Calmadas las airadas tripas, por
segunda vez en el día, con el chorizo picante y la tortilla, y caldeado el estómago
y el ánimo por el tinto de la sobada bota, Serafín había dormido de primera. No
sintió el ladrido de los perros durante la noche y, sólo con el alba, escuchó el
canto lejano del gallo. Se rebulló entre las mantas y se felicitó a sí mismo,
una vez más, por haber elegido aquel camino sobrio que tan profundas
satisfacciones regalaba, empezando, como aquel día, por la de despertar así.
Recordó enseguida que Gregorio
vendría pronto para aparejar la burra y dejársela lista al gitano, y para cepillarla
un poco y apañarla, no fuera a ser que le regateara a última hora con cualquier
pretexto. Con esa idea, al menos, se despidió la noche anterior.
Tras salir del coche, se aseó en
una aljofaina desportillada. Cogió el agua de un grifo roñoso que había en una
esquina del corral, sobre el piloncillo que sirvió para que abrevaran las
ovejas, y, después de secarse con un trozo de arpillera, se pasó los dedos a
guisa de peine por el pelo mojado.
No tardó en llegar el Mondacimas.
Sacó la burra y la ató a una herradura que había incrustada en la pared. Sólo
con el cabezal puesto, la esquiló de la línea de la barriga para abajo con una
esquiladora manual y, con unas tijeras grandes y herrumbrosas, le cortó el pelo
que, a lo largo de la mitad del cuerpo, delimitaba la zona esquilada de la otra.
Después la cepilló con la almohaza siguiendo la dirección de la crin, como
había de hacerse, primeramente de delante a atrás y luego de la parte superior
hacia las patas. Salió polvo, pelo, paja y mugre en abundancia, y quedó maqueado
el animal. Luego le echó sobre el lomo la sudadera, una jalma de colores desvaídos
por el tiempo, y lo ciño con una cincha de vientre y le puso encima el resto del
aparejo, es decir, la albarda. Sobre el poyo dejó los demás útiles que, vendida
la burra, él ya no necesitaba ni quería: un cabestro de cordel y otro de cuero,
una manea para estacar y trabar, un flequillo que no quiso ponerle, unas
angarillas, una brida con cabestro, freno y riendas, y una cincha de retranco.
No tenía collar ni arneses para tiro, pues sólo había utilizado la burra para carga.
Quedó enjaezada y lista.
Curiosa ya y aseada la bestia, le
dio de beber en el piloncillo, bajo el grifo donde Serafín se había lavado, y se
puso a esperar al Maquila.
Le vieron venir de lejos. Le
conocieron por su aspecto juncal y sus andares elegantes y aún elásticos, pese
a los años, y porque a muy pocos se veía ya tocados con sombrero. Andaría el
Maquila por encima de los sesenta, calzaba botas negras de media caña y vestía
un terno marrón algo rozado y brillante en espalda, codos y culera, no llevaba
corbata pero sí una camisa calada algo llamativa y un cinto más ancho de lo
normal con una cabeza de galgo por hebilla. Una leontina de plata le salía del
bolsillo del chaleco, un garrotín fino con terminación porruda le colgaba del antebrazo
y un sombrero gris con cinta negra y cercos de sudor ceñía su cabeza como si
desde siempre hubiese estado allí. Era Pedro el Maquila, el cenceño patriarca
gitano del poblacho. Con su cara morena, bigote fino, patillas medianas y dos
puñados de arrugas como dos alas de mariposa contorneándole las comisuras
externas de los ojos, se presentó enseguida en el corral. Con un movimiento de
cabeza y un leve carraspeo saludó a los dos hombres y, enseguida, se acercó al
animal.
- ¿Sabes lo que te digo? –dijo,
después de mirar de cerca a la burra.
- Tú dirás –dijo el Mondacimas.
- Que valen más los aparejos que
la burra.
- Pero, ¿es que no le vas a mirar
la boca?
- No me hace falta. Con verle el
perfil del hocico, sobra.
- Ya te dije que no era joven.
- Una cosa es que no sea joven y
otra que esté más muerta que viva –dijo el gitano terminando la frase con una
entonación burlona. Y, después de un par de segundos, añadió, en el mismo tono
y como con pena:
- No te puedo dar más que
cuarenta euros.
Gregorio sabía que el gitano
llevaba razón, que le pagaba más por los aparejos que por la burra, que aquel
dinero no era nada, pero tampoco quería encontrarse muerto cualquier día al
último animal que le quedaba. Se acercó a la burra y, después de darle dos
palmadas en el anca y retener cinco o seis segundos la mano sobre ella, dijo:
- Tuya es la burra.
Entonces el gitano, a la antigua
usanza, primeramente le estrechó la mano y luego le dio los dos billetes de
veinte euros que sacó lenta y pomposamente de una cartera cerrada y asegurada
con dos gomas perpendiculares. Luego desató la burra, le puso las angarillas,
echó en ellas el resto de los aparejos que había en el poyo, y se alejó con
ella por el descampado.
- Dices tú de renuncias, –dijo
Gregorio mirando a Serafín- como si sólo fueras tú el que ha dejado atrás su
vida.
Y, sin decir más, se alejó. Y
mientras caminaba, pensó Gregorio que perdía la burra, los aparejos y también
todas aquellas palabras familiares que los designaban y que nunca más
necesitaría pronunciar. Pero las palabras ni se compraban ni se vendían, se
usaban o desaparecían, y nadie echaba de menos el espacio que habían ocupado.
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