El
tercer domingo de enero el término amanece cubierto por cuatro dedos de nieve.
Estando
todo el terreno tapado por la nevada, los animales no pueden desenvolverse
normalmente, así que, a esos días, entre otros, se les denomina popularmente “días
de fortuna” (para el cazador, claro) y
no se puede cazar.
Pero,
aunque se pudiera, no se debería, pues los animales dejan rastros notorios y su
capacidad para alimentarse, volar, correr o defenderse, en general, se ven
mermadas. Especialmente si se trata de caza menor.
Claro
que, en aquellos lejanos “años del hambre”, todo el mundo aprovechaba esos días
para hacerse con alguna perdiz o alguna liebre simplemente ayudado por perros
pues, la mayoría, carecía de escopeta. Y es que, cuando hay hambre, se borra
toda noción de deportividad. Por cierto, palabra esta última, que en aquellos
años ni se conocía.
Ante
estos imperativos, el viejo es obediente y comprensivo y se resigna a perder un
día más de caza. O sea, que como todo ser bien alimentado, al viejo le sobra deportividad.
ÚLTIMO
DOMINGO DE ENERO (2019)
Ya,
la víspera del cuarto y último domingo de enero, corre un ventarrón recio al
anochecer. Un vecino ve al viejo cargar en el coche la jaula del perro y, con
la socarronería del labrador que es, le dice:
-Sí,
tú prepárate, prepárate. Que, como mañana corra este vendaval, vas a cazar tú
“cabecitas de hostias”. Menudo tiempo de asperura está.
-Bueno,
mientras no llueva o nieve, saldré por lo menos a dar una vuelta.
El
viejo prefiere callarse lo que piensa porque, además, maldito lo que le importa
al labrador.
Sin
embargo, el viejo en su caletre, contrariamente a lo que muchos cazadores
opinan, tiene sus propias teorías sobre los días de viento muy fuerte: Lo
primero, es imprescindible tener un perro con tan buenos vientos como el Tango;
lo segundo, cazar siempre contra el viento, de modo que éste te dé siempre de
cara. Cuando estas dos circunstancias concurren, el perro percibirá la caza a
grandísima distancia, pues el viento le traerá los rastros a la nariz.
Se
dice que las perdices y, en general, las piezas de caza menor tienen un oído
diez veces más potente que el de las personas. En consecuencia, con el viento de
cara, los ruidos que puedas producir en el campo se los llevará el viento a tu
espalda, si cazas contra él. Los animales puede que no te perciban, al menos
con el oído, hasta que te tengan encima. Lo cual te permitirá tiros más
cercanos, a las esquivas perdices, que si el día estuviera calmo y de blandura.
Por
otro lado, las perdices salen más lentas contra el viento y, si consigues que
vuelen contra él, sus vuelos son nesesariamente cortos y enseguida te podrás
meter de nuevo encima de ellas.
El
único problema es que las patirrojas tratarán siempre de virar cogiendo el
viento de cola y, entonces, sólo podrás tirarles una vez, pues cogen
velocidades increíbles y pueden llegar volando a vela hasta perderse. Si se te
vuelven en un día de fuerte zarzagán, en uno de esos días de asperura, es casi
imposible que vuelvas a verlas, al menos, ese día.
Cuando
el viejo sale, al amanecer del domingo, el viento arrecia más aún que el día de
antes. Ha tirado algún canalón y algún pedazo de cornisa en la calle por la que
deja el pueblo. La temperatura es de 0º C y eso, unido al viento norte, le deja
al viejo tiritando y con las manos ateridas apenas baja del coche. No usa
guantes y sabe que sus manos reaccionarán y se volverán calientes en una media
hora. Al menos tiene esa suerte hasta ahora.
Desde
el alto donde están amontonadas las pacas de paja, se orienta cara al viento.
No ha pasado media hora cuando el perro empieza a marcar pero, de momento, no
hay que hacer mucho caso pues los vientos le pueden estar llegando desde
doscientos o trescientos metros.
La
teoría del viejo se confirma y el Tango le lleva directamente al bando de
perdices, Se encuentran éstas en una depresión del terreno poblada de maleza
entre dos perdederos, a la derecha, la gran ladera sobre la huerta del Juan
Ramón, a la izquierda, el Cerro del Repetidor. El viejo marra los dos primeros
tiros, pero la sorpresa hace que la mayor parte del bando arranque directamente
contra el viento y van a echarse apenas a ciento cincuenta metros, en unas aliagas
densas que hay sobre la pista de tierra que baja a la huerta.
En
un momento el viejo está encima de las aliagas y marca el Tango y una perdiz,
buscando el viento de cola, le sale hacia atrás, al primer tiro no la toca pero,
al segundo, suelta un montón de plumas. No obstante, con el viento a favor, no
cae y el viejo con rabia la ve perderse, desapareciendo al dejarse descolgar
por la ladera. Tal vez no se mueva de donde caiga o tal vez se recupere. El
viejo, pese a ver cumplirse su teoría, no ha empezado con buen tino, nunca mejor
dicho, la mañana.
Sin
embargo, sabe que junto al camino se han echado más perdices y siguiendo la
dirección de éste, pero unos quince metros por encima de él, por entre la
maleza, sigue al Tango que no deja de picarse ni un momento. Al minuto saltan
varias perdices de entre las espesas correviejas y un par de carrascas, donde
hace muestra el perro. Y esta vez sí, cae una al primer tiro. Aunque el segundo
tiro, ya con las perdices a favor del viento, el viejo lo marra. El Tango cobra
enseguida la perdiz. Son las nueve de la mañana y queda todo el día por
delante.
Pero
ahora las perdices se han desperdigado (que para eso son perdices) y, para volver
a ponerse contra el viento, el viejo sabe que ha de desandar lo andado y
llegarse a dos quilómetros, hasta el puntal de Cantaperdiz. Allí volverá a
coger el viento de cara y tendrá un largo trecho para cazar de ese modo
favorable. Pues, como decía su amigo Vicente Pastor, que en paz descase: “Si
las coges con el aire a favor ya mejor ponte a cantar jotas también.”
Mientras
baja al puntal, el viejo va pensando en las perdices que podría haber matado en
un momento. Y se dice que, llevando buen perro, en cierto modo los días de
vendaval también son días de fortuna. Siempre y cuando, claro, no falles tú
luego con la escopeta.
Con
esos pensamientos y con el recuerdo de su amigo Vicente, baja el viejo, a favor
del viento, hasta el puntal sobre Cantaperdiz. Tarda un buen rato porque no
quiere asomarse a la ladera y va sorteando pedazos y ligeras vaguadas en las
que se para de vez en cuando por si la liebre. Pero, finalmente, llega al
puntal sin haber visto nada.
En
cuanto lo dobla, ya está de nuevo con el vendaval de cara, mirando hacia el
norte y con el sol a la espalda. Todo perfecto para empezar a poner al Tango en
posición y que su maravillosa nariz detecte cualquier rastro que el viento le
traiga.
Enseguida
se excita el perro. Pero el inicio de esa ladera, en la dirección que ese día
lleva el viejo, es casi un apretón de monte. El perro se mueve, pero las
perdices no levantan, apeonan. Siente volar el viejo a dos, una no la ve, y la
otra la marra a buena distancia. Recarga le viejo la escopeta y repara que no
siente al Tango. Supone que se ha dado una carrera tras de las perdices. Pero
tras avanzar y sortear la maleza que rodea un macizo de marojos, se encuentra
al perro inmóvil. El Tango sostiene la muestra, y ni sentir al viejo moverse
hacia él le hace pestañear. Piensa el viejo en la liebre encamada entre la
fusca que, posiblemente, ni vea salir. Pero el perro se lanza y casi en
vertical vuela la becada. Piensa el viejo que, en cuanto remonte los marojos,
se dejará caer tapándose al instante y, por eso, y porque la ha visto nítidamente
despegar, dispara en el instante justo en que remonta las copas y la sorda cae
desmadejada entre la broza. Al Tango las becadas le deben dar un tufo muy
especial pues, en cuanto la cobra, se revuelca con ella en la boca y parece que
no tiene ninguna gana de dársela al viejo. El cazador le deja solazarse y poco
a poco, tras unas caricias, el perro deja caer su presa en su mano.
Casi
está tirando más tiros el viejo que a principio de temporada. Eso le anima. Además
ya lleva un par de piezas. Y una de ellas es una preciada becada. Antes sólo se
veían en el monte, pero llevan unos años que, ante la reforestación natural de
muchos parajes del término por la disminución del pastoreo, tienen querencia
también en esas espesuras. O sea, más claro, que muchos parajes se han llenado
de maleza y de broza, pero eso de “reforestación natural” queda mucho más fino.
¡Dónde va a parar!
Al
destino le parece que el viejo ya ha tenido demasiada suerte, así que durante
el resto del día no vuelve a ver caza. Y eso que se ha recorrido la linde sobre
Cinco Villas, la cuesta de la Mimbrera y, por si acaso, se ha cruzado al cerro
impresionante del Calvario. Pero se ve que el viento del norte se ha llevado
donde nadie sabe a las perdices que voló en la mañana. Y, como las narraciones
de caminatas sin fin no le interesan a nadie, el viejo se las guarda junto con
el cansancio y el escozor de ojos que le viene proporcionando el incesante
ventarrón.
De
regreso, al cruzar la huerta del Juan Ramón, tiene que romper el hielo de la
alberca para que el Tango beba y se refresque. Coge luego el camino y se mete
por la ladera baja que lo sigue. Pasa por donde, a punta de mañana, mató la
única perdiz. Zigzagueando, deja atrás los yecos y sube por la linde de la
labor hasta el Alto del Repetidor. Pero quién sabe dónde andarán a aquellas
horas las perdices. Cómo no ve nada, se queda un rato oteando desde el teso del
cerro, más por descansar que con la esperanza de ver algo.
Pero,
de casualidad, ve una perdiz muy lejos que viene, atravesando las labores de no
se sabe dónde, con el viento de cola y sin que haya sonado ningún tiro. Se ha
echado a casi un quilómetro, justo en el macizo de aliagas de la ladera en cuya
cima tiene en viejo el coche. Así que la decisión está tomada. Sin mucha
esperanza, de que cuando llegue esté la perdiz donde se ha echado, el viejo
enebra hacia el sitio, bordeando la ladera contra el viento y con todo sigilo.
Lógicamente,
el perro no ha visto la perdiz. Y, cuando llegan al borde del aliagar de la
ladera, el viejo teme que sólo encuentre el rastro. Pero el Tango enseguida se
queda de muestra mirando hacia abajo, en dirección al viento. El viejo
lentamente avanza entre las correviejas en tensión, pero el perro no se mueve.
Sigue bajando el viejo y el perro da cuatro pasos y sostiene de nuevo la
muestra. Eso es que la perdiz se ha movido, piensa el viejo. Pero no le da
tiempo a pensar más porque la perdiz le sale a unos metros, contra el viento y
el viejo antes de que la patirroja doble para ponerse a favor del vendaval se
la lleva por delante al primer tiro.
Para
ser final de temporada, mejor imposible, El viejo a los diez minutos está
llegando al coche contra el que silba el viento. Tiene los ojos muy irritados y
le lagrimean. Pero está muy ufano de haber sabido utilizar a su favor el
meteoro. Las piezas de hoy van por Vicente Pastor, a su memoria siempre grata.
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