17 marzo 2019

Segundo domingo (2018-19)



Este segundo domingo también el viejo convence al Tomasín la noche de antes para que salga. Eso sí, bajo promesa de que le llevará a casa tan pronto como se canse. El hombre trabaja desde las siete de la mañana a las 9 de la noche de lunes a sábado y, claro, los domingos le apetece un poco de descanso por variar.

Al amanecer no dan con nadie. Los de las setas no necesitan madrugar; los pastores, tampoco. Van de nuevo al chantado donde el viejo predijo la liebre el domingo anterior. Pero en lugar de liebre le sale al Tomasín una perdiz larga, hacia atrás, que se le va. Mala suerte.

El viejo propone cruzar hasta una línea larga de piedras, de casi un kilómetro que sube lenta pero constantemente hasta un alto donde desemboca en un camino que pasa por una taina en desuso. La izquierda de la hilera de piedras es toda una franja ancha y continua de maleza por la cual piensa el viejo internarse con el Tango, mientras el Tomasín irá a su izquierda, en paralelo, por lo más limpio, por donde la maleza espesa acaba. De este modo, si entre el viejo y el perro ahuecan alguna pieza, el viejo hará lo que pueda, pero el Tomasín tendrá oportunidad de disparar con buena visibilidad.

Entre llegar allí y recorrer la hilera de piedras transcurre una hora de pausado pero continuo caminar. El Tomasín va algo despistado con la escopeta apoyada en el hombro. El viejo, como de costumbre, le avisa de que vaya atento, pero sin mucho éxito. Al fin el Tango hace un extraño y se lanza raudo entre la maleza. Sale una liebre entre la leña, rasa como un torpedo de pelo y semioculta entre la fusca, que, en lugar de romper hacia lo limpio, sigue hacia adelante permaneciendo entre la maleza. El viejo da el queo para avisar al Tomasín, por si sale a lo limpio, pero, muy prevenido y atento, la tumba cuando atraviesa por entre un pequeño clareo de las matas.

“Lo ves”, le dice al Tomasín, “hay que ir prevenido, si no, en un segundo, las pierdes.” Pero, como si nada, el Tomasín se aburre y no lo disimula, enciende un cigarro y continúa fumando con la escopeta apoyada en el hombro mientras el viejo acaricia al perro y se mete la liebre, tras escurrirle la vejiga, en el chaleco. Se ve que al Tomasín no le motiva la caza como al viejo, que camina montado de continuo en la ilusión más terca.

Cuando llegan al fin de la hilera de piedras, el viejo sugiere bajar hasta el puntal que hay sobre el tejar viejo de la linde del monte. El Tomasín accede, pero el viejo se da cuenta de que le habría dicho que sí aunque le hubiese propuesto subir al repetidor del monte en busca del urogallo o bajar a la Tasuguera a coger berros.

Por un lado, le gusta que el Tomasín le haga caso, pero, por Dios, tanta abulia deja pasmado al viejo. Y es que el veterano piensa que, para cazar. la caza hay que visualizarla, creer que va a estar donde tiene que estar, casi imaginarla y si no… pues empezar de nuevo imaginando en otro cazadero. Pero no puede con el Tomasín: nunca le lleva la contraria, pero tampoco cambia de actitud. Cada cual somos de una manera, piensa el viejo.

Llegan al puntal sin ver nada. Al ver el gesto cansado del Tomasín, el viejo le dice que van a volver en dirección al coche por la ladera que va por encima del Camino Real. El otro, con total pasividad, accede.

El comienzo de esa ladera está espeso de vegetación de modo que, a veces, hay que buscar por dónde atravesar. El viejo se mete con el perro por lo más espeso y le dice al Tomasín que vaya con atención porque si sale alguna liebre lo normal es que suba y que como él va por arriba, por terreno más limpio, que se prepare a tirarla atravesando.

A los díez minutos se cumple lo que ha dicho el viejo, el Tango se lanza a por una liebre que el viejo ni siguiera vislumbra entre la mancha de zarzas, pero da el queo al Tomasín de que la liebre sube. Suenan las tres detonaciones de la repetidora, el viejo sube corriendo pero el Tomasín no tiene mucha fe en haber tocado a la rabona. Por si acaso siguen el rastro con el Tango pero la actitud del perro confirma que la liebre se ha ido.

De vuelta al coche siguiendo la ladera, aún vuelan una perdiz un par de veces pero sale muy larga y ni el Tomasín ni el viejo se hacen con ella.

A las díez y media el Tomasín está en casa. El viejo se toma un café y vuelve al campo. No convencerá más veces al Tomasín y, olvidada ya la pequeña mano que entre los dos formaban, se dispone el viejo a cazar al salto, él y el perro a solas, como siempre le ha gustado.
Pero para cuando vuelve al campo ya se han puesto los seteros en acción y, como el domingo anterior, las querencias de los animales están rotas.

Camina hasta el Nacedero, atraviesa el Hontanar, vuelve hacia el Barranco de la Franciscona y las horas van pasando entre las voces lejanas de los seteros y el ronroneo de los coches todo terreno nomadeando de un lugar a otro.

Frente de Los Azules, siendo más de las cuatro de la tarde, el Tango se pica. Perdices, no hay duda. Se mueven y el perro y el viejo van a toda velocidad. El Tango para en seco y hace muestra. A cuarenta metros saltan dos. Tira el viejo a la primera y la marra, pero afina a la segunda y le cuesta creer que no caiga. La sigue con la mirada y ve que a los cuatrocientos metros aproximadamente hace la torre. Sube casi en vertical y muerta en lo alto cae a peso. Lo bueno es que está muerta y no se moverá de donde ha caído. Lo malo es que la distancia hace muy difícil tomar refencias y el suelo está lleno de maleza. Al no moverse no le dará tufo al perro. Y encima no hay viento.

Como se temía el viejo, tras media hora de búsqueda, no apareció la perdiz y el perro no comprendía el interés del viejo en hacerle buscar en un mar de correviejas del que no percibía ningún tufo. Cuánto le dolió al viejo no poder cobrar la única perdíz del día. Pero estaba anocheciendo y había que volver a casa. La caza es así. Terminó el día. Al menos le quedó el buen recuerdo de la liebre de la mañana.

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