MP tan pronto
como terminó la cena, excitado por los acontecimientos del día y, sobre todo,
por la inesperada decisión que a sus años había tomado, se acostó. A los cinco
minutos, sus ronquidos profundos y regulares proporcionaron un palpitar propio
al piso viejo y destartalado de la calle de la Madera. Al Renuncia,
acostumbrado a los conciertos nocturnos polífonos y descompasados de la fonda
del tío Simancas, aquel solo rítmico y nasal le pareció un murmullo somero, incapaz
de turbar su descanso. Serafín, tras las chuletas fritas con pimientos que
cenaron, se había echado a dormir en el sofá bajo una manta que le había pasado
el viejo.
Se despertó Serafín,
abruptamente sobresaltado por el rumor bronco, salpicado de alaridos de sirenas,
del tráfico del centro. Permaneció unos instantes desorientado, abrumado por un
fragor que ya sólo tenía en el recuerdo. Tan abrumador era el clamor urbano,
que Serafín buscó con ansia la claridad del día. Ésta había sido su despertador
silencioso últimamente y, al encontrarla irisando los visillos y darse cuenta
de que, aún tenue, estaba comenzando a entrar en la pieza, se tranquilizó. Se
incorporó, apartó la manta, y quedó sentado en el sofá que le sirvió de lecho.
Sobre la mesa baja había un cenicero, con la mitad apagada del cigarro que don
Macario le ofreció, y las dos copas de coñac, vacía la que bebió su anfitrión,
y con medio dedo la suya. Tomó el medio cigarro y lo encendió. La primera
calada le supo agria y apestosa. Se llevó la copa a los labios y apuró el medio
dedo de coñac de una vez. Le escoció ligeramente la garganta y, para
compensarlo, aspiró de nuevo el cigarro recién encandilado. No se oía ya ronquido
alguno o, tal vez, si lo había, la estridencia aguda de la calle lo tapaba.
Se sorprendió
pensando en lo que iba a dejar. Pero, enseguida, pensó que no dejaba sino una
cosa dentro de otra. Se dijo si la vida no sería un abandono concéntrico de
cosas. Porque, hasta él, seguía manteniendo pertenencias y, por insignificantes
o intangibles que fueran, a todas les cogía apego. Era, se dijo, como si la
vocación natural fuera el tener y el único acto que requiriese de la voluntad
fuera el abandonar. Y se sintió viajero
de una noria que le subía a lo alto y que de inmediato le devolvía a ras del
suelo. Dejaba cosas para, sin remedio, conocer otras y apegarse de nuevo a
ellas. El Renuncia se sentía niño con sus pensamientos. Y, se decía, que al
tener nunca se le acababa el fondo pero, al desear, tampoco se le apagaban los
anhelos y las ansias. El tener pesa y el desear nos vuelve tan ligeros que
volamos. Y cayó en la cuenta de que le habían engañado con aquello de que es
mejor tener que desear.
En eso andaba
su cabeza, cuando se levantó don Macario. Sin muchas palabras, se fueron los
dos a trastear a la cocina y desayunaron sendos tazones de café con leche y
galletas María. Luego se adecentaron un poco en el servicio y cuando ambos, en
su concepto y medida, se encontraron presentables salieron a la calle.
Una vez en la
tienda de sofisticado material deportivo, se dejó don Macario aconsejar por
Serafín en la elección de la impedimenta necesaria. Pero antes, MP despotricó a
modo sobre la moda deportiva y sus tendencias. También abominó de todo aquel
diseño, que el dependiente, deshecho en explicaciones técnicas y con un alarde
de palabras extrañas, se empeñaba en mostrarles. Terminaron por comprar botas
aparentes, sacos de dormir, macutos y otros pequeños aditamentos que, aunque don
Macario consideró pijoterías vergonzantes para el equipo de un hombre, Serafín
estimó necesarios. Finalmente, vino el poner el grito en el cielo por los
precios que, naturalmente, eran muy altos para estar acordes con la elevada
tecnología de las prendas y objetos. Pero MP, al fin, dejó de protestar porque
consideró que no era buen comienzo el iniciar aquel periplo indefinido montando una gresca de calado con el de la tienda y, menos aún, con el compañero,
que habría de serlo, de fatigas.
Como
invirtieron la mañana entera en aquella tarea, se metieron a comer en una
taberna cercana de parroquianos tan abundantes como vocingleros. Pidieron un
consistente menú del día a base de judías con chorizo, huevos con morcilla,
frasca de morapio y, de postre, cuajada. Y andaban ya en la sobremesa,
rematando el vino, cuando el Renuncia dijo, en tono reflexivo:
- No termino
de entender, don Macario, como me veo metido en esto. Casi me parece que lo
estoy soñando.
- Hay momentos lúcidos en los que, sin tener
evidencia de nada, lo ves todo claro –contestó con parsimonia MP- Te das cuenta
de que en cada momento hay algo nuevo que descubrir. Algo inesperado que
súbitamente aparece e ilumina una parte, hasta entonces oscura, de tu
entendimiento. Pero, a la vez, tampoco es que descubras sino lo obvio, como
tantas veces pasa –hizo una pausa, tomó un sorbo del vino y siguió- A los viejos
nos acude periódicamente la verdad al ánimo, sin aviso, como las aves
migratorias que cada año vuelven impertérritas y machaconamente a sus sitios. Y
fíjate, Serafín, en medio del estrépito de este bar, veo las cosas como son,
aunque tantas veces me he obcecado en verlas de otro modo. Dentro de nuestros
seres todo es secreto y todo anda anegado en el agua tibia de la soledad y el
miedo. Da igual que seamos hombres o mujeres, el fenómeno se repite
indefectiblemente y sin fallos. En todos nosotros ocurre lo mismo, como si
fuéramos diminutos relojes de sangre y conciencia. Pero hay momentos de especial
lucidez, de una clarividencia inesperada que apenas necesita de palabras o,
mejor, que no las necesita en absoluto. Entonces algo, que permanecía oculto,
se desvela. Sucede sin dramatismo, sin conciencia apenas de que se produzca,
sin causa, pero, por una vez, con la certeza de que algo nuevo ha sucedido en
tu interior; de que, de repente, has aprendido algo más y, sobre todo, algo sorprendente
e inesperado. Admira más la forma en que se produce que el hecho en sí. Y esto
fue lo que me ocurrió ayer, amigo Serafín. Fue un día de clarividencia que, en
estos momentos y gracias a ti, me ha puesto la cabeza donde debe.
- No comprendo el porqué, don Macario. Pero,
si usted lo cuenta con ese convencimiento, de algo serio e importante para
usted debe tratarse.
- No me interrumpas con cumplidos. Te hablo
de la vida de los seres humanos, no te estoy contando anécdotas personales. Lo
que estoy diciendo tiene que ver más con la capa de la soledad, a la que todos
estamos avocados, y con la boca del miedo, entrada de la caverna adonde los
años terminan por llevarnos. No te hablo de lo que damos cotidianamente por
importante o por sabido, porque esto queda siempre atrás.
- ¿Y en medio de este estrépito es usted
capaz de concentrarse en tales cosas?
- Y aún en medio de una tempestad sería capaz
de hacerlo. Nada de lo que nos acontece aparece porque sí. Todo obedece a
circunstancias personales que se aprovechan o no.
- ¿Es, entonces, una especie de lotería?
- En cierto modo sí. Es la lotería del
pensamiento. En ella, quienes más piensan, pueden tener alguna posibilidad de
ser premiados y quienes deambulan por ahí, sin plantearse nada, no pueden serlo
de ningún modo. Y te digo esto, porque la casualidad, que ha hecho que nos
encontremos, nada habría producido si nosotros dos no fuéramos personas de
pensamiento y, por tanto, seres ajenos al común de los conversadores,
saludadores, fumadores, comedores y bebedores que en este momento nos rodean y
nos invaden con su efímero bullicio. Ese bullicio, que es la forma más
sofisticada de disfrazar de algo lo que sólo es la matanza del tiempo, ese
bullicio, al que por, otra parte, somos tan aficionados y tanto nos distrae.
- Pero, quienes nos rodean son gente común,
personas como nosotros.
- No te engañes, Serafín, son personas que
pudiendo o aparentando ser como nosotros, no lo son. Nadan en la superficie de
las cosas, pero nosotros no. Nosotros estamos hundidos en las cosas, metidos
dentro de ellas. Ellos son náufragos y nosotros nos hemos dado ya por ahogados,
y vagamos sin miedo muchos metros bajo la superficie que ellos sobrenadan.
Apenas compartimos con ellos la especie. Nuestras vidas tienen que ver con las
suyas lo mismo que la de un halcón con una almeja.
- Muy clasista le veo, don Macario. ¿No le
estará sentando mal el vino? –dijo Serafín por banalizar tanta profundidad.
- No te tengo por tonto, Serafín, así que no
me contradigas ni me contraríes por esa moda, tan vigente como idiota, de la
controversia insulsa.
- Dios me libre –dijo Serafín, muy serio
ahora, pensando que, tal vez, su compañero iba a contarle algo aún más
sorprendente y desconocido.
Sin embargo, el otro calló y estuvo un rato
pensativo. Ambos miraban distraídamente a la gente que, ajena a sus honduras,
llenaba todos los espacios del bar con su presencia, sus conversaciones y sus
voces. El viejo se había trasmutado de repente en un ser cansado, no por la
algarabía reinante, sino cansado de verdad, aterido por el frío escandaloso de
toda aquella inconsecuencia que les rodeaba.
Al cabo de un rato el viejo dijo:
-Me gustaría poder describir lo que siento.
Pero para mí, que no he renunciado a nada en mi vida, resulta difícil. Tal vez
tú, Serafín, que eres un ser más puro, alguna vez seas capaz de hacerlo. Puede
que ahora ni siquiera lo pienses pero, el día que te llegue la hora de sentir
las cosas que se ocultan bajo tanta superficie, puede que hayas aprendido a
hacerlo y, sin darte cuenta, lo hagas. Quizás tú, amigo, reúnas algún día el
talento necesario para ello.
Serafín, viendo al viejo súbitamente tan
marchito y lejano, no abrió la boca. Le miró y sintió como aquél, sin atender a
su mirada, apreciaba la caricia atónita y comprensiva de su actitud respetuosa y
sorprendida.
Y así, quedaron los dos tranquilos y con las
ánimas suspendidas entre el griterío festivo que les circundaba. Conformes a la
fuerza. Sumergidos bajo aquella superficie ruidosa.
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