MP subsistía con la pensión de jubilado.
Vivía solo en un piso viejo de la calle de la Madera que, aunque estaba en el
centro, era pequeño y sólo tenía una ventana al exterior. Sin embargo, tenía
suficiente espacio para él y sus pocas pertenencias. Además, lo céntrico de la
vivienda le gustaba y el barrio viejo, de callejuelas empinadas, le daba la
ilusión de vivir, a la vez que en la ciudad, en cualquier pueblo serrano de los
que conoció en su infancia. Lástima que todo estuviera atascado de coches y
todo el sabor del viejo barrio lo difuminaran éstos con sus ruidos, sus
acelerones, sus bocinas y su aparcar en aceras, jardines y allá donde les petaba.
Un barrio de los de antes, que merecía ser, como poco, patrimonio de la
humanidad, era una pena verlo así: sucio, contaminado y convertido en un
infierno por esos forajidos del motor. ¿Qué hacían entrando en lugares que no
habían sido concebidos para ellos? ¿Acaso iba él a echarse la siesta en medio de
alguna autovía?
Ese día el trayecto a su casa se
le hizo corto. Lo recorrió pensando en el mendigo que había conocido esa mañana
y que, salvo por el asunto ese de la renunciación, le pareció hombre de
fundamento. Ya el detalle de no echarse las manos a la cabeza, al verle obrando
en plena calle, decía mucho en su favor. Tal vez volviera a verle, porque no
era fácil, a esas alturas de su vida, hallar compañía adecuada y sensata. Claro
que, compañía, a mano la tenía, siempre que fuera la de aquellos jubilados del
centro que se pasaban la vida quejándose de la familia y de la próstata.
Pandilla de aburridos llorones sin agallas, espantajos del presente,
meaqueditos del pasado y cenizos del futuro. MP los aborrecía de lejos, cuando
pensaba en ellos, y de cerca, en sus ocasionales charlas, no los aguantaba.
- ¡Qué pena de vida, señor
Macario! Hay veces que me parece que ya huelo a muerto… Este cuerpo ya no pide
más que cuatro tablas y ocho clavos…
- ¡Coño, pues quítese usted de en
medio y santas pascuas! ¡A mí no me cencerree más! ¡Cuélguese de un balcón!
- ¡Ay, si uno tuviera valor! ¡Qué
rica gloria!
- ¡Anda, pues, si usted quiere,
busco unos amigos y le colgamos entre todos! ¡Acabamos con ese no poder, con
esa vida indigna y, sobre todo, con esa falta de valor en un plisplás!
- Pero, qué me dice, me deja de
piedra, don Macario, ¿sería usted capaz?
- Hombre, por un amigo, se hace
lo que sea.
Y los viejos del barrio por cosas
como éstas, y otras similares, le hacían fu en cuanto aparecía.
Por otro lado, el mendigo de la
renunciación, no había parado de llamarle don Macario. Eso le había gustado. Se
ve que, con el detalle del bocadillo de calamares, se lo había ganado. Y es que
él solamente había podido llegar a conserje mayor del Ministerio de Hacienda,
pero porte y modales para haber llegado a mucho más no le habían faltado. Mas,
ya se sabe, cada cual es hijo de sus circunstancias como ya había dejado bien claro
aquel ilustre pensador español, ¿fue Ortega, Gasset o, tal vez, Jovellanos?
Bueno uno de ellos fue o, si no, algún otro de su cuerda. ¡Ay, si sus padres no
hubieran sido unos pobres serranos, apegados al pueblo y a las cuatro tierras!,
a él no le hubieran faltado capacidad ni armas para llegar mucho más lejos,
pero, por una cosa o por otra, se habían malrotado sus espléndidas aptitudes.
Es el sino de la España eterna, se dijo.
Eso sí, a lo largo de su vida
laboral, había conocido a muchos personajes admirables. Gente poderosa, gente
importante que MP, aunque siempre despotricando del poder y de todo lo que éste
imponía, admiraba en silencio porque, al fin y al cabo, eran personas que se
habían sabido labrar un porvenir, cualquiera que hubieran sido sus orígenes y
circunstancias. Gente fuerte que no se arredraba ante escrúpulos, que pasaban
por encima de nimiedades, que se imponían ante tanto tiquismiquis, que construían
su propia moral y la imponían. Gente, en resumen, que eran el tajamar de la
nación.
Según caminaba por el abigarrado
laberinto de calles viejas y estrechas del centro, escuchó el sonido de un
acordeón y pasó, mirándole, cerca del hombre que lo tocaba. Era un viejo
bigotudo de patillas canosas que, con el pelo brillante y liso echado hacia
atrás, iba graciosamente tocado con un sombrerete casi en la coronilla. Al
interpretar se balanceaba suavemente sobre las piernas como si viviera la
melodía o soñara, inmerso en una evocación, y sonreía mostrando dos dientes de
oro que, a MP, aunque los había conocido en la odontología de otra época, ahora
le resultaban anacrónicos. El músico, al reparar en su mirada, avivó automáticamente
el movimiento, le miró halagador y redobló zalameramente la intensidad de la
sonrisa como si, en aquellos momentos y bajo los evocadores acordes del “Adiós
hermanos compañeros de mi vida”, fuera la persona más feliz del mundo y no le
cupiera en el alma un átomo más de dicha. MP, que odiaba a los músicos
callejeros, como odiaba a todo aquel que se esforzara en inspirar piedad, no le
echó un céntimo pero, aunque torció el gesto desdeñosamente, tampoco le insultó
como tenía por costumbre. Y fue porque le recordó al renunciador y se dijo que,
tal vez, fueran vecinos de barrio, de chamizo, de chabolo o incluso huéspedes
ambos del fonducho ese del tío Simancas.
Estaba casi llegando a su casa. Pegó
un patadón al retrovisor de un coche que, aparcado en la acera, estorbaba su
camino. Sonrió, orgulloso de sus dotes, al ver rodar el espejo acera adelante
y, sin más, se metió en el portal.
2 comentarios:
"Y fue porque le recordó al renunciador".
hasta MP tiene sus debilidades :)
¿Quién no?
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