La noche de antes el Tomasín me
dijo que no saldría y el Choti, sin ser tan claro, prácticamente me dijo lo
mismo. La primera helada estaba ya cayendo y nevusqueaba. En eso ambos
coincidieron.
Llegué pasadas las ocho. Apenas
el sol había inaugurado su reparto de sombras y solanas. Dejé el coche donde
las alpacas, la costumbre. Había dos grados bajo cero pero, al dejar el
caliente cubículo, el zarzagán te helaba las tripas.
En los contornos lejanos de la
Sierra de Pela y los Altos de Barahona se veían boinas de nieve brillando al
sol. La rosada teñía de blanco las matas y hacía que el suelo crujiera a cada
paso. Enseguida vinieron los dolores, los familiares dolores del frío: las
manos se vuelven de madera y lloran los ojos sin mediar sentimiento.
En esa soledad inhóspita uno se
encuentra desvalido, como si perdiera la fe y se preguntara a qué ha ido allí.
Y, aterido, añora la fuerza que tuvo de joven y que le habría hecho irrumpir
por aquel páramo a zancadas y romper a sudar en diez minutos. Pero las fuerzas de
hoy requieren ser administradas porque, gastadas con torpeza, se acabarían
pronto y el día acababa de estrenarse.
Y busqué una idea que me
calentara por dentro, cosa que a muchos les parecerá una tontería. Pero es
necesario que algo te contente y te anime cuando estás solo y el frío te quema
y el aire helado te tortura sin pausa. Porque no se puede encarar un esfuerzo
sin una ilusión. Y lo único que encontré, que me sirviera de combustible
interno, fue la conformidad. Y, siendo todos tan poco propensos a aceptarla, yo
me abracé a ella. Y, poco a poco, fui equilibrando mi temperatura con aquella
intemperie que tanto me hostigaba y, al cabo de una hora, las manos volvieron a
tener tacto y calor, las articulaciones su punto de rodaje y, sólo los ojos,
parecían no aceptar de ningún modo el gélido viento frontal, el despiadado
Norte.
Los Azules, el alto del
Repetidor, la ladera de la Mimbrera, la taina del Ballenero y los otros parajes
parecían distintos aquella mañana. Como si el hielo todo lo hubiese trastocado.
Busqué por todos los sitios pero la respuesta sólo fue el eco crujiente de mis
pasos y los remolinos del aire en los recodos de los pequeños neveros.
¿Habría congelado aquel frío a
las perdices? Jugué con aquella idea inocente. Pero teniendo la respuesta,
sabía que me iba a ser casi imposible encontrarlas. Los animales conocen bien
el campo y están adaptados a él y siempre encuentran solución a su
supervivencia. Seguramente los bandos de perdices estarían, como había
observado en tantas ocasiones, en el fondo de una acequia, a salvo del viento.
Pero, ¿cuántos kilómetros de acequias, de reguerones, de junqueras, de hundidos
había en el contorno? Sería como buscar oro en el barranco Agualobos.
Tras dos horas de búsqueda,
decidí dejar a las perdices y perseguirlas sólo en el caso de que la casualidad
me hiciera dar con ellas. Así que cambié el paso y comencé a barzonear lenta y
erráticamente. Para entonces estaba en la linde de Cinco Villas. Ahora iba más
orientado, al menos teóricamente, hacia mi objetivo. La liebre estaría encamada
mirando a mediodía, en laderas de solana que, al mismo tiempo, estuvieran protegidas
del viento dominante, aquel rabiazorras del norte, por el propio terreno.
Así, siguiendo estas intuiciones,
se llega a lugares mucho más protegidos y entibiados por el sol. Y, justo ahí,
es donde puede estar la liebre en los días de frío. Pero no había ido a por la
perra, así que iba despacio mirando entre las jaras, bajo los biércoles,
alrededor de las encinas, en los troncos de las carrascas más pequeñas, en las
aulagas, en las hiniestas y hasta en cualquier otra mata o broza anónima… y
enseguida di con alguna cama. Y siempre anima el ver confirmado lo que uno
supone.
Pero, para mis adentros, me iba
riendo de mi fe. Porque, cazando de este modo, parece que uno va moneando por
el campo o como si hubiera perdido las llaves del coche y anduviera
buscándolas. Y, cualquier profano, que te viera se diría: “Ese cazador o está
tonto o va borracho, pues anda que no va dando vueltas, giros y quiebros. Y mírale,
el muy idiota, ahora se para y se gira y da palmadas en la culata de la
escopeta.”
Afortunadamente, el campo suele
estar vacío de testigos y, así, las tonterías que hacemos los que tenemos
confianza en dar con la liebre, quedan en el anonimato. Pero sí, para que la
liebre se levante, hay que hacer el oso muchas veces aunque, por suerte, sin
estar expuesto a comentarios.
Era la tercera vez que llegaba en
zigzag hasta las tablillas de Cinco Villas, en ese deambular incierto que me
había impuesto. A diez metros de las tablillas se desencamó la rabona y salió
con ese rebufo, con ese ímpetu que las hace perderse entre la fusca en dos
segundos. Pero la vi salir de la cama y, al no verse acosada por perros, no
quebró, y cruzó sesgada del modo más vulnerable a la escopeta. Ningún mérito
tuvo el tiro pero, enseguida, me sentí reconfortado por llevar una hermosa
liebre en la trasera del chaleco. Al menos, no había echado el día en balde.
La vuelta que di después, dejó
por abajo la linde de la liebre, atrás el puntal de Cantaperdiz y su solana y
también el extenso llano que me devolvería al coche. Nada, ni pelo ni pluma,
sólo viento helado.
Colgué la liebre en casa del
clavo de una viga de la cámara. Me hice un café y me comí dos molletes de pan
con chocolate.
A las doce y media estaba de
nuevo en el campo con la Tiqui. Enfilé hacia la linde del Marojal pasando por
el prao Juanarrón, en puridad prado de Juan Herrón, pero los del pueblo lo
llaman así.
Me alegré de la elección de aquel
terreno porque se hallaba, a retazos, bastante protegido del viento. Además, ya
estábamos a dos grados sobre cero y, sobre todo, caminaba con la tranquilidad
del que ya ha echado el día.
La Tiqui zarceaba incansable
delante de mí, con esa extraordinaria vitalidad de que gozan los perrillos
pequeños y nerviosos. Y, acompañado por la vivaz perrilla, no tenía yo que
moverme ya tanto de un lado para otro. No tenía muchas esperanzas de hacer caza
pero, de cualquier modo, quería aprovechar aquella jornada fría. Mi cuerpo,
tras el brusco choque de la amanecida, ya se había hecho al hielo del ambiente.
En el prao Juanarrón tampoco
estaban las perdices. Rodeé un cerro mocho y suave, coronado por una paridera,
y, al llegar a la zona protegida del viento, acosada por la Tiqui, saltó la
liebre del bajo de un roblisco. Son cosas que duran muy poco, pero di tiempo a
que la liebre se distanciara de la perra. Lo hizo quebrando a mi derecha y
cruzándose, embalándose por la suave ladera cuesta arriba. Y, como nada me
estorbaba, bastó el tiro derecho. Al mismo tiempo de dar el revolcón ya tenía
encima a la nerviosa Tiqui que, incapaz de levantarla, la mordía contra el
suelo. No había manera de que la soltara. Debe creer que es ella quien las coge
y que, si las suelta, echarán de nuevo a correr. Los brincos que la perra daba
me impedían meter la liebre en el chaleco. Cuando lo conseguí, le hice a la
perrilla sus halagos y ella, con la majestuosidad de un gran danés, se puso de
nuevo a cazar delante de mí meneando el rabo enhiesto como un molinillo.
Bueno, dos tiros, dos liebres. Se
ve que la conformidad que me di a mi mismo, a falta de otra cosa de más
sustancia, estaba funcionándome. Porque, pese a la poca caza que veía, estaba
tirando con total calma. Y teniendo mucha suerte, por la limpia salida de ambas
liebres.
Durante varias horas recorrí
todos los prados. Y llegando al Nacedero recordé cómo el domingo anterior me
ataranté con las perdices en el riachuelo que baja del manantial. Dejé atrás la
Cueva y bajé, por el bajo de la ladera, el kilómetro largo que me separaba del
sitio de marras. Llevaba el viento de cara, lo que me hizo lloriquear de nuevo.
Llegué al riachuelo y lo bajé despacio, recordando como la última vez estaba
refugiado el bando entre su fronda.
Encontré el agujero donde me
atollé. Y, apenas había recorrido ocho o diez metros, sentí el vuelo vibrante.
Pero no era el bando, era una sola. Y no salió del arroyo, sino del pie de un
majano, a mi derecha, que estaba en medio de un rastrojo. Larga, sí. Pero como
ese día llevaba conmigo al ángel sedante de la confianza, cayó al primer tiro.
La vi apeonar veloz por el rastrojo. Pero el rastrojo era grande y en él no
tenía escapatoria. Se amagó entre los rispiones, pero la Tiqui no tardó en dar
con ella y, tras otra carrera, se hizo con ella con tanto estrépito como
plumerío preparó en su cobro codicioso.
Tampoco quería soltarla, para eso
la había cogido ella. Pero tras las contemplaciones a la perra, un enérgico
soplido en el hocico le hizo abrir la boca y dejarme la perdiz en la mano. No
recuerdo quién me lo enseñó, pero es muy efectivo.
Eran más de las cuatro y me
quedaba un largo trecho hasta el coche. Bajé al río y crucé las hazas que hay
bajo el Cerro de la Horca y, atravesando por derecho, llegué al coche a las
cinco.
En casa me puse a aviar las liebres
para luego dejarlas una noche al oreo. Pero supongo que el olor a tripas y la
sangría que se prepara, no es cosa memorable en una jornada de tanta fortuna.
4 comentarios:
Leyendo tus relatos tal y como tú, y sólo tú los describes, haces que me olvide de todo y me sumerga por completo en esas sierras y campos que haces mención, a cada paso, a cada ribazo que saltas, a cada pradera que recorres, a cada apretón de jaras que tienes que atravesar, me haces recodar mis andaduras en solitario cuando dejaba el coche escondido en La Mata o en la Matilla de Miedes y bajaba hasta la raya de Cañamares. O, desde el mismo punto de salida, me recorría el término entero de Prádena de Atienza. Muchas gracias, Soros
Amigo Isidro, el comentario que haces a mi relato me agrada doblemente. Primero, por lo que dices y cómo lo dices; en segundo lugar, por venir de quien viene, de un hombre que ha vivido la caza y el campo como muy pocos.
Sé que mis modestas aventuras personales, nada tienen que ver con tus apasionantes andanzas, en particular, las que has hecho en torno a la caza mayor, que yo no practico.
Y también quiero decirte que el tono tan cálido de tu comentario supera a mucho de lo que yo escribo.
De corazón, muchas gracias, Isidro.
Las gracias te las doy a ti, Soros, por tus elogios que me han llenado plenamente.
De sobra sabes, y lo sabemos muchos, que no es elogio, sino reconocimiento.
Ánimo con tus cosas y a ver si me cuentas alguna aventura nueva.
Saludos, Isidro.
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