Es
el penúltimo domingo de diciembre. Las heladas han devuelto un cierto orden al
campo. Ya no hay seteros ni niscaleros, las rosadas han sofocado la germinación
de cualquier hongo, y sólo el ruido de las matas heladas crepitando bajo los
pies acompaña al viejo y al perro en su marcha mientras amanece.
La
soledad y el silencio entre dos luces y la mañana sin viento, pero gélida,
hacen las delicias del viejo.
De
la parte baja del Cerro del Repetidor, vuelan las perdices. Ha tenido suerte al
dar con ellas a punta de mañana. El viejo y el Tango las siguen hacia la Taina
de la Mimbrera y las vuelven a echar aunque, como antes, sin poder tirarles.
El
viejo va contento porque va el bando entero. Pero ahora tienen una ladera
amplia y muy boscosa por delante y teme que allí les cueste dar con ellas.
Aunque
el último vuelo de las patirrojas parecía indicar que volaron a la parte alta,
el viejo prefiere bajar a media ladera intentando que el bando no se le dé la vuelta.
De
abajo a arriba va buscando a las aves entre la espesura que comienza a ser
difícil de atravesar y en una parada, siente con nitidez su canto gangoso
arriba del todo de la ladera. Las precauciones del viejo han sido vanas, pues
las perdices están donde se esperaba.
Sin
embargo, en cuanto se acercan al borde alto de la ladera, ve el viejo cómo el
bando entero vuela espontáneamente ladera adelante, internándose en la parte
más boscosa y tupida de un gran carrascal con el sotobosque lleno de maleza.
Las
perdices han volado tres veces sin deshacer el bando, pero también se han
guardado de salir a tiro. El viejo está contento porque entre la fusca sabe que
van a salir cerca, otra cosa es que, entre tanta maleza, pueda ver a alguna o
sólo quedarse con el aleteo de su arrancada en los oídos tapado por la
vegetación. Además, en la dirección en que van el sol, a esas horas, pega en
los ojos y deslumbra y claro, tampoco ayuda si las perdices salen en dirección
a él.
En
cuanto llegan a la parte más espesa, el Tango se deshace con los rastros pero a
medida que se internan en ella, como temía el viejo, sólo escucha las carreras
de un perro que no ve y los frenéticos aleteos de las perdices arrancando a
cortos intervalos pero, entre tamaña maraña de matorral bajo y arbolado, no
consigue ver una, solo las oye y, por tanto se queda sin tirar. Le parece
mentira que entre las 10 ó 12 perdices que ha sentido, ni una haya salido
dejándose ver, todas tapadas. Ya es mala suerte, se dice el viejo.
Perro
y cazador atraviesan toda la ladera hasta llegar a un claro rocoso a su final.
Aún sienten el vuelo de alguna patirroja a la que no ven y al terminar la
ladera sin ver ninguna más, el viejo deduce que todo el bando se ha vuelto en
dirección contraria. Así que, sin más, toman de nuevo la ladera, esta vez por
alto, evitando las fusca, y vuelven en dirección de la Taina de la Mimbrera.
Ahora
van con el sol a la espalda, lo que le da al viejo mucha visibilidad desde lo
alto. En el último trozo, antes de llegar a la taina, hay un gran pedazo de
terrones con un trozo perdido de rocas y zarzales en su centro que los
tractores no han podido arrancar. Atraviesan la terronera y, al llegar al
perdido, el Tango hace una muestra contundente. No se mueve pese a que el viejo
intenta subir por la cuesta para tener la visibilidad que pueda sobre el
zarzal. Siente salir una perdiz solitaria que, seguramente, se ha descolgado
del bando. Tarda un par de segundos en verla pero, estando a tiro, la marra con
los dos cañones. Se ve que aquellas cuestas le alteran los pulsos al viejo más
de lo que él cree.
Sin
embargo, la perdiz ha volado en dirección a la taina y, seguro, que todo el
bando está ahora apeonando entre la taina y la gran ladera que cae hacia la
huerta del Juan Ramón.
Sube
afanosamente el viejo esa ladera, que se le hace interminable, hacia la taina,
y el perro, que va alegre con los rastros que le llegan, va delante pero, de
cuando en cuando, se detiene, gira la cabeza y espera al viejo que sube penosamente
tras él. Son esas cortesías del Tango las que agradece y admira el viejo pues,
como no ha cazado con nadie más que con él, le tiene tomados los tiempos a su
fatigoso paso cuesta arriba y, pese a llevar caza delante, siempre le espera y
no se adelanta. Parece que tiene conocimiento el animal. Bueno, no es que lo
parezca, es que lo tiene.
Justo
en la gran ladera que da sobre la huerta del Juan Ramón, y a cuyo límite más
alto ya ha llegado el viejo, estaban las perdices. Pero quia, no se dejan
acercar y el viejo las ve con desconsuelo saltar chorreadas, enfilar la
pendiente acelerando en la bajada, sobrevolar la huerta y dejarse llevar por la
inercia hacia la mole imponente del Calvario.
Las
perdices en su huída le marcan al viejo el itinerario. Pero son casi las doce,
el viejo está sofocado y con sólo mirar la travesía que tiene que hacer para
ponerse al pie del Calvario le entra pereza. Duda un instante. Pero, se dice,
¿no venías a cazar perdices? Pues ya sabes donde las tienes.
Y
con mucha humildad se pone a bajar sesgando la ladera. Luego atraviesa la
huerta del Juan Ramón, donde se detiene un momento para que el Tango se
refresque y se dé un baño en la alberca. Y, luego ya, se pone a subir la dura
cuesta con la que comienza la gran ladera del Calvario en la parte de la
solana. Una vez que alcanza la primera altura de consideración, se sienta en
una piedra y sopesa la gran desproporción de aquella ladera para un solo cazador.
Tampoco es una ladera con la suficiente vegetación para que aguanten las
perdices pero, sin duda, todas las voladas están en ella.
Sigue
subiendo y subiendo tras el misericordioso Tango que lo espera de tanto en
tanto. Llegan a una especie de descanso o bancal llano, de unos cincuenta
metros de largo por veinte de ancho con unos matojos en el centro. Marca el
Tango, de inmediato salta la perdiz. Esta vez el viejo le toma bien los puntos,
casi con ansia, y se la lleva por delante al primer tiro. El Tango la cobra de
inmediato y se revuelca con ella en la boca. Al fin un premio a sus cansadas
piernas, piensa el viejo.
Sigue
la ladera y de lejos observa cómo algunas perdices desaparecen por lo más alto
apeonando, pero ninguna salta hacia adelante. Sabe que tiene que llegar hasta
el manantial que hay encima del Molino Blanco y allí dar la vuelta al cerro
para volver por el otro lado.
La
pendiente, por encima del manantial, es pronunciadísima y al viejo le cuesta
subirla agarrándose a las piedras y a las matas. Por arriba, el Cerro del
Calvario, es una sucesión de dos mesetas hendidas en su mitad. El viejo coge la
meseta de la izquierda que es donde han de andar las perdices que vio subir
apeonando. Pero a su vez esta meseta tiene otras dos altura y, a partir de la
segunda, cae sobre la huerta de Juan Ramón pero ahora por la umbría y no por la
solana que es por donde la encaró el viejo una hora y pico antes.
Al
llegar al cambio de alturas, la ladera umbría desciende bruscamente hacia un
camino que lleva directamente a la huerta y es justo en ese punto donde el
Tango marca las perdices que de inmediato saltan.
Llega
en una corta carreta el viejo a la asomada, pero el Tango sube por encima de él
y saca una patirroja rezagada que se tira como un rayo ladera abajo, el viejo
se esmera, pero marra el primero y sólo con el segundo la tapa y la ve caer a
una distancia increíble, entre los cardos de un pedazo perdido. La distancia se
ha hecho aún mayor al caer al vacío y recorrer muchos metros la perdiz con la
inercia. El viejo baja deprisa sin quitar los ojos del punto donde dio el
pelotazo. La distancia es grande y el Tango no la ha visto caer. Pero, para
alegría del viejo, cuando se aproxima, distingue a la perdiz inmóvil, patas
arriba, y el Tango primero la marca y luego la cobra. Bueno, son dos perdices y
el viejo está contento. Aunque la contentura se le pasa al recordar donde tiene
el coche.
Baja
de nuevo a la huerta del Juan Ramón. Mientras el perro se refresca en la
alberca, decide el viejo caminar despacio y evitar las laderas más pinas. Sabe
que para ello tendrá que dar un gran rodeo, pero es que el viejo no está ya
para subir más cuestas.
Así
se pega a la linde de Cinco Villas y va ascendiendo lentamente y sin prisas. Barzonea
por si la liebre, pero también porque ese lento caminar la permite ir
recuperándose.
Son
casi las cuatro de la tarde cuando el viejo llega a la ladera solana que cae
sobre Cantaperdiz. A cuatrocientos metros por debajo pasa la carretera. Aún le
queda un kilómetro largo hasta el coche. El viejo no tiene prisa, sólo un gran
cansancio. El Tango en todo el recorrido, desde la huerta, no ha mostrado
interés por ningún rastro.
En
mitad de la ladera por la que el viejo regresa al coche, cerca de dos carrascas
y treinta metros antes de llegar a un surco erosionado poblado de jaras, hay
una gran piedra blanca sobre la que el viejo se sienta rendido.
Está
rememorando la zurra que se ha dado tras de las perdices, ensoñado en ello y
con la escopeta atravesada sobre las piernas. Pero el Tango le saca de su
ensimismamiento. El perro, que por inercia buscó las matas, sube sesgando desde
el surco erosionado con una liebre delante. El viejo se pone en pie de un
brinco, se hace con la escopeta que casi se le cae, se azora, se hace un lío,
el primer tiro no sabe a dónde va, pero por suerte, con el segundo se reporta,
afina a la liebre cuesta arriba y la revuelca cuando ya estaba a punto de
meterse en la fusca. El regalo inesperado de esta liebre le da nueva energía y,
desde luego, puede decir bien alto que es la primera liebre que le sale
sentado.
Contento
con las dos perdices tantas horas trabajadas y con la liebre que, por el
contrario, le salió sentado, llega al coche y vuelve a casa. En la caza, ningún
día se sabe lo que va a pasar.
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