El día que
decidieron salir de la ciudad madrugaron. La víspera habían hablado de por
dónde salir. No tenían preferencias por lugar alguno e idearon marchar por el
camino que antes les sacara a campo abierto.
Así, aquella
mañana, antes de que el sol saliera, dejaron las calles del centro. Lo hicieron
con paso silencioso y ligero, como si no quisieran despertar al amigo que se
deja, a ese amigo de siempre que un barrio viejo representa.
Enseguida
comenzó a sentirse el lento avance de la marea de la urbe despertando y, por
contra, su pasó se aceleró deliberadamente para escaparse en una huída meditada
y silenciosa. Querían alejarse antes de que la ola urbana, definitivamente, se
encrespara.
Así, con
decisión, pero también un poco de nostalgia, se encaminaron hacia la
circunvalación paralela a la Avenida de la Bicicleta. Con la primera luz del
día, oculta todavía por los cerros del Este, cruzaron la autovía por uno de los
túneles que había bajo ella. Las aguas y los fríos habían alejado de él a los
desahuciados que lo ocuparon durante el buen tiempo. Sólo quedaban basuras,
excrementos, un olor hediondo y un colchón en el que, como en un mapa, el moho,
la humedad y las manchas habían dibujado contornos de un modo aleatorio y
caprichoso. Al salir del túnel el aire se hizo de nuevo respirable.
Sentían
intensificarse la luz a cada paso como en esas obras de teatro en que, con la
luz artificial, se simula el avance de los amaneceres.
Ya caminaban
por un camino irregular, de tierra blanquecina, poblado de piedras al albur,
erosionado por las aguas y con profundos sonruedos de tractores.
Al llegar a
las ruinas de una granja, donde acababan las labores, MP se detuvo. El camino
se transformaba allí en sendero. Las tierras de cultivo limitaban con el inicio
de una ladera pina, con un barranco que la hendía por medio.
-Mira,
Serafín, esa es la Cuesta La Culebra. Hace muchos años, en ese barranco, murió
un niño. No lo había recordado hasta este momento.
-¿Conocía
usted al chico?
-Sí.
-¿Qué le
ocurrió?
-Murió
sepultado en una cueva. Tuvo una agonía lenta y larga. Metieron un tubo para
que respirase mientras intentaban rescatarle. Incluso llegaron a hablar con él.
Pero todo fue inútil. Recuerdo, sobre todo, los gritos de la madre cuando se lo
dijeron.
-¿Y cómo le ha
venido a la memoria?
-No lo sé. Tal
vez porque es el único lugar en el que hay sitio para todo: para lo nuestro,
para lo ajeno, y hasta para los niños muertos. Quizás porque en la memoria, igual
que en el campo surgen flores silvestres, brotan, inesperadamente, recuerdos
pequeños, de hechos diminutos o nimios que, en su intrascendencia, nos llenan
de desazón ante lo que no comprendemos. Y también porque me he imaginado al
grupo aquel de niños huracando, cada día un poco más, en la cueva que un día
iniciaron, hasta que, carentes de cálculo, se les vino encima. A las personas,
teniendo el cálculo del que los niños adolecen, nos pasa muchas veces lo mismo,
que cae sobre nosotros esa cueva en que, a veces, nos empeñamos en convertir
nuestra existencia.
MP comenzó a caminar,
ya sin prisa, por el sendero. Éste se iba haciendo cada vez más angosto. Cuando
llegaron a media ladera las aliagas, a ambos lados, casi lo cerraban. Tardaron
media hora en culminar.
En lo más alto,
los dos se volvieron. Contemplaron las tierras que habían atravesado. Lejos
quedaba la autovía, rutilante en la distancia por los brillos veloces de los
coches, y, al fondo, la ciudad que, en la lejanía, era sólo una imagen estática
y muda a la luz oblicua del amanecer. El ruido lejano era sólo rumor. Se
recrearon, los dos silenciosos, un rato en las vistas.
Unos grajos
graznaron en el barranco del niño muerto y una perdiz cantó a lo lejos, a
golpes, con su voz de carraspera. A Serafín, los nuevos sonidos le parecieron
un saludo; Macario estaba absorto en la ciudad, sabiendo que, con el gesto
sencillo de girarse, se despedía de ella.
Y luego,
quedaron los dos solos en el campo abierto.
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