Se internaría en solitario en el
Marojal. Estaba amaneciendo. Hacía cinco grados bajo cero. Era un día de enero.
El cielo no enseñaba una sola nube y no había viento. Aunque sentía frío, sabía
que el día venía de anticiclón y que dentro de una hora le abrigaría el propio monte,
le caldearía el sol, bajo un cielo totalmente azul, y después, seguramente,
tendría calor. El ejercicio de subir y bajar barrancas cerradas de vegetación,
con empalizadas de marojos tan densas como las púas de un erizo, también
ayudarían a generar calor propio y, enseguida, sudaría. Era el destino seguro
que le reservaba el día, lo demás era aleatorio, todo sorpresivo, nada
previsto. Así era aquel monte en particular y la caza en general, lo sabía de
sobra.
La sensación de silencio y
soledad no le cabía en el cuerpo. Sabía que el monte era un laberinto tan
intrincado como espeso, con zonas inexpugnables a rodear. Los años le habían
enseñado mucho sobre él. Sin embargo, pese a ello, se sentía como un minúsculo
parásito que se internara en el espeso plumaje de un ave o en el denso abrigo
de la piel de un zorro. Y sabía que, sin estar perdido, el monte le trasmitiría
a ratos la acostumbrada sensación de impotencia del que perdido estaba o, al
menos, del que en aquellas espesuras sin horizontes se sentía inerme e
insignificante.
La tentación, para el que sabía
lo que le esperaba, era cazar las lindes del Marojal, siempre más transitables
y claras, en busca de la liebre, y dejar a un lado las casi impenetrables espesuras.
Pero eso hubiera sido renunciar a la sorpresa, a lo incierto, a la promesa
oscura del corazón del monte.
Sin embargo, el monte cerrado,
prometía constantes torturas e incontables obstáculos. Abrirse paso en aquel
arcabuzal no era fácil. Sabía que el ramaje, las alreras enredadas entre los
tallos de otras plantas espinosas, la fusca espesa y, a veces, impenetrable,
los obstáculos del terreno abrupto, serían castigos constantes que le harían
deambular, siempre recortando, y con poca visibilidad. Pero el monte cerrado es
así. Lo tomaba o lo dejaba.
El pilar del monte, junto al
Camino Real, fue el punto de partida. Las perras se acercaron al pilar de la
fuente que estaba helado bajo una costra de un dedo de grosor.
Decidió, tras una corta cavilación,
tirar a la derecha del camino, hacia Los Temblares, para, gradualmente, ir
subiendo e internarse lentamente en el monte. Tiempo tendría en el día para ir
ascendiendo hacia las crestas más altas.
Las perras iban sincronizadas, la
Fary, poderosa, cazaba cuarenta o cincuenta metros por delante, revolviendo el
terreno con ansia y describiendo grandes eses sesgadas; la pequeña Tiqui no se
alejaba más de diez o quince metros, zarceando a su alrededor. Y el cazador se
sentía capitán de un diminuto ejército bien organizado.
Nada nuevo tras una hora.
Subiendo lentamente, atravesó al paraje de Los Enechos y sabía que, ascendiendo,
pronto llegaría a la vieja Senda de la Sierra, casi perdida y en desuso,
poblada de jaras ya en su centro.
Eran casi las 10 cuando se paró,
para tomar resuello y quitarse ropa. Como imaginó, estaba sudando. Había de
quitarse chaleco y forro para despojarse de la pegajosa camiseta. Al volver a
vestirse se notó más ligero y fresco, como si se hubiera quitado diez años de
encima.
Si guardaba la altura que había
alcanzado, daría a la Solana del Barranco Grande; si cruzaba el camino y seguía
subiendo, se metería en La Marota, coronada arriba por sus peñas agrestes. Si
hubiera buscado al jabalí encamado, debería haber tomado la solana, pero él no
era cazador de jabalí, no lo había sido nunca, ni sabía de ello. Por otro lado,
era el primer día que podía cazar en el monte y sabía muy bien que, desde que
empezó la temporada, lo habían estado cazando los vascos.
Éstos venían de lejos, de los
umbríos bosques de la Cordillera Cantábrica y eran considerados verdaderos
especialistas en materia de becadas. Traían setters especializados con collares
delatores, que pitaban cuando el perro hacía muestra, y, además, soltaban un
pastón por este tipo de caza.
No le extrañaba que, a los
locales, sólo les dejaran cazar el monte a final de temporada, cuatro días, por
puro compromiso. Así que calculaba que, si quedaba alguna, estaría en lo más
inaccesible, resabiada por las apretadas manos de los expertos vascos, y, por
tanto, optó por seguir subiendo por la dura umbría de la Marota, lo más agreste
del contorno cercano.
Esa umbría era un arcabuco, una
espesura tan desesperante que le hacía dar vueltas para poder atravesarla
penosamente, teniendo a veces que retroceder, al quedar atollado, para buscar
nuevos pasos entre la alta maleza, las piedras y los apretones infranqueables
de marojos y zarzas íntimamente enmarañados.
Pero se produjo la sorpresa, y
vio a la Fary de muestra cuarenta metros por delante. En lo más empinado del umbrío
laderón, estaba clavada mirando hacia abajo. Sostuvo la muestra hasta que llegó
a ella. Apenas un segundo después oyó el ligero arranque de la becada, pero fue
casi una intuición, porque no la vio y sus alas fueron como seda cortando el
aire, como un suave roce, casi sin ruido. Tal era la espesura y altura de los
marojos de los que había salido, tirando después ladera abajo y ocultándose
tras ellos siempre.
Se quedó con mal sabor de boca. Pero
pensó que la becada se defiende así, en el breñal, y que, si él fuera becada,
habría hecho lo mismo. Se explicaba que los vascos tiraran con cartuchos
cargados con 40 gramos
de plomo de décima, lo sabía por las vainas que había encontrado. Y, con un
poco de humor, daba en imaginar que, algunas veces, tirarían de oído con
semejante carga. Pero, qué más le daba a él lo que otros hicieran, sabía que
con su escopeta del 20 y con 28
gramos de sétima, si no veía la pieza aunque fuese un
cuarto de segundo, no había nada que hacer.
Entre las peñas de la Marota
había charcos helados. Con la culata de la escopeta rompió la costra helada de
uno, aparente para que las perras bebieran. El día era de una claridad
impresionante. No había evaporación alguna y, mirando al noreste, se veía a
grandísima distancia la mole inconfundible del Moncayo con su cima nevada. Muy
pocas veces en el año la vista llegaba tan lejos. También era cierto que, para
que allí llegara, había que subir a la Marota o más alto.
Pero, después de aquello, tuvo
una intuición. Sabía que, si se bajaba del breñal de La Marota y cruzaba el
arroyo de La Enguajarda, había una punta, bajo el camino de la Bodera que, por
quedar un poco aislada y a trasmano, puede que estuviera sirviendo de refugio a
alguna becada fogueada. Estaba en la dirección en que había volado la que oyó y
sabía que el esfuerzo para ir a esa zona, relativamente pequeña, en teoría no
compensaba. Y también aventuraba que, los vascos, podían no haber dado con ese
perdedero o que, por sus pequeñas dimensiones, lo hubiesen descartado y no se
tomaran la molestia de mirarlo habitualmente.
Guiado por esa intuición, al cabo
de media hora de atravesar la barranca, atollándose varias veces, y franqueando
el arroyo por donde pudo, se internó por la ladera, mucho menos espesa, más de
sardón que de monte alto, del cerro oblongo coronado por las derruidas tainas
de la Mata.
Enseguida le animaron los gestos
de las perras, pues ambas parecían interesadas en aquel terreno en cuanto lo
pisaron. Pero era la braca la que denotaba mayor nerviosismo en la punta de su
rabo corto, antena por la que mostraba su interés. Pero, por aquel lado, no estaba
lejos la linde del monte con el terreno
más limpio del término y, por eso, pensó que, en lugar de la becada, fuera una
liebre la que le diera la sorpresa.
La ladera del alto de la Mata se
espesaba paulatinamente. Acababa de saltar una cerrada rodeada de espinos.
Apenas lo hizo, vio a la braca, treinta metros delante, muy picada. Eran masas
de estepas, manchas de retamas, algunos robles salteados y grandes zarzones
junto a una gran carrasca. La braca paró en seco ante aquel mohedal. No deshacía
la muestra. Casi sin duda era la becada. Y lo era. Pero, una vez más, saltó a
resguardo, salió por detrás de la espesa carrasca. La levedad del vuelo
susurrante de su escape al cazador le sonó a burla, pero sólo la vio un
instante trasponer, allá lejos, fuera de tiro, como una sombra. Aún sintió la
tentación de disparar, pero no lo hizo.
No acaba de abominar de su mala
suerte o de admirar el instinto de supervivencia de estas aves, cuando reparó
en que la braca no había deshecho la postura y, en ese instante, saltó otra que
intentó velozmente remontar la carrasca. Pero, esta vez, le ofreció tiempo para
apuntar y, antes de que quebrase bruscamente hacia abajo para taparse, como
tienen por costumbre, la perdigonada se la llevó por delante. Al momento la
braca la tenía entre sus fauces, entregó la pieza y luego, loca por el tufo del
ave, se revocó, con un placer casi lujurioso, sobre el suelo donde dio las
plumas. Le sorprendió, una vez más, la pasión de la braca por la caza y, más
aún, le maravilló que hubiese dos becadas juntas, dada la fama que las chochas
tienen de solitarias.
Bueno, se dijo, parece que los
bilbaínos aún han dejado alguna. Y, animado, decidió mirar el alto de las tainas
de la Mata a conciencia porque, primero, no le había fallado la intuición y,
segundo, había que hacer caso a las perras que, tras la captura, seguían vivamente
interesadas en los rastros de la zona.
Así que, una vez recorrida la
parte baja y media del cotarro, decidió darle la vuelta por lo más alto, ya a
la vista de las tablillas del término, no fuera a ser que en aquel extremo del
monte le hubiera dado por refugiarse a alguna sorda más.
Y lo recorrió un poco más ligero,
porque la vegetación no era tan espesa y porque pensaba que demasiada suerte
había sido ya el haber dado con dos y porque, a decir verdad, desconfiaba de
que hubiera más. Pero no le quitaba el ojo a la braca pues, la colina, no hacía
más que mover nerviosamente el rabo. Imaginaba que las dos picudas, ya vistas,
se habrían estado moviendo por el cerro y que el fino olfato de la Fary aún
daba con sus rastros y no le hubiera extrañado que hubiera hecho alguna muestra
en falso.
Sin embargo, en el último mechón
de marojos aislados, cuando ya estaba a punto de descender del cerro y cambiar
de escenario, la braca se quedó de muestra.
Él salió corriendo para tener
visibilidad pues, tras la dirección del hocico de la perra, estaba el corte
final de la ladera y, si no llegaba a tiempo, lo que saltara, si es que algo
saltaba, lo haría fuera de su vista.
Llegó junto a la perra, que no
deshizo la postura. A la izquierda dominaba la bajada de la ladera, a la
derecha el terreno con visibilidad que daba al término. Era difícil que la
becada le buscase el punto ciego en su huída. Pero ni la perra se movía, ni la
chocha saltaba. Azuzó a la braca, pero ésta no se movió. La Tiqui, sin embargo,
tan nerviosa como él por tanta espera, se metió entre los robliscos de un
brinco y a los dos segundos voló la becada cuesta abajo. Y, dejándose ver, se
sentenció, porque, en estos casos, no ofrecía el tiro más dificultad que el de
una codorniz en lo limpio.
Dos becadas en enero. No podía
pedir más. Se sentó en una piedra, comió un poco y engulló el bote de agua
isotónica. Mientras lo hacía, pensó en la dirección a tomar. Sabía que aquellos
altos eran la zona preferida de los bilbaínos y, lo mismo que había dado con
ese pequeño reducto donde abatió dos, pensó qué otra zona del monte podrían
haber utilizado de refugio las fogueadas aves. Como en las cercanías no
encontró ninguna buena proporción, pensó en dar un gran paseo. Mataría el resto
del día en cruzar el monte a la aventura. Cortaría a la Senda de la Sierra,
avanzaría por ella sin dificultad hasta el Barranco Grande y, llegado allí,
bajaría por la Tesuguera hasta Los Ojos y la linde con Cardeñosa.
Una hora más tarde subía la
umbría del Barranco Grande para cruzar a la Tesuguera. Era un sinfín de vueltas
las que tenía que dar para ir ascendiendo entre tanta maleza. En todo el recorrido,
sólo su ruido entre las brozas asustó a una lechuza que, con su blando volar
sin sonido, blanco y canela, cortó silenciosa barranco abajo a buscar un nuevo
dormidero hasta la noche.
Estaba a punto de remontar la
umbría, a veinte metros del lomo. La Tiqui se lanzó entre sus pies
inopinadamente, entre aquella maraña que apenas dejaba ver el suelo, sobresaltándole.
El tiro desequilibró a la liebre, tanto que él la dio por muerta, pero disparó
nuevamente a la maraña de zarzas donde la vio desaparecer. Unos segundos
después la vislumbró descumbrar, apenas un asomo de sombra, entre toda aquella
maleza, seguida por los ladridos de la Tiqui. La braca apareció al instante
quedándose de muestra a un metro de él y tirándose a la cama vacía. No podía
creerse que se le hubiera ido. Pero, al reparar, se dio cuenta que la había
tirado a apenas cuatro metros. El círculo del tiro, como un puño, había
levantado la tierra y la hojarasca, tan cerca de la liebre o, quizás, bajo ella,
que la desestabilizó dando la impresión de que la había alcanzado, pero no
había sido así. No la había tocado y el segundo tiro se lo tragó la fusca.
Pensó que, en toda su vida, jamás una liebre le había salido en una zona tan
profunda y enmarañada del monte y, menos, en una umbría. Pero así había
ocurrido.
Bajó, lo mejor que pudo, por el
barranco de la Tesuguera. Abajo, junto al arroyo, vio el promontorio con
grandes bocas que daba nombre al paraje. Allá se veían las grandes huracas
sobadas de los tejones o tasugos.
Allí cambió de idea y, en lugar
de seguir por Los Ojos a la linde de Cardeñosa, tomó la senda de la Tesuguera,
casi perdida entre maleza, para salir al Camino Real, entre Peñarrubia y los Puntales,
zonas bajas que lindan ya con Riofrío. Desechó la idea de atravesar por Los
Ojos por ser aquello una zona de lavajos, algo pantanosa, que algunas veces
podía convertirse en un auténtico tremedal.
Apenas llegó al Camino Real, lo
tomó a la derecha. Quería atravesar los bajos de los Puntales hasta la linde
con Riofrío. Pero en la misma espuenda izquierda del Camino Real, la braca se
puso de muestra. Imaginó la liebre, encamada como suelen junto al camino,
brincando a él y poniendo pies en polvorosa rápidamente por su firme. Pero no
fue así.
La Fary deshizo la postura y se
internó ágilmente en la fronda de marojos a la izquierda del camino.
Rápidamente la siguió, con la Tiqui a su lado, para verla de muestra nuevamente,
veinte metros metida entre los apretados troncos de marojos. Deshizo la muestra
para repetirla de nuevo quince metros más adentro. Aquello era un correr
nervioso entre el apretado marojal, porque la Fary repitió la faena un par de
veces más. Al final la becada se levantó. Salió sesgada hacia arriba cruzando
veloz entre troncos verticales hasta salvar por encima toda aquella maleza,
justo en ese momento disparó, sin darle tiempo a que quebrara, ya libre de
obstáculos, buscando dirección. Se felicitó por haberse reportado y haber
sabido esperar el momento del tiro y no haberse precipitado arriesgándose a
fallar doblando entre la fusca. La Fary la cobró con ansia y luego de
entregarla, se dio los revolcones de rigor.
Al rato llegó a la linde de
Riofrío. Se sentó en un mojón del monte, junto a una tablilla y despachó todo
lo que le quedaba de comer. Lo empujó con otro bote de agua con sales. Estaba
contento. Pero tenía que regresar al coche, junto al pilar del monte. Y la
caminata, que aún tenía pendiente, iba a ser un añadido al tullimiento que ya
llevaba encima. Y temió que, un día, esa afición que le llevaba de un lugar a
otro, se olvidara de que había que reservar fuerzas para volver.
Buscó el cauce de un arroyo seco,
que subía por entre Peñarrubia y los Valondos, y lo usó como atajo para llegar
de nuevo al Camino Real, acortando gran trecho. Pero se dio cuenta de que ya ni
las perras ni él iban cazando. Estaban los tres locos por llegar al coche. Y
apenas lo divisaron a trescientos metros, las perras corrieron y se tumbaron
junto a él. Eran más de la cinco y media y el sol quería ya ponerse. Se volvió
y miró al monte. Y se dijo que el monte, en invierno, tenía los colores del
lomo de una liebre o los del mimético plumaje de la chocha.
6 comentarios:
Le diste la vuelta entera al majestuoso Monte de Atienza.... paso a paso sabía por donde ibas.
Isidro estoy seguro que tú, mejor que nadie, entiendes las dificultades que supone caminar por ese monte. De eso no tengo ninguna duda.
Pero ten en cuenta que yendo solo uno va a su paso, despacito, y en muchas horas mucho terreno se puede recorrer.
De todos modos no le di la vuelta entera, ni mucho menos. Me dejé gran parte de la zona más alta: La Rezuela, Los Tajones, las Hoyas y la Sierra y, de la parte baja, tampoco toqué: El Altillo y su umbría, Los Valondos ni Valdesteposo y, por otro lado, por otros parajes simplemente pasé sin recorrerlos por completo.
Pero es que un día a mí no me da para más. Ya me conformo, Isidro, ya lo creo que me conformo.
Un abrazo.
Lo que principalmente entiendo es la grandeza que tiene poder caminar, aunque sea despacio, sí, por esos lugares tan agrestes y bellos al mismo tiempo. Ya lo sé, que no subiste a la Peña de La Bodera pero bordeaste Cardeñosa y tenías el coche al otro lado del monte.
Un abrazo, Soros.
Es cierto lo que dices, Isidro.
Terminé muy cansado pero, yendo a mi marcha, en el fondo, fue un verdadero placer. (Que ya no puedo hacer todos los días, no valgo)
Gracias por tus comentarios y tu fiel seguimiento.
Por si fuera interesante o de utilidad para ti, para tus compañeros de rutas o para los lectores de tu web, tengo publicado el siguiente blog:
plantararboles.blogspot.com.es
Un manual sencillo para que los amantes de la naturaleza podamos reforestar, casi sobre la marcha, sembrando semillas producidas por los árboles y arbustos autóctonos de nuestra propia región.
Salud,
José Luis Sáez Sáez
Muy interesantes tus ideas.
Pero, la verdad, es que este blog lo visitan dos o tres personas, así que poco puedo hacer desde aquí por difundirlas.
Gracias de todos modos.
Un saludo.
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