Siempre le agradaba el camino de
vuelta. Le gustaba acudir a la ciudad cada día porque era un espectáculo pero, al
caer la tarde, indefectiblemente deseaba abandonarla. La urbe era un lugar
bullicioso donde cada uno iba a lo suyo tan concienzudamente, que parecía que llevara
su misión grabada en las mismas entretelas. Tal era lo rítmico de los
movimientos de la gente, lo repetido de sus gestos e, incluso, lo similar de su
atuendo, que los centros de todas las ciudades parecían decorados, cada vez más
uniformes, para una representación idéntica. Y el mismo fenómeno trascendía a
los comercios, desde que triunfaron las cadenas y las franquicias y todas esas
denominaciones actuales. Entre todos aquellos engendros modernos habían dado al
traste con el mercadeo tradicional donde, por extraño que parezca, era el
cliente el que compraba lo que deseaba y no se limitaba a elegir entre lo que
le ofrecían, porque, con ese invento de la moda, el comprar era ya someterse a
otra pequeña y habilidosa dictadura.
Iba dejando atrás la zona
comercial, con sus escaparates llenos de cosas, que la gente compraba sin
mirar, como antaño se hacía, si eran necesarias o no. El comprar había
trascendido la categoría de necesidad para entrar en la de lo lúdicamente
imprescindible, una categoría un tanto ambigua, como para ricos, pero todos, aunque
no lo fueran, comulgaban con aquel sentimiento absurdo. Y así, se oía decir a
la gente: mira, me aburría y me fui a comprar. Y lo decían como la cosa más natural, como si
dijeran, por ejemplo, me aburría y me fui arrancar hojas a los libros o a tirar
piedras a los patos, como si el comprar por aburrirse fuera menos absurdo. Estaba
visto que lo que no podía ser, de manera ninguna, era aburrirse. Y el
aburrimiento, al parecer, lo paliaba, no el entretenimiento, sino cualquier
actividad costosa y, preferentemente, el comprar.
Sin embargo, a medida que se
alejaba del centro, le parecía a Serafín que la vida se hacía más sencilla,
perdiendo la vacuidad de lo moderno y revistiéndose del realismo de las cosas
de antes, hasta hacerse casi rural, sólida, tangible y maciza, al divisar las
astrosas construcciones y las pobres casas de La Gavina de Polvoranca, mitad
pueblucho, mitad amago chabolista junto al gran vertedero. Y le parecía mucho
más acorde, con su llamada a la sencillez, el hecho de vivir allí, en la fonda
del tío Simancas. Así, su abandono diario de la ciudad, atravesando desde los
barrios más lujosos a los más degradados de los arrabales y el extrarradio, significaba
una renovación cotidiana de su imaginario voto. Atrás quedaban las mansiones de
la ciudad que suponía habitadas por gente no proclive a renunciación alguna
pero que, pese a sus propiedades, declararían a quien quisiera preguntarles que
ellos, de toda la vida, eran partidarios acérrimos de la vida sencilla. Vivían,
pues, como espejismos de sí mismos. Pero sí, decían esas cosas.
Con la caída de la tarde podían
verse las bandadas de grajos alejarse de los vertederos, y también grupos de
cuervos y de hurracas. Pero eran los bandos de gaviotas, pájaros que daban
nombre al barrio, lo que más le gustaba observar a Serafín.
Él sólo había visto gaviotas en
el mar y fue grande su sorpresa cuando, al iniciar su nueva vida y llegar a
aquel barrio, descubrió las grandes bandadas. Todas las mañanas acudían, de no
se sabía donde, para alimentarse con los despojos que rebuscaban en el
vertedero, tras las descargas de basura que los camiones no paraban de hacer.
Siempre tan blancas y tan grises, tan impolutas y lustrosas, metidas donde el
mundo echaba sus inmundicias. Y le parecía que los animales, estuvieran donde
estuvieran, eran elegantes por naturaleza.
Recordó que, por distraer el día con don Macario, no había
reunido con qué pagarle la pensión al viejo. Bueno, no le pesaba. No todos los
días podía uno juntarse con personas cultivadas, sensibles y de finura
intelectual, amén de con buenos sentimientos pues, motu proprio, le había
invitado a un bocadillo de calamares y a cerveza. Nada menos.
Al llegar al poblacho dejó atrás
la fonda y se encaminó al corral del Mondacimas. Allí seguía su coche. No lo
había visitado desde el último día lluvioso. Le pesó que la tarde estuviera
rasa pero, por otro lado, era bueno tener el coche para los días vacíos.
Llamaba vacíos a aquéllos en los que nadie le había hecho una dádiva, a aquéllos
en que el mundo había sido ajeno a su virtud y, en consecuencia, volvía sin los
tres euros que el viejo le cobraba por dormir. De todos modos, tampoco era
placentero yacer en un jergón, sobre el suelo de una sala sucia por cuyas
paredes, apenas apagada la luz, organizaban sus correrías las cucarachas rubias.
Solían compartir aquella sala, a la que llamaban con humor la sala de pendones,
no menos de diez o doce pedigüeños, hediondos dos de cada par, borrachos los
más y roncadores todos. Otros, pobres también pero de más posibles, que la
pobreza también conoce rangos, dormían en cuartos con camas, pero pagando otra
tarifa.
Estaba Serafín mirando embobado
la última aureola morada del crepúsculo. Se había sentado en un poyo junto a la
puerta del corral. Y, mientras miraba desvanecerse el último color del día,
soñaba que fumaba un tabaco aromático, ligeramente picante, y, al hacerlo, se
recreaba en la visión del horizonte, como si sólo a él perteneciese aquélla. Se
alegró de no estar en la fonda, pese a echar de menos aquella sopa de ajo
comunitaria que, el posadero, incluía con tal nombre en la tarifa de los
huéspedes humildes, más con el fin de que echasen en ella algún corrusco de pan
duro que les quedara, que con el de alimentarles verdaderamente, pues poco más
que calor tenía el aguachirle y, si color, era éste el de una bahorrina.
Sintió entonces un ruido en la
pequeña cuadra aneja. Vio salir a Gregorio. Seguramente habría venido a echar a
la burra. Era una burra que se iba con las ovejas mientras las tuvo y que no
había quitado, en parte, porque el que compró las ovejas no la quiso, en parte,
por sentimentalismo. Gregorio, que llevaba un pequeño talego de tela en una
mano, un botillo colgado del hombro y un candil en la otra, se acercó al poyo y
se sentó junto a Serafín.
- Mañana vienen a por la burra
–dijo por saludo.
- ¿Quién la quiere?
- El Maquila, el gitano.
- Y cómo es que la vendes.
- Porque le quedan cuatro días y…
para encontrármela muerta en la cuadra.
- Entiendo.
Gregorio sacó una tartera del
talego y media hogaza de pan que puso sobre el poyo, junto al candil y entre
ambos. Quitó la tapa de la tartera y, usándola de plato, troceó en ella dos
chorizos que sacó del cuerpo principal. Bajo los chorizos viajaba una tortilla de
patatas que, el Mondacimas, cortó limpia y delicadamente en cuadrados con la
navaja. Luego, colocó el botillo de pie sobre el mismo poyo, apoyándolo en la
pared. Le sacó dos buenas rebanadas a la hogaza y le tendió una a Serafín.
- No será la pena lo que te
incita a invitarme a cenar porque entonces yo no puedo aceptar…
- ¡Qué comas, coño!
2 comentarios:
y, en cambio, que angustia me entra a mí dejar al azar si ceno o no...
(está visto que una cosa es "que te guste la vida sencilla" y otra la libertad.
Quizás el azar rija las cosas más importantes de nuestras vidas, empezando por nuestro nacimiento, y, como nos gusta creer que las controlamos, nos empeñamos en querer tener previsto casi todo. Pero, aún así, la vida puede saludarnos, bendecirnos o maldecirnos a cada momento con lo inesperado. De modo que la libertad, si en ella creemos, es siempre provisional y reducida a unas pocas circunstancias.
Bueno, a mí me lo parece.
Saludos, Zeltia.
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