño y hogaño,
murgaños ponzoñosos que se odian y que, con desequilibrantes resultados, se devoran
mutuamente sin parar, sin darse descanso, en las almas cándidas de los seres
humanos, siempre desprevenidos ante el tiempo.
Pega el sol en la Glorieta de
Atocha y los negros, desparramados en su semicírculo, ofrecen baratijas y
discos en sus mantas. Alguien da el queo y, a grandes zancadas, cuando no
corriendo, todos desaparecen veloces con sus hatillos a la espalda. Correr en
África, correr en las fronteras, correr en Madrid, correr siempre… Efectiva
debió ser la maldición con que Noé postergó a los camitas, que, por lo que se
ve, aún no ha prescrito. Ni trazas lleva.
Los bares antiguos de la esquina
de la calle de Atocha han desaparecido o cambiado de nombre y, ahora,
pertenecen a cadenas que, como en el textil, tampoco faltan en la hostelería. Y
hasta las churrerías pertenecen a cadenas y sus masas para churros y porras son
ya masificadas. Las franquicias triunfan por doquier como modernas prelaturas
de los anónimos pontífices de la economía. Amén.
¿Cuántos años hará? Siempre
aparezco en el mismo lugar. Una pensión antigua de un asturiano que está en la
calle Atocha, esquina con Santa Ana. Una reliquia de cuando toda la calle
estaba llena de pensiones y restaurantes económicos para atender a la demanda
de todos los que venían a Madrid a sus pequeños trapicheos o gestiones. Cuarto
piso y escaleras estrechas y empinadas de madera.
-Ya podías
poner ascensor.
-No jodas.
Pero si por estas escaleras las manolas les tiraban agua hirviendo a los
gabachos. Si toco la estructura de la casa se raja por los cuatro costaos.
Dejo el poco equipaje. Subo
perezosamente por la calle Atocha. Llego a la pequeña plaza de Antón Martín y
por la calle de la Madalena me voy a Tirso de Molina. La plaza triangular
alberga a otra pequeña tribu de saltimbanquis, malabaristas y vagabundos de
guitarra, caja de vino y perros. Piden, pero sin mucho interés. Están contentos
y a lo suyo. Ríen y bromean y yo me hago la ilusión de que tal vez pertenezcan
a una ONG subvencionada para el disfrute de transeúntes y desocupados.
Es hora de comer. Recuerdo que en
la plaza, sobre un bar, hay un buen restaurante: el Asador El Frontón. Pero, al
levantar la vista, veo que ahora se llama Aritmendi. Malo. Los cambios de dueño,
en la hostelería acreditada, raramente son para mejor.
Las chistorras, bien; las
anchoas, bien; el rape, de primera, pero una ensalada que llaman,
creativamente, de la selva, con adición de inciertos despojos rebozados,
caramelizados y crujientes, es para decretar prisión sin fianza al cocinero.
Me llama la atención la carta, como
me la va a llamar en los demás restaurantes que visitaré. Está en castellano,
debajo subtitulada en ruso y, más abajo, vuelta a subtitular en inglés. No cabe
duda, está volviendo a España el oro de Moscú.
Tras comer, doy un paseo. Subo a
la plaza de Jacinto Benavente. Las viejas prostitutas ajadas que, no sé la
razón, suelan guardar las esquinas de esta plaza, siguen en sus puestos como
veteranas centinelas prestas al servicio. Siempre fieles.
Sigo por la calle de la Bolsa y
me percato de que El Viejo Madrid, una taberna castiza con organillero vestido
de chulapo, ha desaparecido y, ahora, es una tasca más, que se llama Olé. Son
pequeños detalles que uno va echando en falta.
Llego a la plaza de la Santa Cruz
y a la de la Provincia. Siempre me agrada el aspecto vetusto, pesado del
Ministerio de Asuntos Exteriores y el dintel de su puerta principal con alguna
dovela descentrada. Fue cárcel y del Palacio de Santa Cruz, hoy ministerio,
algunos salieron para ser ejecutados públicamente en la plaza Mayor. Hoy, toda
esta zona centro de Madrid, es lugar de turismo y jolgorio, pero imagino que en
siglo XVII debía imponer lo suyo la severidad del paraje, desde el que se
dirigía en gran parte el destino del mundo. Y es que, a veces, cuando uno
camina despreocupadamente por ciertos lugares, no puede evitar contagiarse del
miedo que esas piedras inspiraron en su día. Y hablo, en conjunto, de esa zona
que galanamente mostramos al turismo como el Madrid de los Austrias.
No entro a la plaza Mayor pues
está atiborrada de gente, de puestos navideños, de mimos disfrazados de
estatuas, de estridencias. Y huyo, de tanto bullicio, hacia la plaza del Ángel
y la de Santa Ana.
Pese al frío, hay terraza. En
cada silla uno tiene una pequeña manta y, sobre ellas, reflectores eléctricos
de calor. Sé que sentarse en cualquier terraza de la zona centro es amonarse
para que los pedigüeños le tengan a uno a tiro fijo. Pero lo entiendo porque
hasta los pájaros tienen que vivir.
No me equivoco y enseguida van
viniendo. Ya se dirigen a los de la terraza directamente en inglés. El nivel
cultural de este personal, entre artesano, vendedor, fingidor, mendicante y
sempiternamente buscavidas, ha mejorado mucho. Parece que la vida de calle es
más efectiva para el aprendizaje de otras lenguas que las denostadas leyes
educativas del gobierno. Pero claro, tampoco es cuestión de que se incluyan, en
el currículum de la enseñanza primaria, varias horas a la semana de mendicidad,
venta de baratijas o de flores. Aunque es mejor no dar ideas.
De vuelta a la pensión, bajé la
calle de las Huertas, testigo de bonitas juergas trasnochadoras de años más
mozos. Y por la calle del León regresé a la de Atocha. Subí los tramos de
escaleras, deleitándome en el crujir de la madera. El asturiano me abrió la
habitación y, tras echarme en la cama, pensé en Madrid de mil maneras:
Madrid morada muda, mansión
mínima, mojarrilla menuda, manceba mentirosa, mansa monjita mística, maciza
mantenida, madama manejable, morita misteriosa, mulata miracielos, melosa
morenita, modelo mondacimas, meretriz madurita, muchacha mimosa, multirracial,
mestiza, madrastra mustia, memita marchosilla, mendiga macilenta, mendaz
mosquita muerta, matrona, morosa, mímica, maliciosa, mariposa maligna, maja
mohína, magma malévolo. Mantienes mil malhadadas musas. Madrid, madre
molestadora, mezquina muela mezcladora, mafiosa mascarada, monumental majada,
ministerial mejunje, moldura metropolitana, madriguera manchega, mondo marjal,
museo marchito, mera mensajería marginal, momio municipal, metálico madroño,
matonería mermada, morbosos monises, manicomio móvil, monederillo mercantil,
mecenas misantrópico, murga macarra. Mantienes, Madrid, mil malos modos. Me
mareas. Me machacas. Madrid, mala madrastra.
Y, al despertarme, pensé: tal vez
vine sólo a Madrid a echarme una siesta en la vieja pensión del asturiano.
4 comentarios:
Menudas emes todas ellas. Jejeje
"Madrid, Madrid, Madrid
en México se piensa mucho en ti
por el sabor que tienen tus berbenas
por tantas cosas buenas que soñamos
desde aqui, y vas a ver lo que es canela gira y armar la rejolina cuando llegues tu a Madrid"
Tan tan
La pasé muy bien en Madrid, salvo por una cosa.
Además llevas razón en eso de los aromas. Lo noté al cruzar la puerta del Barajas.
Muy muy feliz año señor Soros.
Un abrazo
Mil gracias, Descalza, por tan cariñoso comentario.
También conozco la canción: "...lo que es canela fina y armar la tremolina..."
Y me extraña que no lo pasarás bien sólo por una cosa, pues Madrid da motivo para pasarlo mal por muchas. Ya me dirás.
Sí, lo mismo que Atocha fue la puerta de Madrid para gran parte de España, ahora es barajas su puerta para el mundo.
También yo te deseo un año muy feliz.
Apapachos.
Qué bueno, cuántos nombres le has puesto a Madrid.
Soy madrileña y he vivido muchos años muy cerca de Atocha, no consigo que me guste mi ciudad aunque tal vez la echara de menos si no viviera en ella, vete a saber. Atocha olía antes a calamares fritos. Y a contaminación, claro, eso todavía hoy.
Describes muy bien todos los ambientes y sus personajes.
Por lo que escribes, suponía que eres de Madrid, Palomamzs.
Soy de cerca, de Guadalajara, y desde niño tuve la impresión de que Madrid era un poco el pueblo de todos los españoles.
También, a temporadas, he vivido en Madrid. En la Ronda de Atocha, en la Calle Churruca, en la de la Madera, en Guzmán el Bueno... Pero siempre temporadas cortas.
Y el sentimiento que Madrid me produce es siempre parecido al que describo en esta entrada.
Me alegro de que te haya gustado.
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