Dejaron la taberna e iba Serafín a
despedirse, para emprender su caminata de vuelta a La Gavina, cuando don
Macario le propuso tomar café en su casa.
- Hombre se agradece el detalle
pero, si se me hace tarde, tendré que pernoctar en la calle y no me gustaría.
- No se preocupe que, llegado el
caso, algo se nos ocurrirá.
Así se encaminaron tranquilamente
hacia el pisito antiguo de MP, en la calle de la Madera, que no quedaba lejos.
Era un segundo piso. Según subían
los peldaños de madera gastada, percibió Serafín los olores antiguos que
impregnaban escaleras y rellanos, pisos, paredes y puertas. Eran una mezcla
rancia de humedad y guisos populares los que, entremezclados, daban al edificio
un aroma particular que el Renuncia no supo calificar porque, no era
desagradable ni tampoco placentero del todo.
Abrió con parsimonia MP los dos
viejos cerrojos que cerraban la puerta de su piso y cedió cortésmente el paso a
Serafín para que entrase en la vivienda. La luz tenue, que procedía de la única
ventana, pasaba a través de una puerta, de cristal traslúcido en su parte
superior, que daba desde la pieza principal al minúsculo recibidor. De éste
salían otras dos puertas, la una, a una estancia alicatada de blanco y con una
cocina económica de hierro fundido sobre la que había un hornillo de butano, y,
la otra, a un dormitorio oscuro con un cuarto de baño adosado, pequeño y añejo,
cuyos grifos goteaban casi silenciosamente. En menos que tardó el Renuncia en
apreciar esos detalles, ya había terminado el viejo de enseñarle su vivienda.
Le condujo luego al comedor, la
pieza más alegre por la luz que le venía de fuera. La única ventana era de dos
hojas con visillos, cenicientos por el uso y amarilleados por el tiempo, que
tuvieron un lejano pasado de blancura. MP le hizo seña de que se sentase.
Serafín se sentó en el sofá,
frente a una anticuada librería de formica brillante. MP, con parsimonia, sacó,
abriendo la puertecilla abatible de un compartimento del mueble, una botella de
coñac mediada y dos copas abombadas, ni grandes ni pequeñas, que llenó sin
consultar. Dejó abierta la puertecilla del mueble y así quedó encendida una
minúscula lucecita que tenía dentro. Se dejó caer en el único sillón de orejas
y alargó una de las copas al Renuncia.
MP bebió un sorbo largo de su
copa y fijó después la vista en la pared. Le pareció a Serafín que miraba una
foto de una pareja que, sin duda, sonreía esperanzada por lo reciente de su
boda. Adivinó el Renuncia que aquel era el fantasma que recordaba a don Macario
su implacable soledad diaria. Y, con esa solidaridad espiritual que tanto le
gustaba ejercer, ya iba el Renuncia a decir algo amable cuando la voz de MP le
cortó el revesino.
- Esta casa es mi ataúd. En ella
voy saboreando, a mi pesar, lo inexorable de mi condición, de mi futuro sin
esperanza, ni alegría alguna. Aquí degusto a diario mi derecho consolidado al tedio.
Siempre he pensado que irme de esta casa sería desertar, intentar vanamente
contravenir mi sino, que ya daba, hasta hoy, por trazado. Sin embargo, es éste
tan triste y lo tengo ya tan paladeado, que esa locura, que usted me ha
propuesto hace un rato, me ha tentado.
- Sí, pero yo…
- No, no hace falta que se
justifique. De sobra sé que es una insensatez, una petulancia, por mi parte,
atreverme a iniciar un conato de vida nueva. Porque, al fin y al cabo, esa es
la condición que tiene para un hombre, a mi edad, iniciar un viaje a pie, sin
saber si tengo fuerzas para ello, y, por demás, cuando el camino carece de
destino y de finalidad, excepto la del viaje en sí. Es justamente lo que jamás
he hecho en mi vida. Por eso estoy seguro de que, independientemente de lo
insensata que pueda ser mi osadía, emprenderé una acción por mí nunca intentada
y, si le soy sincero, ni tan siquiera imaginada.
- Bueno, yo, fundamentalmente,
hablaba en teoría. No quisiera, don Macario, que por mi culpa abandonase usted
este paraíso de paz del que disfruta en solitario y, sin proponérselo, se
embarque usted también en este mundo de la renunciación sin meditarlo bien.
- Meditaciones razonables son las
que atiborran desde siempre el cuenco de mi cabeza. No puedo criticar un día
más lo marchito de cuanto me rodea y que, por lo que veo, me lleva
indefectiblemente a la inercia, a la anuencia y al desánimo. Y, aún temiendo
que me hayas contagiado en parte tu locura, pienso que será más razonable
ponerle un punto de ilusión al final de mis días. Aunque sea un inconsciente,
como tú, quien me lo venga a sugerir. Al fin y al cabo, la sabiduría quizás
tenga más que ver con la ilusión que con lo rutinario.
- No me ofende, don Macario, con
su sinceridad. Pues lo mismo que dos manos tiene el hombre y la una se auxilia
de la otra, y los viejos segadores llevaban la hoz afilada en la una y la
zoqueta roma en la contraria, y siendo ambos instrumentos tan distintos se complementaban, lo mismo la conjunción de dos espíritus
dispares y, a veces, contrapuestos, pueda dar resultados valiosos e incluso
sorprendentes en el diario trajinar. Así que, tan pronto como se decida, estaré
dispuesto a despedirle y desearle la mejor de las suertes.
- ¿Cómo a despedirme? ¿Es que no
piensas acompañarme en acontecimientos tan nuevos para mí? ¿Piensas dejar a
este viejo a la aventura, luego de ponerle la miel en los labios? Es tu
compañía cuanto necesito para partir, ese es mi equipaje imprescindible.
¿Cuento con ella?
- Me obligará usted a dejar
cuanto tengo que, en este momento, es lo que quiero. Mientras que usted hará lo
mismo pero por voluntad de buscar cosas nuevas. Tendré que pensarlo.
- Vaya, estaría bonito. Yo creía
que eras un renunciador natural y, sin embargo, veo que te sientes atrapado por
la situación que tienes, basada en todo lo que no tienes pero circunscrita a un
lugar. ¿Ha quedado atrapada tu renunciación por un lugar y una situación? Por
lo poco que te conozco, no me cuadra que me digas que tienes que pensarlo.
Sepas que contigo cuento y, en principio, mañana nos pondremos, los dos, manos
a la obra.
- ¿Cómo manos a la obra?
- Pues sí, porque tendremos que
comprar algunos efectos que posibiliten nuestra supervivencia de transeúntes
del mundo. Aunque tampoco estaremos siempre al albur, que yo, que no tengo
hecho voto alguno de renunciación, no pienso renunciar a mi pensión aunque me
disponga a padecer o a disfrutar, que ya ha de verse, con aquello que me ofrezca
la vida errante.
- En ese caso, yo, que nada
aporto ni aportaré, le ayudaré en todo lo que pueda y, siendo más joven,
soportaré las cargas y los trabajos más duros. De otro modo, no podré aceptar.
En ese momento MP se acercó al
estante iluminado de donde había sacado la botella y sacó de una caja metálica
dos puros finos, tendió uno a Serafín y luego, tras darle fuego, prendió el
suyo.
- Fumemos estos cigarros y
tomemos estas copas para sellar nuestra sociedad, recién creada, de ociosos
errantes. La SOE.
- Fumemos, don Macario.
Y aspiró el Renuncia su cigarro,
gozoso de ascender otro grado en la renunciación a instancias de quien menos
pensaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario