10 abril 2016

El anhelo de Manolo

Manolo, primeramente interesado, luego obsesionado y finalmente torturado por su quimera, recurrió a todo. 
No volcó en mí sus inquietudes por voluntad propia, sino porque el acaso me puso en su camino. El azar, que rige los encuentros fortuitos, puede, en cualquier momento, ponernos al alcance de cualquier desaprensivo.
Hacía muchos años que no nos veíamos. Así que me quedé perplejo cuando, al toparnos, me espetó por saludo:
-Amigo, tengo que confiarte mis inquietudes -dijo circunspecto.
-¿Y por qué a mí? -contesté, tan temeroso como sorprendido, por la vehemencia del extraño saludo.
-Porque “Amicus is tamquam alter idem” -sentenció implacablemente.
Yo, lo reconozco, fastidiado, estuve a punto de soltar “No me jodas, Manolo” pero, mientras intentaba recordar el florilegio latino y los buenos modos, contesté cortesmente:
-¿No puedes ser más específico?
-Sí, ya sabes que un amigo es lo mismo que otro yo -pronunció, muy elato, con sobria seriedad y tono trascendente.
Titubeé un segundo entre decirle la mucha prisa que tenía o mostrar mi curiosidad, como siempre conviene, disfrazada de filantropía. Elegí lo segundo y, para hacérselo patente, contesté con solemnidad:
-Habla amigo: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto” -queriendo mantenerme a su altura.
Debió ser él, en ese momento, el sorprendido traicioneramente por el manido florilegio, pues dudó un instante, descendió de su altura y, para obligarme a traducir, dijo en un tono ambiguo, casi triste:
-Veo que no quieres mojarte.
-Al contrario digo que hombre soy y nada humano me es ajeno. Por tanto, mi respuesta está clara –dije, eludiendo elegantemente mentar la curiosidad que sentía.
-Siendo así, por qué me hablas en latín.
-Por dos razones: la primera, porque tú has empezado y, la segunda, porque “Quidquid latine dictum sit, altum videtur” que, como sabes –dije con condescendencia- quiere decir que cualquier cosa que se diga en latín, suena más profunda.
Con gesto hastiado y una mirada algo hosca Manolo dijo:
-Bien, dejemos el latín.
-Sea.
-Pero entremos en esa cafetería y sentémonos un rato que, lo mío, requiere tiempo y atención, amén de una sensibilidad que te supongo.
En silencio, frente a frente, nos sirvieron café. Tras dos minutos con la mirada perdida en el remolino de su cucharilla removiendo el azúcar imaginario que no echó en el café, Manolo comenzó a hablar:
-Los ingleses dicen “get to the point” pero los españoles, más agrícolas y rurales, solemos decir “No te andes por las ramas” o “Ve al grano”. No obstante, debo advertirte que mis indagaciones pueden sumirte en un océano de controversias y malas interpretaciones. Porque lo mío ha sido un imbuirme, durante años, en una exploración arriesgada: La espiritualidad de la mujer. ¿Estamos?
-Estamos.
-Ya sabrás, amigo mío, pues sé que tu educación fue esmerada, que la filosofía es el saber que se busca, tarea, por tanto, esencialmente inconclusa. Yo, sin renunciar a la filosofía, he buscado un objetivo más concreto y asequible: la mujer. Pero, aún he querido ser más específico y, para evitar cualquier elemento “distractor” en mi tarea, me he centrado en su cuerpo, en el secreto de esa arquitectura.
-¿Pero no era la espiritualidad lo que buscabas?
-Exactamente, pero como ya intuyó el sabio de Aquino: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”. Y eso me ha llevado a pensar que la espiritualidad que emana de la mujer ha de estar en su cuerpo, que es lo primero que nuestros sentidos perciben de ella.
-Bien, continúa –dije muy contento de recordar el último latinajo.
-Pues bien, amigo, ahí han comenzado mis indagaciones y también mis problemas. No te ocultaré que ya nacieron en mí estas inquietudes observando en mi infancia la estructura corporal de hermanas y primas. Sin embargo, apenas iniciada mi atracción curiosa hacia ellas, mi madre, sin entender yo la razón, me vetó definitivamente el acceso a esas admirables criaturas, en los momentos gozosos de las siestas y, mientras ellas sesteaban en la misma habitación, yo me vi condenado al ostracismo. Pasó el tiempo pero mi inclinación se acentuó y, con ello, tuve mis primeros accesos a amigas y novias.
-Bueno, supongo que con eso tu curiosidad se saciaría.
-Pues no fue así. Mi excitación sobrepasaba siempre a mi curiosidad y, de continuo, la acción se anteponía a la contemplación y mi vehemencia por tocar, y por otras acciones que acaban en ar, interrumpían el proceso científico que, como todo el mundo sabe, se basa en la observación.
-Bien, pero sé que te casaste. Supongo que, al menos con tu mujer, tendrías tiempo sobrado para la observación científica.
-Debo reconocer que, en un principio, tampoco. Pero, pasadas las ansias y urgencias de los primeros meses, le conté mis anhelos de explorar la espiritualidad a través del cuerpo desnudo de la mujer, sin ejercer sobre él ninguna acción que no fuese la contemplación sostenida, concentrada, sistemática, mientras mi mente analizaba cada rasgo buscando el arcano que su cuerpo encierra y que siempre se apropia de los pensamientos del hombre, sin palabras, sin hechos, sin motivo alguno, simplemente por su mera pasiva presencia.
-¿Y resultó?
-Sólo en parte. En un principio ella se prestaba, pero tras horas de permanecer desnuda en el lecho mientras yo la observaba, terminaba por impacientarse y me urgía a la acción o, aburrida y cansada, terminaba por dormirse. Una noche, por complacerme en mi observación científica, terminó por dormirse desnuda y yo pasé todas aquellas horas escudriñando su cuerpo: sus proporciones, sus curvas, sus pliegues, el dibujo variado de sus senos al moverse, la vulva con sus sombras, las corvas de las piernas, las ingles, la cintura, el vientre, el grácil cuello, la cabeza, los pómulos, las axilas, el vello, el juego de luces de su piel y su pubis, en fin, toda la estructura de su cuerpo femenino que, poco a poco, me iba desvelando el secreto que constituye la esencia de la mujer y que, dando muchas horas para el pensamiento masculino, no es posible definir y concretar. Fue una de las noches más provechosas de mi vida. Al tiempo, yo pensaba que si los místicos, en la terca observación de un ser incorpóreo y además divino, habían llegado a indiscutibles conclusiones e incluso al éxtasis, producido por la contemplación de lo inasequible, a mí, con mucha más facilidad por tratarse de un cuerpo tangible y humano, había de llegar un momento en que me sucediera lo mismo y diese con la clave de esa espiritualidad que tanto me obsesiona y siempre se me escapa.
-¿Lo conseguiste?
-Quiero pensar que estuve a punto de ello, me pareció que estuve en un tris de lograrlo, de ver nacer la flor de una luz nueva en mi cabeza, pero, desgraciadamente, ya no pude volver a mis observaciones.
-¿Se negó tu mujer a seguir colaborando?
-Peor que eso. Aquella mañana se levantó tosiendo y me hizo responsable de la pulmonía que cogió gracias, según ella, a mis excentricidades visionarias. Y, no conforme con acusarme de la acción de los caprichosos patógenos sobre su organismo, me espetó que, desde aquel día en adelante, tenía su venia, si era eso a lo que pensaba dedicarme en la cama, para irme con prostitutas o con cualquier loca que se prestara a mis absurdas obsesiones.
-Lo dejaste entonces, ¿no?
-Imposible, mi vocación me arrastraba, aquel amanecer espiritual que vislumbraba me atraía como un imán a un clavo. Hice caso a la indicación de mi mujer. Frecuenté prostíbulos, bailes de separadas, divorciadas, solteras, bares de copas, centros sociales, academias de baile, playas nudistas y locales de todo tipo. Y, aunque gasté una fortuna, todo fueron problemas. Yo buscaba una mujer neta, sin aditivos, un cuerpo que oliera a cuerpo, un pelo natural y todo lo quería, en la mujer, sin artificios. No hablemos ya de cirugía estética, tintes, tacones, postizos, lencería exótica, maquillajes, etc. No era difícil que algunas quisieran ir contigo a la cama y, a las prostitutas, bastaba con pagarles. Pero era imposible que prescindieran de todo lo que yo llamo complementos y que acabo de enumerarte en general. Además, cuando les contaba lo que en mi cita pretendía, todas se lo tomaban a guasa y les parecía una de las excusa más tontas que habían escuchado de alguien que les quería echar un polvo. Cuando se cercioraban de mis intenciones, ya era tarde. Gran decepción la mía, no había modo de concentrarme: interrumpían mi observación con palabras de impaciencia o con ironías o se levantaban despechadas y se iban, incluso, a veces, me despedían con un cóctel de insultos aliñado con las palabras maricón, psicópata, mirón, pervertido, cabronazo y otras aún peores. Prefiero no hablarte de esta nefasta experiencia porque, con lo que te he contado, estoy seguro que te has hecho una idea. Fue decepcionante. Mis indagaciones sobre esa comunicación no verbal, sin sonidos, sin gestos, el intento de descifrar el magnetismo que emana de los cuerpos femeninos en sí, fue un fracaso. Es mucho más paciente Dios, dejándose contemplar, que cualquier mujer, puedo asegurártelo. Qué suerte tuvieron los místicos, y aún los que a la mística piensen dedicarse, porque Dios seguirá inmutable. De las mujeres, lo lamento, pero no puedo decir lo mismo.
-Entonces, debo deducir que ya has abandonado.
-Pues, estaba a punto. Pero hace unos días ocurrió lo inesperado, el portento. Descubrí una mujer que me llamó la atención: ningún güiñigüiñi en el pelo, ninguna tintura, sin maquillajes, ni siquiera rojo de labios, sin una sombra, sin un rimel, ninguna alhaja, una camisa lisa, un sencillo traje chaqueta, ningún perfume, medias corrientes y zapatos bajos. Todo ornato era un diminuto crucifijo de madera. Si hubiera sido un hombre, hubiese dicho: “Ese es mi hombre” pero como, tratándose de una mujer, la frase es sólo posesiva, únicamente la observé y la seguí discretamente. Compró un periódico y se sentó en una terraza. Me presenté a ella tan formal y educadamente como pude: “Disculpe que la moleste, me llamo Manolo Doncel y, si me permite, me gustaría hablar con usted”. Ella, claro, me miró sorprendida y, tras una leve vacilación, me invitó a sentarme frente a ella y me dijo que se llamaba Milagritos. Enseguida le dije que estaba trabajando en una tesis sobre la espiritualidad de la mujer. Al escuchar mis palabras, se le iluminó el rostro. Me dijo que nada más agradable podía haberle dicho y que de inmediato se lo comunicaría a su director espiritual, pues ella era muy religiosa y, en su círculo, estaban interesadísimos en el tema. Me dio una dirección y se despidió muy atenta dándome la mano.
-Y, por fin, has conseguido acabar con tu tarea. ¿Has encontrado la observación perfecta?
-No lo sé, pero tengo muchas esperanzas. Hace una semana estuve en la dirección que me indicó. Ella me recibió y, enseguida, me presentó a un sacerdote, un hombre maduro que vestía traje con alzacuellos. Durante un buen rato me escuchó. Me miró con mucha atención como si calibrase mi solvencia ética e intelectual. Finalmente me dijo: “Nuestra Obra, quizás más que ninguna otra institución dentro de la Iglesia Católica, está decidida y obtusamente empeñada en defender a ultranza la espiritualidad de la mujer. Su iniciativa nos parece loable, pero mi responsabilidad, como miembro numerario de la Obra, me compromete a salvaguardar la honestidad y la pureza de Milagritos, que también es miembro, no numerario pero importante, de la Obra. Así pues, Milagritos y el resto de hermanos y hermanas en Cristo, que componemos esta congregación, le autorizamos a usted a las observaciones que nos propone bajo dos condiciones: la primera, que firme usted, ante notario, este certificado de cohabitación casta y, la segunda, que tome usted, una hora antes de cada observación, un comprimido de este fármaco.”
-Y, ¿has aceptado?
-Por supuesto, comienzo el próximo lunes tras una misa al Espíritu Santo para que inspire el éxito de esta nueva empresa.
-¿Cómo se llama la medicina?
- ARGAIV y me han dicho que, sin mermar los sentidos físicos, para la concupiscencia es lo mismo que el Cristo al Anticristo.
-¿Tienes fe en conseguir finalmente tu objetivo?
-Si te soy sincero, menos que nunca.
-Pero, ¿Por qué? Si ahora lo tienes todo a favor, incluso a la Iglesia.
-Porque, porque… Porque, tío, tú no sabes cómo me pone Milagritos. ¡Uaaggggg!
-Vale, Manolo. Tómate algo.


4 comentarios:

Ángeles dijo...

¡Pues vaya con el místico!
Donde menos se espera salta el éxtasis, ya se sabe :D

Me ha encantado la historia, los personajes, el lenguaje y el tono. Y aunque ya debería venir preparada, la verdad es que no termino nunca de sorprenderme con tus historias.

Soros dijo...

Gracias, Ángeles. Ya sabes, el tiempo mezclado con las ganas de escribir.

Anónimo dijo...

Pero, ¿descubrió el arcano que su cuerpo encierra o no lo descubrió? jajaja, me ha encantado la frase, es muy de haber leído el Tao te ching en ratos muertos.
Tus personajes son siempre un poco pícaros.

Soros dijo...

Me alegro de que te haya gustado.