De la
carretera secundaria salía un camino a la izquierda. Era un camino viejo de
firme irregular y pedregoso, a trozos, arcilloso, a trozos, comido por las
erosiones del agua o invadido por los desprendimientos. No tenía apariencia de
que se transitase por él regularmente y, por supuesto, en nada se parecía a
esas pistas de tierra prensada que, de años a esta parte, recorren los
domingueros ansiosos de buscar en ellas la libertad, prometida por la
publicidad de su todo terreno.
MP y el
Renuncia caminaban incómodos sobre la grava suelta y sus pies, mortificados por
ella, pisaban inseguros, haciendo que su paso fuese vacilante y doliente. Tenía
trazas el camino de haber sido importante alguna vez, pero ahora estaba
descuidado y lleno de piedras y cascajo suelto. Iba entre dos laderas.
Enseguida, al aproximarse éstas, el camino subía por la de la izquierda hasta
que llegaba a un paso angosto con un barranco estrecho y profundo a la derecha.
Arriba, en el punto más estrecho del congosto, donde la cuesta culminaba, había
restos de una pequeña fortificación, en su día suficiente, para controlar o
impedir el acceso.
Serafín
encontró un trozo de herradura rojizo de óxido y pulido por el desgaste. En él se
apreciaban los orificios destinados a los clavos que alguna vez la sujetaron al
casco. Y, mientras miraba su intrascendente hallazgo, recordó las que tenía
encastradas el Modacimas en la pared de la taina. Y se acordó de la burra que éste
le vendió al gitano Maquila, y de cómo la miró alejarse con la desolación en el
rostro, y también de su estampa desvaída con el mísero dinero que recibió por
ella, los dos billetes, que le quedaron colgados de la mano como dos hojas
lacias y ajadas de su propio otoño.
MP se paró
bruscamente, sobresaltado por un aleteo repentino. A Serafín, a sus espaldas,
le asustó también la inesperada vibración. Y los dos observaron el batir de
alas, algo torpe al principio, y después el planear majestuoso de un búho real
buscando con urgencia, laderas abajo, el refugio sereno de la umbría arbolada.
- El búho es
el príncipe de la noche y, en ella, no hay ave que compita con él –dijo MP- sin
embargo, durante el día, todas las otras aves carroñeras y rapaces le hostigan
y le atacan sin piedad apenas le descubren. Hay quien usa como señuelo un búho
disecado para atraer a éstas. Y da muy buen resultado. Al búho nadie le quiere
de vecino.
El Renuncia
escuchó extrañado la observación del viejo y se dijo que, entre los humanos,
tampoco suelen ser aceptados de buen grado los que, de un modo u otro, son
amigos de la luna. Pero calló.
El camino,
tras las ruinas, se hizo descendente. El barranco se desplegaba de modo
creciente en abanico. Se divisaba abajo una pradera acogedora y, a su derecha,
el edificio antiguo del santuario como un cadáver incorrupto al sol.
Se les alegró
el ánimo y el paso al descender por la solana. A medida que lo hacían vieron
que el edificio era más grande de lo que de lejos parecía y que, además, se
apoyaba contra una pared natural de piedra en la que destacaban, salpicadas, bocas
de cuevas a distintas alturas. Tuvieron la sencilla y contradictoria sensación
de regresar a un lugar en el que nunca habían estado.
Caldeados sus
cuerpos por el sol tibio y sus ánimos por aquella peregrina idea, siguieron
descendiendo. Apenas llegados a la planicie de la pradera, se sentaron sobre la
hierba templada y mullida. Se desprendieron de los macutos y, tendidos, con un
codo apoyado en el suelo, disfrutaron de la vista que el conjunto ofrecía.
Contemplaron
la magnifica obra del santuario. Una edificación artística, pero maciza, que
había soportado bien el paso de los siglos. Fumaron un cigarro y se recrearon
viendo como las volutas caprichosas del humo se desdibujaban instantáneamente en
el aire frente a aquellas formas pétreas, pesadas y recias que parecían querer
representar la permanencia.
- Fíjate,
Serafín, qué culto tenían los de antes por lo firme, por lo inmutable. Su
esperanza de vida era mucho menor que la nuestra y, sin embargo, hacían
construcciones con vocación perenne.
- Tampoco todas
serían así. Esto es un santuario. De las viviendas humildes no creo yo que
queden muchos restos.
- Llevas razón
pero, hoy en día, ni siquiera se construyen obras excepcionales, como éstas,
que den una idea de lo que pensamos.
- Creo que se
equivoca. Las grandes obras, que hoy se construyen, son funcionales, interactivas,
originales, buscan la racionalidad, el aprovechamiento del calor y del frío,
son obras inteligentes, cambiantes, y más acordes con la forma de pensar de la
gente de hoy. Con el diseño.
- Quizás
lleves razón porque la gente de hoy, de creer en algo, cree en lo cambiante, lo
que viene a ser parecido a no tener creencias ni seguridad en nada, porque
vivimos en un mundo dominado por los medios de comunicación y quienes los
rigen, y éstos, mientras nos atontan con la publicidad y nos entretienen con
los espectáculos, nos muestran también una realidad cambiante, la que conviene,
a capricho de los que controlan todo y que todo lo consideran diseñable y
moldeable a su antojo y conveniencia. Y así somos, cada día más, la arcilla que
el alcarrero pone en su torno y luego moldea a voluntad. Como si el primer
alfarero que, según la Biblia, nos hizo del polvo de la tierra a su imagen y
semejanza para que dominásemos sobre lo creado, nos hubiera convertido también
en sus imitadores. Y así, parecemos empeñados cada cual en hacerlo todo a medida
de nuestros deseos y, si es necesario, manipulando y torciendo las cosas para
que a ellos se plieguen. Y somos capaces de hacer lo que convenga, sin hacer
asco al manejo de nuestros semejantes, para que las cosas sean como deseamos.
Y Serafín calló porque no se le
ocurrieron razones que pudieran descomponer las dichas por el viejo, y pensó
que podía ser una forma de encontrar la libertad eso que el viejo y él hacían de
ir por su cuenta, como dos gusanos perdidos pero fuera de toda influencia.
Viviendo así podían ser considerados como dos excluidos sociales que era, por
otro lado, lo que querían ser. Al menos de momento.
La Consejería de Cultura de
Castilla-La Mancha había puesto un rótulo polícromo y acristalado sustentado
por una estructura de madera cruda, como las de antaño, pero que ahora llamaban
ecológicas. En el panel informativo, situado junto a la puerta principal del
santuario, podía leerse:
“Santuario del Beato Montago (s.
XV-XVI)
El Barón de Montago, señor de los
Airheads de Northumberland, según dice la leyenda y sostienen algunos
historiadores, sin pruebas contrastadas hasta ahora, se estableció en este
acogedor paraje en la segunda mitad del siglo XV, acompañado por sus más fieles
adláteres que viajaron con él desde su Inglaterra natal. Vinieron, en un
destierro voluntario, en pos del sosiego para sus mentes atormentadas por las
guerras y en busca de alivio para unas conciencias escrupulosas.
Después de recorrer media Europa,
el Barón se sintió subyugado por este enclave de la Serrezuela del Muedo y en
él decidió establecer su definitiva y postrera morada.
Por la vida ejemplar que llevó,
dedicada al estudio, el retiro y la oración, y por los portentos que se narran
de las sus muchas e inexplicables curaciones de enfermos, fue este lugar centro
de peregrinación durante años y vértice espiritual de la comarca. Por todo lo
anterior, además de por el legado que hizo de sus posesiones, tierras y
riquezas al obispado de Nogüenza, decidió la Iglesia, por edicto papal,
concederle la beatitud y abrirle así el camino hacia la santidad en el año de
1671 por intercesión del obispo nogüentino Don Delicado Caifás Deogracias
Forfree, a la sazón obispo titular.”
Continuaba el cartel informativo
con explicaciones artísticas y unos planos de la planta gótica, con influencias
evidentes del gótico de Lancaster, casi inéditas en la península, y con alguna
nota más en la que mencionaba las distintas órdenes religiosas que habían habitado
y mantenido el santuario hasta la Desamortización de Mendizábal. La tutela
actual del sagrado lugar quedaba actualmente coparticipada entre las parroquias
de Bloqueona y Tarudo, bajo la tutela natural del obispado de Nogüenza, titular
de la herencia del Barón y albacea de todas las otras disposiciones que éste
dejó en su testamento.
No tardaron en comprobar que el
edificio estaba cerrado. En un cartel plastificado, pegado a la puerta, se
anunciaba que el edificio se había vaciado de enseres, imágenes, cuadros y
cualquier otro elemento de valor y que podía visitarse dirigiéndose al santero
de Tarudo. Daba un teléfono fijo y otro móvil y dejaba constancia de que el
donativo por la visita era de 2€ por persona.
Descubrieron que, adosada a un
lateral del santuario y apoyada en la misma roca que éste, había una casa
pequeña, de una planta, con una chimenea para la única habitación que contenía.
Las cuatro paredes de la casa, excepto el espacio para la entrada y el hogar,
estaban recorridas por un banco de obra de cuatro palmos de ancho sobre el que
se podía dormir o descansar. La sólida puerta de metal no tenía cerradura, pero
sí un cerrojo que permitía candarla por dentro. Sobre el hogar había cenizas y
algún tarugo a medio consumir y, a su derecha, sobre la bancada, la madera
apilada que a los últimos visitantes les había sobrado. Tenía sólo una ventana
pequeña y con barrotes y la sólida puerta de metal. La ventana estaba a la
derecha de la puerta y sólo se podía tener vista por ella subiéndose al banco.
En el lado izquierdo del hogar una gran grieta, por la que cabía una persona,
había sido dejada, sin duda ex profeso, para que quien lo deseara pudiera visitar
la cueva a la que daba paso. Sin embargo, su ojo negro no invitaba mucho a exploraciones.
Con un escobón de mimbres que
había en una esquina limpiaron el hogar y después la habitación. Reunieron algo
más de leña en los alrededores. Localizaron, ayudados por la abundante
junquera, un manantial que nacía en mitad de la pradera y que surtía, en un
rebaje junto al camino, a una fuente con dos caños medianos. Vaciaron los
macutos e hicieron recuento de viandas. Agua tenían y vino no faltaba. Con un
recuerdo a Fortunato y María Luisa, inauguraron las hogazas y comieron con
gusto. Luego salieron a fumar un cigarro sentados en el poyo de piedra que la
casa tenía en su fachada. Vieron que la tarde estaba ya avanzada. Se deleitaron
con aquella quietud y se dijeron que para qué se necesitaba de tanto ajetreo
pudiendo disfrutar de aquello. Pero la respuesta iba con ellos por la inusual
vida que llevaban, del mismo modo que la llevan puesta los que viven en el
ajetreo urbano, solo que éstos no suelen planteársela.
Fue entonces cuando oyeron un
ruido lejano. Parecía un motor. Enseguida vieron bajar una moto por el altozano
donde ellos espantaron al búho y habían comenzado su descenso unas horas antes.
2 comentarios:
La foto es excelente, Soros, y el relato en tu línea. Como siempre tomando nota.
Gracias, Isidro.
Tú tienes un estilo ameno y, en tus historias, siempre solitarias, se respiran observaciones muy certeras sobre el campo. Y leyéndolas también yo tomo nota porque hacemos bien aprendiendo de todos.
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