24 marzo 2019

Noveno domingo (2018-19)



Es el penúltimo domingo de diciembre. Las heladas han devuelto un cierto orden al campo. Ya no hay seteros ni niscaleros, las rosadas han sofocado la germinación de cualquier hongo, y sólo el ruido de las matas heladas crepitando bajo los pies acompaña al viejo y al perro en su marcha mientras amanece.
La soledad y el silencio entre dos luces y la mañana sin viento, pero gélida, hacen las delicias del viejo.

De la parte baja del Cerro del Repetidor, vuelan las perdices. Ha tenido suerte al dar con ellas a punta de mañana. El viejo y el Tango las siguen hacia la Taina de la Mimbrera y las vuelven a echar aunque, como antes, sin poder tirarles.
El viejo va contento porque va el bando entero. Pero ahora tienen una ladera amplia y muy boscosa por delante y teme que allí les cueste dar con ellas.
Aunque el último vuelo de las patirrojas parecía indicar que volaron a la parte alta, el viejo prefiere bajar a media ladera intentando que el bando no  se le dé la vuelta.
De abajo a arriba va buscando a las aves entre la espesura que comienza a ser difícil de atravesar y en una parada, siente con nitidez su canto gangoso arriba del todo de la ladera. Las precauciones del viejo han sido vanas, pues las perdices están donde se esperaba.

Sin embargo, en cuanto se acercan al borde alto de la ladera, ve el viejo cómo el bando entero vuela espontáneamente ladera adelante, internándose en la parte más boscosa y tupida de un gran carrascal con el sotobosque lleno de maleza.
Las perdices han volado tres veces sin deshacer el bando, pero también se han guardado de salir a tiro. El viejo está contento porque entre la fusca sabe que van a salir cerca, otra cosa es que, entre tanta maleza, pueda ver a alguna o sólo quedarse con el aleteo de su arrancada en los oídos tapado por la vegetación. Además, en la dirección en que van el sol, a esas horas, pega en los ojos y deslumbra y claro, tampoco ayuda si las perdices salen en dirección a él.

En cuanto llegan a la parte más espesa, el Tango se deshace con los rastros pero a medida que se internan en ella, como temía el viejo, sólo escucha las carreras de un perro que no ve y los frenéticos aleteos de las perdices arrancando a cortos intervalos pero, entre tamaña maraña de matorral bajo y arbolado, no consigue ver una, solo las oye y, por tanto se queda sin tirar. Le parece mentira que entre las 10 ó 12 perdices que ha sentido, ni una haya salido dejándose ver, todas tapadas. Ya es mala suerte, se dice el viejo.
Perro y cazador atraviesan toda la ladera hasta llegar a un claro rocoso a su final. Aún sienten el vuelo de alguna patirroja a la que no ven y al terminar la ladera sin ver ninguna más, el viejo deduce que todo el bando se ha vuelto en dirección contraria. Así que, sin más, toman de nuevo la ladera, esta vez por alto, evitando las fusca, y vuelven en dirección de la Taina de la Mimbrera.

Ahora van con el sol a la espalda, lo que le da al viejo mucha visibilidad desde lo alto. En el último trozo, antes de llegar a la taina, hay un gran pedazo de terrones con un trozo perdido de rocas y zarzales en su centro que los tractores no han podido arrancar. Atraviesan la terronera y, al llegar al perdido, el Tango hace una muestra contundente. No se mueve pese a que el viejo intenta subir por la cuesta para tener la visibilidad que pueda sobre el zarzal. Siente salir una perdiz solitaria que, seguramente, se ha descolgado del bando. Tarda un par de segundos en verla pero, estando a tiro, la marra con los dos cañones. Se ve que aquellas cuestas le alteran los pulsos al viejo más de lo que él cree.
Sin embargo, la perdiz ha volado en dirección a la taina y, seguro, que todo el bando está ahora apeonando entre la taina y la gran ladera que cae hacia la huerta del Juan Ramón.

Sube afanosamente el viejo esa ladera, que se le hace interminable, hacia la taina, y el perro, que va alegre con los rastros que le llegan, va delante pero, de cuando en cuando, se detiene, gira la cabeza y espera al viejo que sube penosamente tras él. Son esas cortesías del Tango las que agradece y admira el viejo pues, como no ha cazado con nadie más que con él, le tiene tomados los tiempos a su fatigoso paso cuesta arriba y, pese a llevar caza delante, siempre le espera y no se adelanta. Parece que tiene conocimiento el animal. Bueno, no es que lo parezca, es que lo tiene.

Justo en la gran ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, y a cuyo límite más alto ya ha llegado el viejo, estaban las perdices. Pero quia, no se dejan acercar y el viejo las ve con desconsuelo saltar chorreadas, enfilar la pendiente acelerando en la bajada, sobrevolar la huerta y dejarse llevar por la inercia hacia la mole imponente del Calvario.
Las perdices en su huída le marcan al viejo el itinerario. Pero son casi las doce, el viejo está sofocado y con sólo mirar la travesía que tiene que hacer para ponerse al pie del Calvario le entra pereza. Duda un instante. Pero, se dice, ¿no venías a cazar perdices? Pues ya sabes donde las tienes.
Y con mucha humildad se pone a bajar sesgando la ladera. Luego atraviesa la huerta del Juan Ramón, donde se detiene un momento para que el Tango se refresque y se dé un baño en la alberca. Y, luego ya, se pone a subir la dura cuesta con la que comienza la gran ladera del Calvario en la parte de la solana. Una vez que alcanza la primera altura de consideración, se sienta en una piedra y sopesa la gran desproporción de aquella ladera para un solo cazador. Tampoco es una ladera con la suficiente vegetación para que aguanten las perdices pero, sin duda, todas las voladas están en ella.

Sigue subiendo y subiendo tras el misericordioso Tango que lo espera de tanto en tanto. Llegan a una especie de descanso o bancal llano, de unos cincuenta metros de largo por veinte de ancho con unos matojos en el centro. Marca el Tango, de inmediato salta la perdiz. Esta vez el viejo le toma bien los puntos, casi con ansia, y se la lleva por delante al primer tiro. El Tango la cobra de inmediato y se revuelca con ella en la boca. Al fin un premio a sus cansadas piernas, piensa el viejo.
Sigue la ladera y de lejos observa cómo algunas perdices desaparecen por lo más alto apeonando, pero ninguna salta hacia adelante. Sabe que tiene que llegar hasta el manantial que hay encima del Molino Blanco y allí dar la vuelta al cerro para volver por el otro lado.
La pendiente, por encima del manantial, es pronunciadísima y al viejo le cuesta subirla agarrándose a las piedras y a las matas. Por arriba, el Cerro del Calvario, es una sucesión de dos mesetas hendidas en su mitad. El viejo coge la meseta de la izquierda que es donde han de andar las perdices que vio subir apeonando. Pero a su vez esta meseta tiene otras dos altura y, a partir de la segunda, cae sobre la huerta de Juan Ramón pero ahora por la umbría y no por la solana que es por donde la encaró el viejo una hora y pico antes.

Al llegar al cambio de alturas, la ladera umbría desciende bruscamente hacia un camino que lleva directamente a la huerta y es justo en ese punto donde el Tango marca las perdices que de inmediato saltan.
Llega en una corta carreta el viejo a la asomada, pero el Tango sube por encima de él y saca una patirroja rezagada que se tira como un rayo ladera abajo, el viejo se esmera, pero marra el primero y sólo con el segundo la tapa y la ve caer a una distancia increíble, entre los cardos de un pedazo perdido. La distancia se ha hecho aún mayor al caer al vacío y recorrer muchos metros la perdiz con la inercia. El viejo baja deprisa sin quitar los ojos del punto donde dio el pelotazo. La distancia es grande y el Tango no la ha visto caer. Pero, para alegría del viejo, cuando se aproxima, distingue a la perdiz inmóvil, patas arriba, y el Tango primero la marca y luego la cobra. Bueno, son dos perdices y el viejo está contento. Aunque la contentura se le pasa al recordar donde tiene el coche.

Baja de nuevo a la huerta del Juan Ramón. Mientras el perro se refresca en la alberca, decide el viejo caminar despacio y evitar las laderas más pinas. Sabe que para ello tendrá que dar un gran rodeo, pero es que el viejo no está ya para subir más cuestas.
Así se pega a la linde de Cinco Villas y va ascendiendo lentamente y sin prisas. Barzonea por si la liebre, pero también porque ese lento caminar la permite ir recuperándose.
Son casi las cuatro de la tarde cuando el viejo llega a la ladera solana que cae sobre Cantaperdiz. A cuatrocientos metros por debajo pasa la carretera. Aún le queda un kilómetro largo hasta el coche. El viejo no tiene prisa, sólo un gran cansancio. El Tango en todo el recorrido, desde la huerta, no ha mostrado interés por ningún rastro.
En mitad de la ladera por la que el viejo regresa al coche, cerca de dos carrascas y treinta metros antes de llegar a un surco erosionado poblado de jaras, hay una gran piedra blanca sobre la que el viejo se sienta rendido.
Está rememorando la zurra que se ha dado tras de las perdices, ensoñado en ello y con la escopeta atravesada sobre las piernas. Pero el Tango le saca de su ensimismamiento. El perro, que por inercia buscó las matas, sube sesgando desde el surco erosionado con una liebre delante. El viejo se pone en pie de un brinco, se hace con la escopeta que casi se le cae, se azora, se hace un lío, el primer tiro no sabe a dónde va, pero por suerte, con el segundo se reporta, afina a la liebre cuesta arriba y la revuelca cuando ya estaba a punto de meterse en la fusca. El regalo inesperado de esta liebre le da nueva energía y, desde luego, puede decir bien alto que es la primera liebre que le sale sentado.
Contento con las dos perdices tantas horas trabajadas y con la liebre que, por el contrario, le salió sentado, llega al coche y vuelve a casa. En la caza, ningún día se sabe lo que va a pasar.

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